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«No podéis servir a Dios y al dinero»

Domingo de la Semana 25ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C – 22 de septiembre de 2019
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 16,1-13

En el fondo vemos como en los textos litúrgicos se plantea la pregunta: ¿dónde está la verdadera riqueza? Ciertamente no puede coincidir con la ambición y la avaricia en perjuicio de los más pobres y necesitados, leemos en la Primera Lectura (Amós 8,4-7). Tampoco reside en la habilidad para hacerse «amigos» con las riquezas de otros. La verdadera riqueza es la riqueza de la fe, que poseen los hijos de la luz ya que no se puede servir a dos señores al mismo tiempo. En el fondo lo que está en juego es el ser recibidos o rechazados en las «moradas eternas» (San Lucas 16,1-13). Esta manera de entender las cosas sólo la podremos conseguir en la medida que seamos realmente «amigos de Jesús» y esto se logra en el ámbito de la oración (primera carta de San Pablo a Timoteo 2,1-8).

Una parábola desconcertante

El Domingo pasado hemos leído todo el capítulo 15 del Evangelio de San Lucas y hemos visto que su finalidad es mostrar que en la actitud de Jesús se revela la misericordia de Dios, que «no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva». Este Domingo comenzamos a leer el capítulo 16, que reúne sentencias de Jesús sobre el uso de los bienes materiales. Jesús ilustra su enseñanza por medio de dos parábolas: la del administrador astuto y la del rico y Lázaro. Este Domingo veremos la primera de estas parábolas y la conclusión de Jesús. Jesús expone el caso de «un hombre rico que tenía un administrador a quien acusaron ante él de malbaratar su hacienda».

El señor lo llama para pedirle cuenta de su administración y le anuncia que será despedido. En ese momento el administrador comienza a sentirse en dificultad, porque su situación actual termina y el tiempo urge. Se pregunta: «¿Qué haré, pues mi señor me quita la administración?» Entonces diseña un plan y convoca a los deudores de su señor, dijo al primero: «¿Cuánto debes a mi señor?’. Respondió: ‘Cien medidas de aceite’. Él le dijo: ‘Toma tu recibo, siéntate en seguida y escribe cincuenta’. Después dijo a otro: ‘Tú, ¿cuánto debes?’ Contestó: ‘Cien cargas de trigo’. Le dice: ‘Toma tu recibo y escribe ochenta’». Nadie se puede quedar sin reaccionar ante esta conducta del administrador despedido. También reacciona el señor. Pero lo hace de manera desconcertante: mientras se esperaría que lo hiciera con indignación, «el señor alabó al administrador injusto porque había obrado astutamente ».

Una interpretación de la parábola

La mayor dificultad de la parábola está en la felicitación que el amo dirige a su administrador al conocer las rebajas a sus acreedores de sus propias deudas. Jesús parece sumarse a tal alabanza, pues lo pone como ejemplo para los hijos de la luz. Aclaremos el malentendido. El amo no aprueba la gestión anterior de su mayordomo , al que precisamente despide por fraude, sino que alaba su previsión del futuro, queriendo granjearse amigos para los tiempos malos que se le avecinan.

En tiempo de Jesús, los administradores podían disponer de los bienes del señor y prestarlos libremente, exigiendo de los acreedores la devolución de una cantidad mayor para hacerse, en esta forma, un salario. El administrador habría prestado 50 barriles de aceite y habría exigido la devolución de 100 (un interés del 100% es usurario, y en esto consistiría su injusticia); habría prestado 80 cargas de trigo y habría exigido la devolución de 100 (25% de interés). En este sentido, su decisión consiste en no exigir más que lo prestado, es decir, en renunciar a su parte, para suscitar la gratitud de los acreedores. La conclusión es entonces comprensible cuando: «El señor alabó al administrador injusto porque había obrado astutamente». El administrador era injusto y abusador porque en su gestión siempre había aplicado intereses usurarios; pero, en este momento, renunció a esa ganancia injusta esperando el beneficio mayor de ser acogido por los deudores favorecidos, cuando se viera privado de su cargo. Por otro lado, es difícil pensar que un propietario alabe a su propio administrador porque éste le roba y regala sus bienes para granjearse amigos.

Siguiendo esta interpretación se explica mejor la conclusión de Jesús: «Haceos amigos con el dinero injusto, para que cuando llegue a faltar, os reciban en las moradas eternas». Recordemos que el dinero es llamado de «injusto» porque suele impulsar a las personas hacia la falta de honradez. Jesús, por otro lado, quiere enseñar que nuestra vida también tendrá un fin y que, en comparación con la eternidad, ese fin es inminente. Nuestra situación ante Dios es como la del administrador: poseemos «dinero injusto». Por eso, en el breve tiempo que nos queda de vida, antes de que se nos pida cuenta de nuestra administración, debemos usar el dinero que poseemos para hacer el bien a los demás. El tiempo urge. Por tanto, la decisión debe ser ahora; mañana será demasiado tarde…

La parábola está dicha para fundamentar esta observación de Jesús: «Los hijos de este mundo son más astutos con los de su generación que los hijos de la luz». No es algo que Jesús apruebe; es algo que Jesús lamenta. Lo dice como un reproche para interpelarnos y hacernos reaccionar. A menudo quedamos sorprendidos por la habilidad y la decisión con que actúan los obradores del mal para alcanzar sus objetivos perversos. Los hijos de la luz deberían ser más astutos, más decididos y más generosos en la promoción del bien, porque el bien es más apetecible. Esto es lo que desea Jesús; por eso, manda a sus discípulos con estas instrucciones: «Sed astutos como las serpientes y sencillos como las palomas» (Mt 10,16).

El uso adecuado de las riquezas

Sigue una serie de sentencias acerca del buen uso de las riquezas. Llama la atención la triple repetición de la palabra Dinero (con mayúscula, como un nombre propio). Es que traduce la palabra «mamoná» que en el texto griego original del Evangelio se conserva sin traducir. Ésta fue ciertamente la palabra usada por el mismo Jesús en arameo. Es una palabra de origen incierto. Algunos especialistas sostienen que proviene de la raíz «amén» y, por tanto, significa: «aquello en lo cual se confía». En la lengua original de Jesús hay entonces un juego de palabras, porque la misma raíz tienen los adjetivos «fiel» y «verdadero» y también el verbo “confiar”: «Si, pues, no fuisteis fieles en el Dinero injusto, ¿quién os confiará lo verdadero?». El «mamoná» es injusto, porque siempre engaña. Su mismo nombre es un engaño: se ofrece como algo en lo cual se puede confiar; pero defrauda. Así lo muestra Jesús en la parábola del hombre cuyo campo produjo mucho fruto. Pensó que podía confiar en sus riquezas y que ellas le darían seguridad por muchos años: «Alma, tienes muchos bienes en reserva para muchos años…”. Pero, esos bienes no le pudieron asegurar ni siquiera un día: “Dios le dijo: ‘¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma’» (Lc 12,19-20).

La mejor inversión…

El dinero tiene que usarse con una sola finalidad: hacerse amigos en las «moradas eternas», es decir, entre los ángeles y santos del cielo. Y ¿cómo se logra esto? ¿Cómo se puede lograr que el dinero de esta tierra rinda en el cielo? Esto se logra de una sola manera: liberándonos de él. Es lo que Jesús enseña: «Vended vuestros bienes y dad limosna. Haceos bolsas que no se deterioran, un tesoro inagotable en los cielos» (Lc 12, 33). Y una aplicación concreta de esta enseñanza está en la invitación que hace Jesús al joven rico: «Todo cuanto tienes véndelo y repártelo entre los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos» (Lc 18,22). Pero él prefirió sus bienes de esta tierra, dejando así en evidencia lo que Jesús concluye: «No podéis servir a Dios y al Dinero”. Jesús exige que toda la confianza se ponga en Él solo. Si se confía en “mamoná”, no se puede ser discípulo suyo: “El que no renuncie a todos sus bienes no puede ser discípulo mio» (Lc 14,33).

El dinero es una espada de dos filos, según se use para el bien o el mal, es decir para Dios y los demás o solamente para sí excluyendo a los otros. Para vivir como hijos de la luz tenemos que vivir el mandamiento del amor y servicio a los hermanos; algo imposible para aquel que vive al servicio del dinero. Si no convertimos nuestro corazón a los criterios de Jesús, no podemos ser de los suyos. De nada serviría llevar una vida piadosa y observante, como los mercaderes a quienes fustiga el profeta Amós en la Primera Lectura, que esperaban impacientes el cese del descanso sabático para seguir aprovechándose del pobre.

En cambio, San Pablo, en su carta a Timoteo, habla de hacer oración «alzando santas manos, limpias de ira y divisiones», como prueba de fiel servicio a Dios y comunión con todos los hombres por quienes rezamos en la oración de los fieles. Timoteo era un cristiano de Listra y fue amigo y colaborador de Pablo. Su madre era judeocristiana; su padre, griego. Pablo le elige como colaborador durante su segundo viaje misionero. Después que Pablo hubo partido de Tesalónica, Timoteo regresó a aquella ciudad para animar a los cristianos de allí. Más tarde, Pablo lo envió de Éfeso a Corinto para que instruyera a los cristianos de esa ciudad. Finalmente, Timoteo llegó a ser dirigente de la ciudad de Éfeso. A veces tenía poca confianza en sí mismo, y necesitaba de los alientos de su padre espiritual, Pablo, de quien fue siempre leal y fiel colaborador. Las dos cartas de San Pablo a éste joven están llenas de sabios consejos sobre cómo dirigir una comunidad cristiana.

Una palabra del Santo Padre:

«Y el pueblo brasileño, especialmente las personas más sencillas, pueden dar al mundo una valiosa lección de solidaridad, una palabra —esta palabra solidaridad— a menudo olvidada u omitida, porque es incomoda. Casi da la impresión de una palabra rara… solidaridad. Me gustaría hacer un llamamiento a quienes tienen más recursos, a los poderes públicos y a todos los hombres de buena voluntad comprometidos en la justicia social: que no se cansen de trabajar por un mundo más justo y más solidario. Nadie puede permanecer indiferente ante las desigualdades que aún existen en el mundo. Que cada uno, según sus posibilidades y responsabilidades, ofrezca su contribución para poner fin a tantas injusticias sociales. No es, no es la cultura del egoísmo, del individualismo, que muchas veces regula nuestra sociedad, la que construye y lleva a un mundo más habitable; no es ésta, sino la cultura de la solidaridad; la cultura de la solidaridad no es ver en el otro un competidor o un número, sino un hermano. Y todos nosotros somos hermanos.

Deseo alentar los esfuerzos que la sociedad brasileña está haciendo para integrar todas las partes de su cuerpo, incluidas las que más sufren o están necesitadas, a través de la lucha contra el hambre y la miseria. Ningún esfuerzo de «pacificación» será duradero, ni habrá armonía y felicidad para una sociedad que ignora, que margina y abandona en la periferia una parte de sí misma. Una sociedad así, simplemente se empobrece a sí misma; más aún, pierde algo que es esencial para ella. No dejemos, no dejemos entrar en nuestro corazón la cultura del descarte. No dejemos entrar en nuestro corazón la cultura del descarte, porque somos hermanos. No hay que descartar a nadie. Recordémoslo siempre: sólo cuando se es capaz de compartir, llega la verdadera riqueza; todo lo que se comparte se multiplica. Pensemos en la multiplicación de los panes de Jesús. La medida de la grandeza de una sociedad está determinada por la forma en que trata a quien está más necesitado, a quien no tiene más que su pobreza.

También quisiera decir que la Iglesia, «abogada de la justicia y defensora de los pobres ante intolerables desigualdades sociales y económicas, que claman al cielo» (Documento de Aparecida, 395), desea ofrecer su colaboración a toda iniciativa que pueda significar un verdadero desarrollo de cada hombre y de todo el hombre. Queridos amigos, ciertamente es necesario dar pan a quien tiene hambre; es un acto de justicia. Pero hay también un hambre más profunda, el hambre de una felicidad que sólo Dios puede saciar. Hambre de dignidad. No hay una verdadera promoción del bien común, ni un verdadero desarrollo del hombre, cuando se ignoran los pilares fundamentales que sostienen una nación, sus bienes inmateriales: la vida, que es un don de Dios, un valor que siempre se ha de tutelar y promover; la familia, fundamento de la convivencia y remedio contra la desintegración social; la educación integral, que no se reduce a una simple transmisión de información con el objetivo de producir ganancias; la salud, que debe buscar el bienestar integral de la persona, incluyendo la dimensión espiritual, esencial para el equilibrio humano y una sana convivencia; la seguridad, en la convicción de que la violencia sólo se puede vencer partiendo del cambio del corazón humano».

Papa Francisco. Visita a la Comunidad de Varginha. Río de Janeiro. Jueves 25 de julio de 2013.

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. ¿Cuál es mi actitud ante los bienes materiales? ¿Pongo en ellos mi corazón?

2. ¿Soy generoso y solidario con mis hermanos? ¿De qué manera concreta?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 2401-2418. 2443 -2449

 

Written by Rafael De la Piedra