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«Alegraos de que vuestros nombres estén escritos en los cielos» ene 26 2017, El envío de los 72 discípulos Full view

«Alegraos de que vuestros nombres estén escritos en los cielos»

Domingo de la Semana 14ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C – 7 de julio de 2019
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 10, 1-12.17-20

¿Qué es la alegría? ¿Cuál es la verdadera alegría y de qué depende? ¿Sabemos dónde encontrarla? El fin de la misión de los setenta y dos discípulos no es el éxito conseguido, sino el que «sus nombres estén escritos en el cielo» y eso es lo que debe realmente alegrarlos (San Lucas 10, 1-12.17-20). Isaías ve anticipadamente el fin de todos sus sueños: la ciudad de Jerusalén que reúne a todos sus hijos, como una madre y eso llenará su corazón de alegría (Isaías 66, 10- 14c). La existencia cristiana no tiene otro fin sino encarnar en sí mismo la vida de Cristo, especialmente en el misterio de la muerte para la vida. Esto es lo que nos enseña San Pablo con su palabra y con su vida (Gálatas 6, 14-18).

 La misión de los Doce y de los setenta y dos…

Leemos en el comienzo del Evangelio de hoy: «Después de esto, designó el Señor a otros setenta y dos, y los envió de dos en dos delante de sí, a todas las ciudades y sitios a donde iba a ir Él». El pasaje sucede inmediatamente después de haber dejado en claro Jesús cuáles son las exigencias que él pide para seguirlo (Ver 9, 57-62). San Lucas habla de «otros setenta y dos». ¿«Otros» respecto de quiénes? Una primera respuesta es que éstos son «otros» respecto de los doce apóstoles, a quienes Jesús ya había designado y enviado. En efecto, al comienzo del capítulo 9 leemos: «Convocando a los Doce, Jesús les dio autoridad y poder sobre todos los demonios, y para curar enfermedades; y los envió a proclamar el Reino de Dios y a curar» (Lc 9,1-2).

Pero es muy interesante resaltar que las instrucciones que da a los Doce y a los setenta y dos son las mismas: «No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias… Permaneced en la misma casa, comiendo y bebiendo lo que tengan… no vayáis de casa en casa… En la ciudad en que entréis y no os reciban, salid a sus plazas y decid: ‘Hasta el polvo de vuestra ciudad que se nos ha pegado a los pies, os lo sacudimos»». Y el contenido del mensaje también es el mismo. En el caso de los Doce, Jesús los mandó cuando aún estaba en Galilea y no había comenzado su ascensión a Jerusalén. A éstos «los envió a proclamar el Reino de Dios» (Lc 9,2). A los setenta y dos, en cambio, los mandó delante de sí cuando ya iba camino de Jerusalén, y les encomendó esta misión: «Curad los enfermos… y decid¬les: ‘El Reino de Dios está cerca de vosotros’». Incluso allí donde no fueran recibidos, y tuvieran que marcharse sacudiéndose el polvo de los pies, debían agregar: «Sabed, con todo, que el Reino de Dios está cerca». El contenido del mensaje es siempre el mismo: «el Reino de Dios ya está cerca».

¿Cuál es la misión que Jesús encomienda a sus enviados? «Curar enfermos, expulsar demonios y anunciar el Reino de Dios». Y para esta misión Jesús los proveyó de «poder». Respecto de los Doce Jesús les da autoridad y poder sobre todos los demonios. Respecto de los setenta y dos, cuando volvieron donde Jesús, alegres, Él les dice: «Mirad, os he dado el poder de pisar sobre serpientes y escorpiones, y sobre todo poder del enemigo, y nada os podrá hacer daño». La misión y el poder confiado a los discípulos son la misión y el poder del Señor Jesús. Ellos, dondequiera que llegaran, deberían ser «otros cristos». Ya en vida de Jesús, los apóstoles y los setenta y dos se habían ejercitado en lo que deberían continuar haciendo una vez que Jesús hubiera ascendido al cielo. Esta es la misión que Jesús mismo ha encomendado a la Iglesia y así lo ha hecho hasta los días de hoy. Gradualmente el anuncio del Reino de Dios, se transformó en un anuncio de Jesús mismo, de su vida, de sus milagros y de sus palabras. Sucesivamente todo eso se puso por escrito y así nacieron nuestros cuatro Evangelios.

¿Por qué setenta y dos mensajeros?

Hemos dicho que los «otros setenta y dos» son «otros» respecto de los doce apóstoles; pero deben entenderse también como «otros» en relación a las tres vocaciones inmediatamente precedentes. Allí se habla con más detención de esos tres; pero «el Señor designó a otros setenta y dos». Y éstos están dispuestos a seguir a Jesús dondequiera que vaya, aunque, al igual que su Maestro, no tengan donde reclinar la cabeza; éstos dejan que los muertos entierren a sus muertos, pero ellos se van a anunciar el Reino de Dios; éstos son los que ponen la mano en el arado y no miran hacia atrás y por eso son aptos para anunciar el Reino de Dios. ¿Por qué envió Jesús precisamente 72 mensajeros y no otro número? La pregunta es válida porque este número es fluctuante; entre los antiguos códices que contienen el Evangelio de San Lucas unos dicen 72 y otros igualmente numerosos dicen 70. Si buscamos otro lugar de la Biblia donde exista igual fluctuación entre estos mismos números, lo encontramos en Gen 10.

Allí se trata de las naciones que pueblan toda la tierra: «Esta es la descendencia de los hijos de Noé, Sem, Cam y Jafet, a quienes les nacieron hijos después del diluvio» (Gen 10,1). Cada uno de esos hijos da origen a una nación. Según la Biblia hebrea, el número de todos esos hijos es 70; según la versión griega que circulaba en el tiempo de Jesús (la versión de los LXX ), el número de ellos es 72. Por otro lado, el episodio de los 72 enviados aparece sólo en el Evangelio de San Lucas que, como sabemos, no era judío y, por eso es más sensible a la evangelización de naciones paganas . Todo esto nos permite concluir que el número 72 ha sido elegido por su valor simbólico; significa que la misión encomendada por Jesús a sus discípulos es universal, debe alcanzar a todas las naciones de la tierra.

«¡Alegraos de que vuestros nombres estén inscritos en los cielos!»

Los setenta y dos mensajeros de Jesús están contentos de la misión cumplida y vuelven donde Jesús para contarle sus proezas misioneras. Jesús les escucha con paciencia, pero a la vez les hace caer en la cuenta de algo importante: las hazañas misioneras de las cuales han sido protagonistas no tienen valor en sí mismas; lo que realmente vale y nos debe alegrar profundamente es nuestro destino eterno con el Dios de la vida. Esta búsqueda gozosa del verdadero fin de la existencia explica y da sentido a la alegría, en sí legítima y razonable, por los éxitos apostólicos, al igual que a las penalidades y adversidades propias de vida cristiana.

El discípulo de Jesús, en efecto, no predica realidades sensiblemente captables y atractivas. Predica que el Reino de Dios ya ha llegado, predica la paz y la reconciliación a los corazones sedientos de amor, predica en medio de un mundo no pocas veces hostil y reacio a los valores del Reino, predica valiéndose y poniendo su confianza más que en los medios humanos en la fuerza que viene de lo alto. Indudablemente, «el éxito» como parámetro del trabajo apostólico no es un elemento esencial. ¡Qué diferente de los criterios del mundo!

La madre de la consolación, de la paz y de la reconciliación

Cuando Isaías, después del exilio, escribe este bellísimo texto, los judíos se encontraban dispersos por todo el imperio persa y por el Mediterráneo. El profeta, bajo la acción del Espíritu de Dios, sueña con un pueblo unido y unificado en la ciudad mística de Jerusalén. Con ojo avizor mira hacia el futuro y prevé poéticamente el momento gozoso de la reunificación. Lo hace recurriendo a la imagen de una madre de familia que reúne en torno a sí a todos sus hijos. Tiene tiernamente en sus brazos al más pequeño y lo alimenta de su propio pecho.

Todos, al reunirse de nuevo con la madre, se llenan de consuelo y se sienten inundados por una grande paz. Esta Jerusalén, madre de la consolación y de la paz; simboliza al Dios del consuelo, simboliza a Cristo, que es nuestra paz y reconciliación, simboliza a la Iglesia en cuyo seno todos somos hermanos y de cuyo amor brota la paz de Cristo que dura para siempre. La Iglesia, la de hoy y la de siempre, es en su esencia, la madre de la paz y de la reconciliación y anhela que todos seamos nuevamente «uno en el Señor».

 «Llevo en mí las señales de Cristo»

Para un cristiano, nos dice San Pablo, carece de valor estar o no circuncidado, lo único valedero es ser una «criatura nueva» en Cristo Jesús. Todo ha de estar subordinado a la consecución de este fin. San Pablo es consciente de haberlo conseguido, pues lleva en su cuerpo las señales de Jesús.

Es decir, lleva en todo su ser una señal de pertenecer a Jesús, como el esclavo llevaba una señal de pertenencia a su patrón, o, como en las religiones mistéricas, el iniciado llevaba en sí una señal de pertenencia a su dios. Como San Pablo, así debemos ser todos los cristianos, por eso puede decirnos: «Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo». Este es, además, el fin de la misión de Jesucristo: que el hombre haga suya la reconciliación que nos ha traído y a manifestar a los demás con nuestros actos y palabras que «somos de Dios».

 Una palabra del Santo Padre:

«Pero Jesús dice también a sus discípulos, encargados de precederle en el camino hacia Jerusalén para anunciar su paso, que no impongan nada: si no hallan disponibilidad para acogerle, que se prosiga, que se vaya adelante. Jesús no impone nunca, Jesús es humilde, Jesús invita. Si quieres, ven. La humildad de Jesús es así. Él invita siempre, no impone.

Todo esto nos hace pensar. Nos dice, por ejemplo, la importancia que, también para Jesús, tuvo la conciencia: escuchar en su corazón la voz del Padre y seguirla. Jesús, en su existencia terrena, no estaba, por así decirlo, «telemandado»: era el Verbo encarnado, el Hijo de Dios hecho hombre, y en cierto momento tomó la firme decisión de subir a Jerusalén por última vez; una decisión tomada en su conciencia, pero no solo: ¡junto al Padre, en plena unión con Él! Decidió en obediencia al Padre, en escucha profunda, íntima, de su voluntad. Y por esto la decisión era firme, porque estaba tomada junto al Padre. Y en el Padre Jesús encontraba la fuerza y la luz para su camino. Y Jesús era libre; en aquella decisión era libre. Jesús nos quiere a los cristianos libres como Él, con esa libertad que viene de este diálogo con el Padre, de este diálogo con Dios. Jesús no quiere ni cristianos egoístas —que siguen el propio yo, no hablan con Dios— ni cristianos débiles —cristianos que no tienen voluntad, cristianos «telemandados», incapaces de creatividad, que buscan siempre conectarse a la voluntad de otro y no son libres—. Jesús nos quiere libres, ¿y esta libertad dónde se hace? Se hace en el diálogo con Dios en la propia conciencia. Si un cristiano no sabe hablar con Dios, no sabe oír a Dios en la propia conciencia, no es libre, no es libre.

Por ello debemos aprender a oír más nuestra conciencia. Pero ¡cuidado! Esto no significa seguir al propio yo, hacer lo que me interesa, lo que me conviene, lo que me apetece… ¡No es esto! La conciencia es el espacio interior de la escucha de la verdad, del bien, de la escucha de Dios; es el lugar interior de mi relación con Él, que habla a mi corazón y me ayuda a discernir, a comprender el camino que debo recorrer, y una vez tomada la decisión, a seguir adelante, a permanecer fiel.

Hemos tenido un ejemplo maravilloso de cómo es esta relación con Dios en la propia conciencia; un ejemplo reciente maravilloso. El Papa Benedicto XVI nos dio este gran ejemplo cuando el Señor le hizo entender, en la oración, cuál era el paso que debía dar. Con gran sentido de discernimiento y valor, siguió su conciencia, esto es, la voluntad de Dios que hablaba a su corazón. Y este ejemplo de nuestro padre nos hizo mucho bien a todos nosotros, como un ejemplo a seguir.

La Virgen, con gran sencillez, escuchaba y meditaba en lo íntimo de sí misma la Palabra de Dios y lo que sucedía a Jesús. Siguió a su Hijo con íntima convicción, con firme esperanza. Que María nos ayude a ser cada vez más hombres y mujeres de conciencia, libres en la conciencia, porque es en la conciencia donde se da el diálogo con Dios; hombres y mujeres capaces de escuchar la voz de Dios y de seguirla con decisión».

Papa Francisco. Ángelus. Domingo 30 de junio de 2013.

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.

1. «La vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado» (Código de Derecho Canónico, 863). Todos estamos llamados a ser apóstoles y mensajeros del Señor. ¿En mi familia, en el trabajo, en qué situaciones concretas soy «enviado del Señor»?

2. Santo Tomás de Aquino define la alegría como el primer efecto del amor y, por lo tanto, de la entrega. Se podría decir que existen tantas clases de alegría como clases de amor. Sin embargo, la alegría de amar a Dios no puede compararse con ninguna otra. San Atanasio nos dice que: «los santos, mientras vivían en este mundo, estaban siempre alegres, como si estuvieran celebrando la Pascua». ¿Cómo vivo yo la verdadera alegría en mi vida cotidiana?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 543-556. 858-860.

Written by Rafael de la Piedra