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«A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados»

Solemnidad de Pentecostés. Ciclo A

Lectura del Santo Evangelio según San Juan 20,19-23

El Espíritu Santo que el Señor había prometido reiteradamente a sus apóstoles, se derrama hoy abundantemente sobre ellos y los llena de un santo ardor para anunciar la «Buena Noticia» de la Resurrección del Señor. El libro de los Hechos de los Apóstoles nos narra el evento de Pentecostés donde vemos a los discípulos, que reunidos en oración, en torno a Santa María, son iluminados por la acción del Espíritu Santificador e inician su heroica actividad evangelizadora (Hechos de los Apóstoles 2, 1- 11). 

San Pablo, en la Primera Carta a los Corintios, subraya que sólo gracias a la acción del Espíritu podemos llamar a Jesús: el Señor; es decir, sólo siendo dóciles a las mociones del Espíritu Santo podemos reconocer y proclamar su divinidad (primera carta de San Pablo a los Corintios 12,3b-7.12-13).

El Evangelio nos presenta a Jesús resucitado que envía a sus apóstoles y les confiere el poder para perdonar los pecados por la recepción del Espíritu Santo. En la predicación, en la proclamación de la fe así como en la administración de los sacramentos; es el Espíritu Santo quien obra y da fuerzas.

¿Qué estamos celebrando?

Desde tiempo inmemorial la Solemnidad que celebra la Iglesia este Domingo se llama «Pentecostés». Pero este nombre en realidad no dice el motivo de la celebración. Esta palabra de origen griego significa literalmente: «cincuentenario» y solamente dice la «ocasión» en que ocurrió el hecho que se conmemora. Hoy día celebramos la efusión del Espíritu Santo sobre la Iglesia naciente cincuenta días después de la Resurrección de Cristo. Hoy día celebramos el cumplimiento de la promesa que Jesús hiciera a sus Apóstoles antes de ascender al cielo: «Recibiréis el Espíritu Santo y seréis mis testigos».

Sin embargo los judíos la llamaban también «fiesta de las semanas» o «fiesta de las primicias» (Ver Ex 23,16; 34,22), pues en ella, siete semanas o cincuenta días después de haberse iniciado la siega, se presentaba a Dios los primeros frutos de la cosecha. Era una fiesta de acción de gracias por las bendiciones recibidas de manos de Dios a través de los frutos del campo y se caracterizaba por la alegría y el regocijo (Ver Is 9,2). Originalmente era una fiesta agrícola de la siega; pero, visto que se celebraba cincuenta días después de la Pascua, que conmemoraba la salida de Egipto, pronto esta fiesta se asoció al don de la ley en el Sinaí y se celebraba la renovación de la alianza con el Señor. En el Talmud se transmite la sentencia del Rabí Eleazar: «Pente¬costés es el día en que fue dada la Torah (la ley)».Esta fiesta era celebrada anualmente en Jerusalén con gran participación del pueblo. A ella hace referencia san Lucas cuando dice: «Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos…» (Hch 2,1).

«Vino del cielo un ruido como de una ráfaga de viento impetuoso…»

La imagen que todos tenemos de lo que ocurrió ese día está sugerida por lo que allí se narra: «Vino del cielo un ruido como de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban… y quedaron todos llenos del Espíritu Santo». Es claro que la efusión del Espíritu Santo está relacionada con el viento. Esta relación resulta más evidente si se considera que en las lenguas bíblicas la misma palabra dice «viento» y «espíritu», en hebreo «rúaj» y en griego «pnéuma». Y lo mismo llama la atención en el Evangelio. Allí Jesús usa un gesto expresivo: «Sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo». Está nuevamente haciendo alusión a la realidad del viento, que es la que da nombre a la tercera Persona divina.

Si logramos comprender por qué se llama «viento» a esta Persona divina habremos comprendido algo sobre su acción. Para un hombre primitivo el viento era una fuerza misteriosa. Ellos veían que los árboles se doblaban, los techos de las casas volaban, el agua se encrespaba, etc. pero no se «veía» ninguna causa que produjera estos efectos, que eran completamente imprevisibles. Era una fuerza análoga a la que puede generar un hombre soplando, pero infinitamente mayor. El paso obvio fue considerar el viento como el soplo de Dios, el «espíritu » de Dios. Se trata de una fuerza invisible e imprevisible -y por eso misteriosa- que logra efectos superiores a los que puede alcanzar cualquier poder humano.

El poder creador del Espíritu de Dios está afirmado en la primera frase de la Biblia: «En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra era caos y confusión… y un viento (espíritu) de Dios aleteaba por encima de las aguas» (Gen 1,1-2). Por la acción de este espíritu se opera el ordenamiento del mundo: la luz, el firmamento, el retroceso de las aguas y la aparición de la tierra seca, la generación de los vegetales, plantas y árboles, los astros, el hombre.

Entre todos los seres, el hombre posee algo que lo pone por encima de todos los demás, que lo hace irreductible a la materia y es fundamento de su dignidad inviolable. Esto lo expresa la Biblia afirmando que posee el «soplo de Dios»: «Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente» (Gen 2,7).

El «otro Paráclito» prometido por Jesús

La revelación plena del Espíritu Santo, como Persona divina consustancial al Padre y al Hijo, fue obra de Jesucristo. Pero Él mismo, para ilustrar la acción del Espíritu, emplea el origen de este nombre, cuando dice: «El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que nace del Espíritu» (Jn 3,8).

El Espíritu Santo opera en el hombre efectos maravillosos, imposibles para las solas fuerzas humanas. El más grande de estos efectos es la salvación del pecado y de toda esclavitud que somete al hombre. San Pablo nos entrega un elenco de esas cosas que son imposibles a las solas fuerzas humanas y que son obra del Espíritu: «El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Gal 5,25). Por tanto, cuando en una persona encontramos estas actitudes, podemos discernir la presencia del Espíritu Santo en ella. Si tales son los frutos del Espíritu Santo con razón hoy día la Iglesia exclama: «Ven Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor».

El perdón de los pecados

En el Evangelio de hoy Jesús indica una de esas obras maravillosas del Espíritu: el perdón de los pecados. El pecado es una ofensa del hombre a Dios. Si el pecado es mortal, destruye el amor en el corazón del hombre, hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. El perdón del pecado no es solamente una declaración de que Dios no considera el pecado, sino que transforma radicalmente el corazón del hombre infundiéndole el amor. Pero esto, sólo el Espíritu puede hacerlo, pues «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5,5).

El poder de perdonar los pecados y de retenerlos fue entregado por Cristo resucitado a sus discípulos cuando les comunicó el Espíritu Santo y les dijo: «A quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados y a quienes se los retengáis les quedan retenidos». Es el poder que ejercen hoy los sacerdotes de la Iglesia por medio del sacramento de la Penitencia.

El gesto de Jesús, exhalando su aliento sobre los discípulos, recuerda el gesto creador de Dios sobre Adán (ver Gn 2,7), y el espíritu de vida que infunde sobre los huesos que llenan el valle descrito por el profeta Ezequiel (ver Ez 37, 1-14). Estamos ante una nueva creación; obra, como la primera, del Verbo de Dios (Jn 1,1-3). Y el Salmo responsorial de hoy expresa el anhelo de una nueva creación: «Envía tu Espíritu, Señor, y renueva la faz de la tierra» (Salmo 103). Ahora, todo es nuevo…

Una palabra del Santo Padre:

« A la luz de este texto de los Hechos de los Apóstoles, deseo reflexionar sobre tres palabras relacionadas con la acción del Espíritu: novedad, armonía, misión.

1. La novedad nos da siempre un poco de miedo, porque nos sentimos más seguros si tenemos todo bajo control, si somos nosotros los que construimos, programamos, planificamos nuestra vida, según nuestros esquemas, seguridades, gustos. Y esto nos sucede también con Dios. Con frecuencia lo seguimos, lo acogemos, pero hasta un cierto punto; nos resulta difícil abandonarnos a Él con total confianza, dejando que el Espíritu Santo anime, guíe nuestra vida, en todas las decisiones; tenemos miedo a que Dios nos lleve por caminos nuevos, nos saque de nuestros horizontes con frecuencia limitados, cerrados, egoístas, para abrirnos a los suyos. Pero, en toda la historia de la salvación, cuando Dios se revela, aparece su novedad – Dios ofrece siempre novedad -, trasforma y pide confianza total en Él: Noé, del que todos se ríen, construye un arca y se salva; Abrahán abandona su tierra, aferrado únicamente a una promesa; Moisés se enfrenta al poder del faraón y conduce al pueblo a la libertad; los Apóstoles, de temerosos y encerrados en el cenáculo, salen con valentía para anunciar el Evangelio. No es la novedad por la novedad, la búsqueda de lo nuevo para salir del aburrimiento, como sucede con frecuencia en nuestro tiempo. La novedad que Dios trae a nuestra vida es lo que verdaderamente nos realiza, lo que nos da la verdadera alegría, la verdadera serenidad, porque Dios nos ama y siempre quiere nuestro bien. Preguntémonos hoy: ¿Estamos abiertos a las “sorpresas de Dios”? ¿O nos encerramos, con miedo, a la novedad del Espíritu Santo? ¿Estamos decididos a recorrer los caminos nuevos que la novedad de Dios nos presenta o nos atrincheramos en estructuras caducas, que han perdido la capacidad de respuesta? Nos hará bien hacernos estas preguntas durante toda la jornada.

2. Una segunda idea: el Espíritu Santo, aparentemente, crea desorden en el Iglesia, porque produce diversidad de carismas, de dones; sin embargo, bajo su acción, todo esto es una gran riqueza, porque el Espíritu Santo es el Espíritu de unidad, que no significa uniformidad, sino reconducir todo a la armonía. En la Iglesia, la armonía la hace el Espíritu Santo. Un Padre de la Iglesia tiene una expresión que me gusta mucho: el Espíritu Santo “ipse harmonia est”. Él es precisamente la armonía. Sólo Él puede suscitar la diversidad, la pluralidad, la multiplicidad y, al mismo tiempo, realizar la unidad. En cambio, cuando somos nosotros los que pretendemos la diversidad y nos encerramos en nuestros particularismos, en nuestros exclusivismos, provocamos la división; y cuando somos nosotros los que queremos construir la unidad con nuestros planes humanos, terminamos por imponer la uniformidad, la homologación. Si, por el contrario, nos dejamos guiar por el Espíritu, la riqueza, la variedad, la diversidad nunca provocan conflicto, porque Él nos impulsa a vivir la variedad en la comunión de la Iglesia. Caminar juntos en la Iglesia, guiados por los Pastores, que tienen un especial carisma y ministerio, es signo de la acción del Espíritu Santo; la eclesialidad es una característica fundamental para los cristianos, para cada comunidad, para todo movimiento. La Iglesia es quien me trae a Cristo y me lleva a Cristo; los caminos paralelos son muy peligrosos. Cuando nos aventuramos a ir más allá (proagon) de la doctrina y de la Comunidad eclesial – dice el Apóstol Juan en la segunda lectura – y no permanecemos en ellas, no estamos unidos al Dios de Jesucristo (cf. 2Jn 1,9). Así, pues, preguntémonos: ¿Estoy abierto a la armonía del Espíritu Santo, superando todo exclusivismo? ¿Me dejo guiar por Él viviendo en la Iglesia y con la Iglesia?

3. El último punto. Los teólogos antiguos decían: el alma es una especie de barca de vela; el Espíritu Santo es el viento que sopla la vela para hacerla avanzar; la fuerza y el ímpetu del viento son los dones del Espíritu. Sin su fuerza, sin su gracia, no iríamos adelante. El Espíritu Santo nos introduce en el misterio del Dios vivo, y nos salvaguarda del peligro de una Iglesia gnóstica y de una Iglesia autorreferencial, cerrada en su recinto; nos impulsa a abrir las puertas para salir, para anunciar y dar testimonio de la bondad del Evangelio, para comunicar el gozo de la fe, del encuentro con Cristo. El Espíritu Santo es el alma de la misión. Lo que sucedió en Jerusalén hace casi dos mil años no es un hecho lejano, es algo que llega hasta nosotros, que cada uno de nosotros podemos experimentar. El Pentecostés del cenáculo de Jerusalén es el inicio, un inicio que se prolonga. El Espíritu Santo es el don por excelencia de Cristo resucitado a sus Apóstoles, pero Él quiere que llegue a todos. Jesús, como hemos escuchado en el Evangelio, dice: «Yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros» (Jn 14,16). Es el Espíritu Paráclito, el «Consolador», que da el valor para recorrer los caminos del mundo llevando el Evangelio. El Espíritu Santo nos muestra el horizonte y nos impulsa a las periferias existenciales para anunciar la vida de Jesucristo. Preguntémonos si tenemos la tendencia a cerrarnos en nosotros mismos, en nuestro grupo, o si dejamos que el Espíritu Santo nos conduzca a la misión. Recordemos hoy estas tres palabras: novedad, armonía, misión.».

Francisco. Solemnidad de Pentecostés. 13 de mayo de 2013

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. «Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres». Recemos por la unidad de la Iglesia y busquemos amar a todos nuestros hermanos sin ningún tipo de distinción o segregación.

2. Un tema directamente asociado al Espíritu Santo es el perdón de los pecados. ¿Con qué frecuencia recurro al sacramento de la reconciliación?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales 689 – 701. 731- 747.

Written by Rafael De la Piedra