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¿Tiene sentido tener fe hoy en día?
¿Dónde encontrar las respuestas a nuestras inquietudes más profundas?
¿Cuáles son las razones para creer?

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«Auméntanos la fe »

Domingo de la Semana 27ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C.

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 17,5-10

 

Parece evidente que el tema dominante en este Domingo es «la fe», ya que se menciona en las tres lecturas. Al final de la Primera Lectura (Habacuc 1,2-3; 2,2-4) leemos: «el justo por la fe vivirá», frase que será recogida por San Pablo en relación a la fe. Jesús en el Evangelio (San Lucas 17,5-10), ante el pedido de los apóstoles por aumentar la fe, coloca el horizonte de plenitud al que estamos llamados. La fe si bien es un don de Dios; exige de nosotros una generosa respuesta. Finalmente San Pablo exhorta a Timoteo a dar testimonio de su fe en Cristo Jesús y a aceptar la Buena Nueva recibida y custodiada en el «depósito de la fe» (segunda carta de San Pablo a Timoteo 1,6-8.13-14).

«El justo por la fe vivirá»

El profeta Habacuc, de la región de Judá, vivió a finales del siglo VII a.C. (625 – 612 a.C.) en la misma época en que vivió el profeta Jeremías. Su horizonte histórico está definido por la presencia de dos grandes reinos amenazantes: el imperio de Assur y el nuevo imperio babilónico o caldeo. Los caldeos se iban haciendo cada vez más poderosos y Habacuc no terminaba de entender que Dios justamente se iba a servir de esa nación para formar una vez más a su pueblo elegido.  Es decir iba a ayudar al pueblo a tomar consciencia de su situación actual. En las famosas cuevas de Qumrán se ha encontrado un rollo con un comentario al libro de Habacuc.

Las primeras líneas de su libro son una breve súplica en forma de lamentación: « ¿hasta cuándo?», « ¿por qué?»; que expresan el eterno clamor del hombre cuando, desde la desgracia personal, interroga a Dios por su suerte. Culminando la gran expectación, el versículo cuarto del segundo capítulo condensa lo que es la teología de la Salvación: el impío[1] o soberbio[2] «sucumbe» por no obrar rectamente; en cambio el justo, confiando solamente en Dios, salva su vida. Recibe así Habacuc una importante revelación sobre la fe que San Pablo comentará dos veces[3] y que tendrá una enorme resonancia en la teología espiritual: «el justo por la fe vivirá». Contiene esta sentencia una verdad que nunca se agota, ya sea en cuanto nos enseña que nadie puede ser justo  sin tener fe; ya en cuanto la fe  es la vida del hombre justo, el cual desfallece si le falta esa fuerza con que sobrellevar las «cruces» de la vida.

« ¡Auméntanos la fe!»

«Si tu hermano peca, repréndelo; y si se arrepiente, perdónalo». Esta sentencia de Jesús antecede al Evangelio de este Domingo. Jesús nos manda perdonar y para que esto quede claro, añade: «Si tu hermano peca contra ti siete veces al día, y siete veces se vuelve a ti, diciendo: ‘Me arrepiento’, lo perdonarás» (Lc 17,6)[4]. Esta es la doctrina de Cristo y evidentemente exige tal vez más de lo que los apóstoles eran capaces de entender, por eso le piden al Señor: «¡Auméntanos la fe!». La breve oración de los apóstoles nos revela por lo menos cuatro cosas. Ante todo la fe no es algo que podamos adquirir gracias a nuestro propio esfuerzo, como se adquiere, por ejem­plo, el dominio de una lengua, y que, por tanto, debe ser solicitada en la oración como un don gratuito que se nos da. Si Dios no nos da la fe como un don gratuito -y sólo El tiene la iniciativa-, no tendría­mos ni siquiera sensi­bilidad ante las realidades espirituales, «estaríamos en otra», como suele decir­se hoy. ¡Y así viven tantos!

Lo segundo es que Jesús puede darnos y aumentarnos la fe; siendo Jesús el destinata­rio de la oración de los apóstoles, es reconocido por ellos como el origen de este don. Esto se corrobora, porque San Lucas habla de Jesús como «el Señor» (en griego: Kyrios, es el título dado solamente a Dios). Él es el único que nos puede dar la fe. Lo tercero es que, aunque ya tengamos fe, ella es susceptible de aumen­to; nuestra fe no es todavía ni siquiera tan grande como un grano de mostaza. Por eso la actitud humilde de todo cristiano debe de ser: «Creo Señor pero aumen­ta mi fe». Finalmente, si nues­tra fe fuera robusta, incluso la naturaleza nos obedecería, pues dispondríamos del poder de Dios mismo. En otro lugar el Señor lo dice más claramen­te: «Os aseguro que si tenéis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: ‘Desplá­zate de aquí allá’, y se desplazaría, y nada os sería imposible» (Mt 17,20).

 El Catecismo recoge todo esto enseñando que «la fe es un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por El»[5]. Es una virtud por la cual confiamos absolutamen­te en Dios y fundamos nuestra vida en su Palabra. La fe no es sólo un cono­ci­miento intelectual, sino una virtud que incide en toda la vida; no es sólo la recitación de ciertas fórmu­las, sino que consiste en poner las verdades reveladas como base de nuestra existen­cia. Una virtud es un hábito adquirido, una cuali­dad interio­rizada; que forma parte del sujeto, y determina su modo de ser. La fe cuando existe en la persona, le da vida: «El justo vivirá por su fe» (Hab 2,4). Cuando alguien confiesa determinadas verdades de fe, e incluso cree en ellas, pero su vida no es coherente con lo que confiesa; entonces se dice que la fe no está formada o que está muerta. Esto lo expresa de la manera más extrema el apóstol Santiago, afirmando que esa fe la tienen también los demonios: «La fe, si no tiene obras, está realmente muer­ta…  ¿Tú crees que hay un solo Dios? Haces bien. También los demonios lo creen y tiem­blan» (Sant 2,14s).

La respuesta de Jesús

Examinemos más detalladamente la respuesta dada por Jesús: «Si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a este sicómo­ro: «Arrán­ca­te y plántate en el mar’, y os obedecería» (Lc 17,5-6). Es obvio que la fe, siendo una realidad espiritual, no puede medirse con algo material, como es un grano de mostaza. Se trata de una expresión analógica, para indicar la mínima cantidad. En efecto, en el concepto de Jesús el grano de mostaza es «la más peque­ña de todas las semillas» (Mt 13,32). La frase de Jesús está dicha en condicional, de donde se deduce que los apóstoles tienen fe, pero es aún insuficiente, menor que «un grano de mostaza», porque ellos no pueden ordenar al sicómoro que se erradi­que y se plante en el mar. El sentido de la respuesta de Jesús es éste: si con una fe tan pequeña como un grano de mostaza ya se podría trasladar los montes, ¡qué no se obtendría con una fe robusta y sólida! Nosotros tendemos a conside­rar que una fe que traslada los montes, ya es una fe inmensa.

En efecto, no nos ha tocado la suerte de conocer a nadie con una fe tan grande. Para Jesús, en cambio, eso es lo  mínimo; hay que comenzar de aquí para arriba. De aquí se concluye que, como virtud teolo­ga­l que es: no tienen límite en su intensidad. Es claro que el mensaje del Evangelio nos debe interpelar a nosotros ahora; cada uno debe examinarse a sí mismo para ver qué medida de fe tiene.

¡Somos siervos inútiles!

En la segunda parte del Evangelio de hoy, se habla de un siervo que, después de una jornada de trabajo en el campo, vuelve a la casa y sirve la mesa de su amo. Jesús pregunta: «¿Acaso el amo tiene que agradecer al siervo porque hizo lo que le fue mandado?». Y agrega: «De igual modo vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os fue mandado, decid: ‘Somos siervos inútiles[6]; hemos hecho lo que debíamos hacer’» (Lc 17,9-10). Esta segunda parte del Evangelio está relacionada con la anterior. Para ver esa relación, debemos comprender que el cumplimiento fiel de la ley de Dios por parte nuestra es también un don de Dios. En efecto, el resumen de todo lo que Dios nos manda es el precepto del amor, tal como lo dice San Pablo: «El que ama al prójimo ha cumplido la ley… Todos los precep­tos se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a tí mismo. La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su ple­nitud» (Rom 13,8-10). Pero el amor es otra de las virtudes sobrenaturales y teologales, más aún, es la más excelente de las virtudes. El amor es el don de Dios por excelencia.

El Catecismo enseña: «El Amor, que es el primer don, con­tiene todos los demás. Este amor ‘Dios lo ha derramado en nuestros corazo­nes por el Espíritu Santo que nos ha sido dado’ (Rom 5,5)»[7]. Por eso, cuando cumplimos lo que Dios nos manda, que siempre es alguna forma del amor, no hacemos más que lo que Él mismo nos concede. Él no nos tiene que agradecer por haber hecho lo que Él mismo nos concede hacer. Esto es lo que dice San Agustín en su famosa frase de las Confe­siones: «Da el cumplir lo que mandas, y manda lo que quie­ras».

Una palabra del Santo Padre:

«Y la primera (pregunta) es ésta: ¿es fácil llegar al conocimiento religioso natural, esto es, por medio de la razón; o revelado, es decir, por medio de la fe? Nosotros anticipamos la respuesta: no, no es fácil. Aunque se encuentre profundamente enraizada en el ser humano: mente, corazón, sentimiento; enraizada, decimos, la aspiración hacia Dios, no es fácil satisfacerla. Estamos esencialmente orientados hacia Él, hacia el Absoluto, hacia la razón suprema de todas las cosas, hacia el principio y el fin de todo lo que existe y ocurre; pero no conseguimos hacernos una idea adecuada de todo ello, y mucho menos una imagen sensible o fantástica satisfactoria. Nuestra religión natural, si queremos admitir una religión que, potencialmente al menos, llevamos dentro de nosotros, no será sino una búsqueda de Dios, un tentativo de acercarnos a Él.

 Aquellos mismos que, por el hecho de que piensan y quieren, dicen que llegan a la idea de Dios cual íntimo y sumo coeficiente de la verdad del pensamiento y de la bondad del querer, deben admitir la naturaleza indeterminada, y por esto nebulosa, de esta inicial y seminal conquista de Dios. Él se encuentra en el vértice de los deseos, Él se encuentra en la raíz de las búsquedas, Él está bajo el velo de una intuida inmanencia; pero Dios sigue siendo misterio, y por esto, tormento y drama del espíritu humano.

 Sabemos esto quizás por alguna íntima y deslumbrante experiencia personal; lo sabemos por las páginas más altas de los místicos y de los poetas; y lo sabemos también por los libros que consideramos divinos: dice, por ejemplo, el evangelista‑águila San Juan: «nunca nadie ha visto a Dios» (Jn 1, 18); y del mismo modo, San Pablo: «las cosas de Dios nadie las conoce sino el Espíritu de Dios» (1 Cor 2, 11). No hay que asombrarse, pues, si la cuestión religiosa ha sido difícil desde siempre; y para muchos, superficiales o supersticiosos, permanece tan presente al espíritu como insoluble….

 ¿Qué diremos, pues? ¿Es difícil, irremediablemente difícil, este problema de la religión y de la fe? ¿Es insuperable, insoluble? ¿Podemos considerarlo entonces inútil, superfluo, más aún, atormentador y nocivo? ¡Hay quién lo dice! Pero observad qué dramático es este problema: ¡es un problema ineludible! Ineludible por los datos evidentes de verdad y de realidad que contiene; ineludible por la suerte inefable de tragedia y de perdición, o de salvación, de felicidad, de vida, que este problema nos impone a cada uno de nosotros en nuestro destino existencial. ¿Y entonces? ¡Entonces comprendemos a Cristo! Comprendemos su venida, su palabra, su salvación… Él es el camino… ¡Reflexionad sobre esto!».

 Pablo VI. El problema de la fe, Catequesis, 26 de enero de 1972

 Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana 

  1. Necesitamos tener una fe viva y operante. San Pablo nos recuerda en su segunda carta a Timoteo: «Aviva el fuego de la gracia de Dios que recibiste…porque Dios no nos ha dado un espíritu cobarde, sino un espíritu de energía, amor y buen juicio. No tengas miedo de dar la cara por Nuestro Señor». ¿Cómo vivo mi fe? ¿Es viva…?
  1. «¡Creo Señor…pero aumenta mi fe!» Pidamos, con humildad, al Señor de la Vida que aumente nuestra fe y pongamos los medios concretos para vivirla a lo largo de nuestra vida cotidiana. 
  1. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 153 – 166.

[1] El impío es considerado el que carece de rectitud en sus intenciones y en su obrar. Es el falto de piedad. Contrario y hostil a la religión.

[2] Soberbio en hebreo es el que se infla.

[3] Ver Rom 1,17 y Gal 3,11.

[4] En el lenguaje bíblico el  «siete» generalmente no tiene valor numérico; no quiere decir una unidad más que seis y una menos que ocho; el siete expresa plenitud. “Siete veces al día” significa siempre. No hay límite al perdón.

[5] Catecismo de la Iglesia Católica,153.

[6] «Siervos inútiles»: este calificativo (ajreios = inútil, bueno para nada) no parece bien adaptado al contexto, puesto que el hincapié se hace en el estado mismo de siervo; pero es la traducción literal (y tradicional) del término griego. Podíamos entender mejor «pobres siervos» ya que el adjetivo «pobres» califica la situación de los siervos, no sus disposiciones morales.

[7] Catecismo de la Iglesia Católica, 733.

 

Written by Rafael De la Piedra