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«¡Bendito el que viene en nombre del Señor!»

Domingo de Ramos. Ciclo B

Pasión de Nuestro Señor Jesucristo según San Marcos 14,1-15, 47

La Iglesia recuerda la entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén y da inicio así a la Semana Santa. El Evangelio de este Domingo se puede decir que es doble ya que por un lado, al inicio de la Misa, se lee la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén (San Marcos 11, 1- 10), acompañado por la multitud que lo aclama con ramos de olivos en la mano; y por otro lado, durante la liturgia de la Palabra, se proclama la lectura de la Pasión y Muerte según el Evangelio de San Marcos (San Marcos 14,1-15, 47). Del mismo modo que en las lecturas dominicales de la Cuaresma, la perícopa evangélica es la que marca la pauta y el tema del día; el tema del sufrimiento del Reconciliador estará presente en todas las lecturas; a excepción de la antífona de entrada que explota en el jubiloso grito mesiánico del « ¡aleluya!»

La lectura veterotestamentaria, sacada del tercer cántico del Siervo de Yavheh del profeta Isaías (Isaías 50, 4 – 7); nos habla de la obediencia sufridora del «Siervo de Dios», y desemboca en el Salmo Responsorial, con los versículos sacados del Salmo 21: «¿Dios mío, Dios mío; porqué me has abandonado?».San Pablo en su carta a los Filipenses (Filipenses 2, 6- 11) relata, en uno de los más antiguos himnos cristológicos, el movimiento kenótico – ascensional que marcará toda la vida y misión de Nuestro Señor Jesucristo; y que encontrará su plenitud en su Pasión – Muerte – Resurrección. Jesús se hace obedece obediente hasta la muerte y muerte de Cruz.

Domingo de Ramos en la Pasión

El sexto Domingo de Cuaresma o Domingo de Ramos en la Pasión ocupa un lugar muy importante en los cuarenta días previos. Por el título ya sabemos que se refiere a dos aspectos fundamentales que se funden en una sola conmemoración: la entrada de Jesús en Jerusalén y la conmemoración de la Pasión. Sabemos por el relato de la famosa peregrina Eteria que los cristianos de Jerusalén, en los inicios del siglo V, se reunían en el monte de los Olivos en las primeras horas de la tarde, para una larga liturgia de la Palabra; en seguida, al caer ya la noche, se dirigían a la ciudad de Jerusalén, llevando ramos de palmera o de olivo en las manos.

Esta costumbre fue asumida primero en las Iglesias Orientales pasando luego al Occidente (por España y las Galias) pero sin procesión. En esas regiones se entregaba en este Domingo el Símbolo de la Fe (el Credo) y se ungía a los catecúmenos leyéndose el Evangelio de San Juan 12, 1-11 (unción de Jesús en Betania), al cual se le aumentaron los versículos 12-16 (entrada de Jesús en Jerusalén). Por eso el día comenzó a llamarse de Domingo de Ramos pero no como una solemnidad propia. La bendición de los ramos de palmera así como la procesión comienzan a divulgarse alrededor del siglo VII recibiendo, en los siglos posteriores, elementos cada vez más teatrales. En el nuevo Misal existen tres formas de poder conmemorar la entrada de Jesús en Jerusalén de acuerdo a razones pastorales.

¿Qué sucedió para cambiar tan rápido de opinión?

Al participar de esta Solemnidad uno no deja de sorprenderse por el contraste tan evidente entre ambos momentos de la liturgia. Los mismos que acompañaban, que aclamaban, que jubilosos reconocían a Jesús como el Mesías prometido; ésos mismos, pocos días después exigirán a gritos que sea crucificado. ¿Qué ocurrió en esos días para explicar este cambio? Ocurrió que Jesús cayó en desgracia y así perdió todo el favor popular. Los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos mandaron gente con espadas y palos a detenerlo, y Jesús se entregó mansamente para ser llevado ante Pilato y ser acusado. Viendo el pueblo que Jesús no reaccionaba con poder, sino que se dejaba escupir y abofetear le volvió la espalda. Sin embargo no podemos olvidar que existe un plano más profundo que es la encarnizada lucha que se va a dar entre las fuerzas del bien y del mal; entre la vida y la muerte.

«¡Bendito el reino que viene, de nuestro padre David!»

Jesús entró en Jerusalén proveniente de Jericó. Atravesó Jericó acompañado de una gran muchedumbre. Y entonces un ciego se pone a gritar: «¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mi!» (Mc 10,47). Jesús lo hace llamar y le devuelve la vista. Con esto quedaba demostrado que Él era efectivamente el «hijo de David». La gente no podía menos que recordar la profecía que Natán dijo a David, el Ungido (Mesías) de Dios: «Afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas y consolidaré el trono de su realeza para siempre… ante mí; tu trono estará firme eternamente» (2Sam 7,12.16). Esta era la fama que había precedido a Jesús en su entrada a Jerusalén. Por eso gritan a su paso:«¡Bendito el reino que viene, de nuestro padre David!»

Cuando decían eso, decían literalmente una profecía que se cumplía en Jesús, pero no entendían lo que decían. Jesucristo era Rey, el Rey anunciado, pero en el sentido que Dios lo enten¬día, no en el sentido que lo entendían los hombres. El Rey de Israel tenía que actuar como hijo de Dios, de manera que fuera Dios el que reinara por medio de él sobre su pueblo. También esto estaba dicho en la profecía de Natán acerca del «hijo de David»: «Yo seré para él padre y él será para mi hijo» (2Sam 7,14). Jesús no cedió nunca a la tentación de un poder terreno; pero este aspecto de la profecía de Natán lo vivió con absoluta fidelidad. El reino de Dios estaba presente en Él porque Él era Hijo de Dios. Y éstas son las dos cosas que constituyen el núcleo de la predicación de Jesús: el Reino de Dios y la paternidad divina.

El Rey prometido a Israel

Jesús entró a Jerusalén como Rey, según su verdadera condición. Llama la atención de que, a pesar de ser tan solemne la ocasión (según el Evangelio de Marcos, ésta es la única vez que Jesús viene a Jerusalén), el relato se detenga con tanto detalle en el tema del asno. Cuatro veces se menciona este animal en el breve relato. Si la entrada de Jesús en Jerusalén se relata en 10 versículos, 7 de ellos se emplean en explicar cómo se obtuvo el asno sobre el cual Jesús se sentó. Más todavía nos sorprende leer que el mismo Jesús a los que envió a traer el asno ordenó decir: «El Señor lo necesita». Es la única vez en el Evangelio en que Jesús expresa una necesidad. A Marta, que se agitaba por muchas cosas, Él había enseñado: «Hay necesidad de pocas cosas, o mejor, de una sola» (Lc 10,4¬2). ¿Por qué necesita Jesús un asno para entrar en Jerusalén?

Cuando el Evangelista Mateo, leyendo a Marcos, compone su propio Evangelio, se hace la misma pregunta, y encuentra la respuesta en una antigua profecía: «Esto sucedió para que se cumpliese el oráculo del profeta: ‘Decid a la hija de Sión: He aquí que tu Rey viene a ti, manso y montado en un asno, en un borrico, hijo de animal de yugo’» (Mt 21,4). En efecto, así estaba escrito en el libro del profeta Zacarías (9,9). Jesús se procuró un asno y lo consideró necesario para entrar en Jerusalén porque tenía que entrar como el Rey prometido a Israel. El puede prescindir de todo – «no tiene dónde reclinar su cabeza» (Mt 8,20)-; pero nunca de algo que tenga relación con su misión, porque la misión que le encomendó su Padre es esa «única cosa necesaria».

Sabemos que en diversas ocasiones la gente se dirigió a Jesús llamándolo «hijo de David». Pero si nos preguntamos: ¿Quién es el hijo de David que heredó su trono?, la respuesta correcta es: Salomón. Es interesante repasar la histo¬ria del reinado de David y de su sucesión tal como se relata en los libros de los Reyes. Allí veremos que David, ya anciano, dio a sus ministros estas disposiciones para asegurar el trono a su hijo Salomón: «Haced montar a mi hijo Salomón sobre mi propia mula y bajadlo a Guijón. El sacerdote Sadoq y el profeta Natán lo ungirán allí como Rey de Israel, tocaréis el cuerno y gritaréis: ¡Viva el Rey Salomón! Subiréis luego detrás de él, y vendrá a sentarse sobre mi trono y él reinará en mi lugar porque lo pongo como jefe de Israel y Judá» (1R 1,33-35). Los presentes interpretaron estas instruc¬ciones como mandato de Dios, exclamando: «Amen. Así habla Yahveh, Dios de mi señor el rey» (1R 1,36). Las órdenes de David se cum¬plie¬ron y la entrada de Salomón fue apoteósica: «Hicieron montar a Salomón sobre la mula del rey David… El sacerdote Sadoq tomó de la tienda el cuerno de aceite y ungió a Salomón, tocaron el cuerno y todo el pueblo gritó: ¡Viva el Rey Salomón! Subió después todo el pueblo detrás de él; la gente tocaba las flautas y manifestaba tan gran alegría que la tierra se hendía con sus voces» (1Re 1,38-40).

Salomón fue hijo de David, entró a Jerusalén montado en una mula, fue ungido (Mesías) y reinó sobre la casa de Jacob (así se llama a Israel y Judá unidos); pero no se cumple en él la palabra dicha a David acerca de su hijo: «Yo consolidaré el trono de su realeza para siempre» (2S 7,13). Esta profecía es verdad sólo en Jesucristo, a quien proclamamos Rey del Universo hasta hoy y así lo haremos hasta el fin del mundo.

 ¡Hosanna!

En cada misa que participamos repetimos la aclamación «¡Hosanna!» en la recitación del «Santo». Es probable que la hayamos cantado miles de veces y ahora la escuchamos en la entrada a Jerusalén…pero ¿cuál es su significado? Esta palabra es la trascripción griega de un verbo imperativo en hebreo que sonaría: hoshiá-na. El verbo es «hoshiá» que significa salvar, liberar. El sujeto era generalmente Dios como vemos en los salmos 21,1; 20,9; 28,9. Pero sobre todo en el Salmo 18,25-27 es muy significativo: «¡Ah, Yahveh, da la salvación!¡Ah, Yahveh, da el éxito! ¡Bendito el que viene en el nombre de Yahveh!… ¡Cerrad la procesión, ramos en mano, hasta los cuernos del altar!». Por eso en cada misa pedimos a Dios que nos salve y reconocemos que esa salvación nos ha sido dada por Jesucristo. El mismo nombre de Jesús significa: «Yahvé salva».

Es importante registrar lo que gritaba el pueblo al paso de Jesús: «¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!…¡Hosanna en las alturas!». Así fue aclamado Jesús a su entrada en Jerusalén. Estos gritos iban a desencadenar los hechos que lo llevaron a su muerte en la cruz. Todos reconocemos en esos gritos de júbilo la misma aclamación que en cada Misa introduce la plegaria eucarística. Si con esa aclamación se dio entrada a Jesús en Jerusalén, donde iba a ofrecerse en sacrificio muriendo en la cruz, es significativo que se cante esa aclamación en la acción sacramental que va a hacer presente sobre el altar ese mismo sacrificio con toda su eficacia salvífica. Por eso resulta inoportuno que al canto del «Sanctus» se le acomoden otras palabras. En efecto, adoptar otras palabras en ese lugar de la Misa hace perder toda la ambientación de lo que se está conmemorando.

Una palabra del Santo Padre:

« Esta semana comienza con una procesión festiva con ramas de olivo: todo el pueblo acoge a Jesús. Los niños y los jóvenes cantan, alaban a Jesús. Pero esta semana va adelante en el misterio de la muerte de Jesús y de su resurrección. Hemos escuchado la Pasión del Señor. Nos hará bien preguntarnos ¿Quién soy yo? ¿Quién soy yo ante mi Señor? ¿Quién soy yo, delante de Jesús entrando en Jerusalén en este día de fiesta? ¿Soy capaz de expresar mi alegría, de alabarlo? ¿O tomo las distancias? ¿Quién soy yo, delante de Jesús que sufre? Hemos oído muchos nombres: tantos nombres.

El grupo de líderes religiosos, algunos sacerdotes, algunos fariseos, algunos maestros de la ley que había decidido matarlo. Estaban esperando la oportunidad de apresarlo ¿Soy yo como uno de ellos? Incluso hemos oído otro nombre: Judas. 30 monedas. ¿Yo soy como Judas? Hemos escuchado otros nombres: los discípulos que no entendían nada, que se quedaron dormidos mientras el Señor sufría.

¿Mi vida, está dormida? ¿O soy como los discípulos, que no entendían lo que era traicionar a Jesús? ¿O como aquel otro discípulo que quería resolver todo con la espada: soy yo como ellos? ¿Yo soy como Judas, que finge amar y besa Maestro para entregarlo, para traicionarlo? ¿Soy yo, un traidor? ¿Soy como aquellos líderes religiosos que tienen prisa en organizar un tribunal y buscan falsos testigos? ¿Soy yo como ellos?

Y cuando hago estas cosas, si las hago, ¿creo que con esto salvo al pueblo? ¿Soy yo como Pilato que cuando veo que la situación es difícil, me lavo las manos y no sé asumir mi responsabilidad y dejo condenar – o condeno yo – a las personas? ¿Soy yo como aquella muchedumbre que no sabía bien si estaba en una reunión religiosa, en un juicio o en un circo, y elije a Barrabás?

Para ellos es lo mismo: era más divertido, para humillar a Jesús. ¿Soy yo como los soldados que golpean al Señor, le escupen, lo insultan, se divierten con la humillación del Señor? ¿Soy yo como el Cireneo que regresaba del trabajo, fatigado, pero que tuvo la buena voluntad de ayudar al Señor a llevar la cruz?
¿Soy yo como aquellos que pasaban delante de la Cruz y se burlaban de Jesús?: “¡Pero… tan valeroso! ¡Que descienda de la cruz, y nosotros creeremos en Él!”.
La burla a Jesús… ¿Soy yo como aquellas mujeres valientes, y como la mamá de Jesús, que estaba allí, y sufrían en silencio? ¿Soy yo como José, el discípulo escondido, que lleva el cuerpo de Jesús con amor, para darle sepultura? ¿Soy yo como estas dos Marías, que permanecen en la puerta del Sepulcro, llorando, rezando? ¿Soy yo como estos dirigentes que al día siguiente fueron a los de Pilato para decir: “Pero, mira que éste decía que habría resucitado; pero que no venga otro engaño”, y frenan la vida, bloquean el sepulcro para defender la doctrina, para que la vida no salga afuera? ¿Dónde está mi corazón? ¿A cuál de éstas personas yo me parezco?

Que esta pregunta nos acompañe durante toda la semana.».

Francisco. Homilía en el Domingo de Ramos, 2014.

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.

1. Leamos y meditemos el relato entero de la Pasión y Muerte de Jesús según San Marcos.

2. ¿Cómo voy a vivir la Semana Santa? ¿Será solamente un fin de semana largo?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales 595 – 630.

https://www.youtube.com/watch?v=PeHet-_Vjo8

Written by Rafael de la Piedra