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«Amarás a tu prójimo como a ti mismo» 378011 Full view

«Amarás a tu prójimo como a ti mismo»

Domingo de la Semana 30 del Tiempo Ordinario. Ciclo A

Lectura del Santo Evangelio según San Mateo 22,34-40

El Evangelio de este Domingo nos presenta la enseñanza más importante que Jesús nos ha dejado: «el mandamiento del amor». Lo que va a realizar ante la clara malicia de la pregunta, es algo realmente revolucionario: unir el amor a Dios con el amor al prójimo diciendo que ambos son semejantes. En la lectura del Éxodo vemos las prescripciones que debían observar los judíos en relación con los extranjeros, con las viudas, los huérfanos y todos aquellos que se veían en la necesidad de pedir prestado o dejar objetos en prenda para poder obtener lo necesario para la vida. El Señor velará siempre por estas personas ya que Él es «compasivo» y cuida de sus creaturas más necesitadas

Por otra parte, en la carta a los Tesalonicenses (Tesalonicenses 1,5c-10), Pablo alaba la fe y el apostolado de aquella naciente comunidad y comprueba que el crecimiento espiritual se debe, en primer lugar, a la apertura al Espíritu Santo. Los tesalonicenses han recibido la Palabra y se han convertido a Dios; viviendo ahora la sana tensión por la venida definitiva del Reconciliador (Éxodo 22,20-26).

«Sí él me invoca, yo lo escucharé porque soy compasivo»

La lectura del libro del Éxodo hace parte de una colección de leyes y de normas que buscan explicar y aplicar de manera práctica los principios religiosos y morales del Decálogo. Este pasaje nos enseña que no le basta a Dios que se le respete y obedezca; desea que nadie de los que han hecho la Alianza se quede al margen de su amor y por ello impone que la obediencia a sus preceptos pase por el respeto al prójimo y, de manera particular, a los menos favorecidos.

Hacer con Dios una alianza implica el ser justo con aquellos por los cuales Él se desvive: los desamparados. Es impresionante el lenguaje de la Ley acerca de las viudas, huérfanos y pobres; pero lo es más todavía el de los profetas: «aprended a hacer el bien, buscad lo justo, dad sus derechos al oprimido, haced justicia al huérfano, abogad por la viuda» (Is 1,17; ver Jr 5,28; Ez 22,7.).

Leemos en el Compendio de Doctrina Social de la Iglesia: «Del Decálogo deriva un compromiso que implica no sólo lo que se refiere a la fidelidad al único Dios verdadero, sino también las relaciones sociales dentro del pueblo de la Alianza. Estas últimas están reguladas especialmente por lo que ha sido llamado “el derecho del pobre”…El don de la liberación y de la tierra prometida, la Alianza del Sinaí y el Decálogo, están, por tanto, íntimamente unidos por una praxis que debe regular el desarrollo de la sociedad israelita en la justicia y en la solidaridad» .

«Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la ley?»

El Evangelio de este Domingo nos presenta el último de cuatro episodios en que se trata de sorprender a Jesús en error. En el primero de estos episodios, después que Jesús purificó el templo expulsando a los mercaderes, se le acercan los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo para preguntarle sobre su autoridad (Mt 21,23). En el segundo (lo hemos visto el Domingo pasado), Jesús escapa de la trampa que le han tendido los fariseos y los herodianos con su pregunta acerca de la licitud de pagar el tributo al César (Mt 22,15-22). En el episodio siguiente son los saduceos los que le presentan un caso difícil, para ridiculizar la fe en la resurrección de los muertos (Mt 22,23-33). La fe en la resurrección era uno de los puntos en que discrepaban fariseos y saduceos: «Los saduceos dicen que no hay resurrección, ni ángel, ni espíritu, mientras que los fariseos profesan todo eso» (Hch 23,8).

Pero en la introducción del episodio hay algo que a primera vista como que no corresponde: «Los fariseos, al enterarse de que Jesús había tapado la boca a los saduceos, se reunieron en grupo y uno de ellos le preguntó para tentarlo…» Si Jesús había tapado la boca a los saduceos y lo había hecho profesando la fe en la resurrección, se podría pensar que los fariseos estarían contentos y darían la razón a Jesús viendo que coincidía con ellos en un punto de doctrina. Pero no; cuando se trata de oponerse a Jesús, ellos olvidan sus discrepancias con los saduceos y están unidos buscando su ruina. Por eso, viendo que a los saduceos no les resultó perder a Jesús, lejos de defenderlo por la doctrina que había sustentado, ellos hacen un nuevo intento. Le ponen una pregunta capciosa para ver si cae y les da motivo para desprestigiarlo.

Aquí se ubica el episodio de este Domingo que es el cuarto de este tipo que con toda malicia y con ánimo de ponerle a prueba, le pregunta «Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la ley?» . La intención es tentarlo, es decir, ponerle una pregunta que induzca a Jesús a dar una respuesta errónea que les permita acusarlo o desprestigiarlo. Cuando se trató del tributo al César, Jesús ya había desenmascarado a los fariseos diciéndoles: «Hipócritas, ¿por qué me tentáis?» (Mt 22,18). Aquí nuevamente vuelven a tentarlo. Pero Jesús no reacciona de esa manera, porque la pregunta, a pesar de su intención torcida, le permite dar una enseñanza fundamental.

¿Qué respuesta esperaban?

Antes de examinar la respuesta de Jesús trataremos de descubrir en qué consiste lo capcioso de la pregunta. La pregunta parece más bien apta para que Jesús se luzca con su res¬puesta. En efecto, todo judío sabía de memoria el «Shemá Israel» y hasta el día de hoy se encuentra en el «Siddur» (el libro de oraciones) como parte de la oración nocturna diaria: «Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Dios. Bendito sea el nombre glorioso de su Reino por los siglos. Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza». Está tomado del libro del Deuteronomio donde se agrega: «Permanezcan en tu corazón estas palabras que yo te dicto hoy. Se las repetirás a tus hijos… las atarás en tu mano como una señal y serán como una insignia ante tus ojos…» (Dt 6,7-8). Es obvio que todo judío, interrogado sobre el mandamiento mayor de la ley, habría citado el «Shemá». Si la pregunta fue hecha «para tentarlo» es porque los fariseos esperaban que Jesús respondiera otra cosa. Entonces habrían tenido de qué acusarlo.

Entonces, ¿qué respuesta esperaban? Jesús había estado enseñan¬do con mucha energía el mandamiento del amor al prójimo. En el sermón de la montaña había radicalizado los mandamientos que se refieren al prójimo: «Se os ha dicho: ‘No matarás’… Pues yo os digo: ‘Todo aquel que se encolerice contra su hermano será reo’… Se os ha dicho: ‘No cometerás adulterio’. Pues yo os digo: ‘Todo el que mire una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón’… etc.»(Mt 5,21ss). Más adelante, al joven rico que le pregunta qué mandamientos tiene que cumplir para alcanzar la vida eterna, Jesús le responde: «No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 19,18-19). Y más explícitamente había enseñado: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros… Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros» (Jn 13,34; 15,12).

Es probable que los fariseos esperaran que Jesús les diera esa respuesta o alguna parecida. Pero no habían entendido su enseñanza. Jesús da la respuesta correcta: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el mayor y el primer mandamiento».

Pero en seguida agrega: «El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» . Ambos mandamientos no se pueden sepa¬rar, no se puede cumplir uno solo de ellos. El mandamien¬to del amor es uno solo, es indivisi¬ble, el mismo se dirige a Dios y al prójimo; no se trata de dos amores, sino de uno solo; cuando perece uno, perece también el otro. Esto es lo que Jesús quiere enseñar con su respuesta. Por eso concluye: «De estos dos mandamientos penden toda la ley y los profe¬tas», no de uno sino de los dos.

El mandamiento del amor

El fundamento del amor al prójimo es el amor a Dios; pero la prueba del amor a Dios es el amor al prójimo. San Juan es tajante en este criterio: «Si alguno dice: ‘Amo a Dios’ y no ama a su hermano es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y hemos recibido de Él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano» (1Jn4,20-21). Por tanto, el mandamiento: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón…» se cumple solamente «amando al prójimo como a ti mismo». Jesús los unió más estrechamente aún, si es posible, cuando dijo, a propósito del juicio final: «Todo lo que hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí lo hicisteis» (Mt 25,40).

No tenemos otro modo de expresar nuestro amor a Él que amándolo en sus hermanos más pequeños: los hambrientos, los sedientos, los forasteros, los desnudos, los enfermos, los encarcelados. San Juan de la Cruz comenta este episodio diciendo: «En la tarde de tu vida serás examinado sobre el amor», sin especificar, pues se trata de una sola virtud. Donde falta el amor a Dios lo único que nos queda entre manos es el egoísmo.

Una palabra del Santo Padre:

«En el pasaje evangélico que acabamos de proclamar, un doctor de la ley interroga a Jesús, con ánimo de ponerlo a prueba: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley?». La respuesta del Señor es directa y precisa: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón… Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los profetas» (Mt 22,36-37.39-40). Amarás. En el sentido señalado por el Evangelio, esta palabra implica una innovación profunda; más aún, es la más revolucionaria que haya resonado jamás en el mundo, porque al hombre que la escucha lo transforma radicalmente y lo impulsa a salir de su egoísmo instintivo y a entablar relaciones verdaderas y firmes con Dios y con sus hermanos.

Amarás la vida humana, la vida de toda la comunidad, la vida de la humanidad. Jesús indica un amor total y abierto a Dios y al prójimo, introduciendo así en el mundo la luz de la verdad, o sea, el reconocimiento de la absoluta superioridad del Creador y Padre, y de la dignidad inviolable de su criatura, el hombre, hijo de Dios. Amarás. Este imperativo divino constituye un llamamiento constante para cuantos quieren seguir el camino del Evangelio y contribuir a su difusión en el mundo. Ese llamamiento resuena sin cesar en la Iglesia encaminada ya hacia la histórica meta del año dos mil, que inaugurará el tercer milenio de la era cristiana.»

Juan Pablo II. Homilía en la Misa de la parroquia de San Octavio, 24 de octubre de 1993.

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. «Lo que hicisteis con uno de mis pequeñuelos, lo hicisteis conmigo» (Mt 25,40). Haz un examen de conciencia a partir de pasaje del Evangelio de San Mateo. ¿Cómo vivo de manera concreta el amor al prójimo?

2. Recemos en familia el Salmo responsorial 17(16): «El clamor del inocente».

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 2086.2093- 2094.2196.

 

Written by Rafael De la Piedra