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«Buscáis a Jesús de Nazaret, el Crucificado; ha resucitado»

Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos – 2 de noviembre de 2020

Lectura del Santo Evangelio según San Marcos 15, 33-39; 16, 1- 6

 

El 2 de noviembre es el día de todos los fieles difuntos.  Ante la muerte no hay distin­ción de sexo, ni de raza, ni de condición so­cial: la muerte alcan­za a todos por igual. Con la muerte cesan también todas las diferen­cias que los hombres nos hemos creado en esta vida. Éste es justamente el vínculo entre las lecturas: la actitud que tenemos ante el misterio de la muerte. Job apoya su esperanza en la seguridad de que su: «Redentor está vivo y que él, el último, se levantará sobre el polvo» (Job 19, 1. 23-27a).  San Pablo recuerda a los filipenses (Filipenses 3,20-21) su vocación última: ser «ciudadanos del cielo». Finalmente, en el Evangelio de San Marcos leemos como la Muerte y la Resurrección de Jesús es el fundamento y la esperanza de nuestra propia resurrección.

Un poco de historia…

La conmemoración que celebramos fue instituida por San Odi­lón, quinto abad de Cluny, el año 998 cuando decretó que, en todos los monasterios bajo su jurisdicción, se hiciese una conmemoración festiva de todos los fieles difuntos el 2 de noviembre invitando a quien quisiese sumarse a esta piadosa iniciativa.  La influencia de aquella ilustre Congregación hizo que se adoptara bien pronto este uso en todo el orbe cristiano, y que este día fuese en algunas partes fiesta de guardar.

¿Qué celebramos?

Después de haber celebrado la Iglesia, en medio del regocijo la gloria de Todos los Santos que constituyen la Iglesia reinante en el Cielo, la Iglesia peregrina de la tierra extiende su maternal solicitud hasta aquel lugar de inenarrables tormentos, en que se ven sumidos aquellos que también pertenecen a la Iglesia que llamamos purgante[1]. En ninguna parte como aquí la liturgia anuncia de una manera tan explícita la misteriosa comunión que estrecha a la Iglesia triunfante con la militante y la purgante, y nunca tampoco aparece más claro el doble deber de caridad y de justicia que fluye naturalmente de su misma incorporación al Cuerpo Místico de Cristo.

Sabemos que, en virtud del dogma de fe de la Comunión de los Santos, los méritos y sufragios de los unos vienen a ser también de los demás, en virtud de una comunidad de bienes espirituales; de manera que, sin mermar los derechos de la divina justicia, que  con todo rigor se nos aplican al fin de nuestra vida, la Iglesia puede unir aquí su oración con la del cielo, y suplir por lo que falta a los fieles difuntos del Purgatorio, ofreciendo a Dios por ellas, mediante la Santa Misa, las Indulgencias, las limosnas y los sacrificios de sus hijos, los méritos sobreabundantes de la Pasión de Cristo y de sus miembros. De ahí que la liturgia ha sido siempre, el medio empleado por la Iglesia para practicar con los difuntos el deber de la caridad, que nos manda atender las necesidades del prójimo cual si fueran propias, en virtud siempre de ese lazo sobrenatural, que une en Jesús al cielo con la tierra y el Purgatorio.

«¡Yo sé que mi redentor está vivo!»

El libro de Job es un drama con muy poca acción y mucha pasión. Es la pasión que un autor genial hace sufrir a su protagonista inocente, para que su  grito brote «desde lo hondo». La pasión  o sufrimiento de Job alimenta su búsqueda de sentido en medio del inocente sufrimiento; estrellándose con las argumentaciones de sus tres amigos acerca de la retribución. La acción es sencillísima: entre un prólogo doble y un epílogo doble, se desenvuelven cuatro tandas de diálogos. Por tres veces habla cada uno de los amigos y Job responde;  la cuarta vez Job dialoga a solas con Dios. El autor de este excepcional libro vivió probablemente después del destierro y se ha alimentado en el rezo de los Salmos y ha conocido la obra de Jeremías y de Ezequiel.

El discurso se inicia con una solemne preparación ya que piensa que sus palabras deberían colocarse en una gran inscripción lapidaria con plomo incrustada en la roca. La tradición cristiana ha visto en este pasaje la esperanza en el futuro Redentor que tendrá poder para resucitarnos (ver 1Tes 4,16; 1Cor 15, 23,51) y a quien veremos con nuestros propios ojos de carne (Ap 1,7; Jn 19, 37).  San Jerónimo dice que ninguno antes de Cristo, habló de la resurrección como Job, él cual no sólo la espero, sino que la comprendió y proféticamente la vio en espíritu (ver 3,13; 14,13, Is 26,19).

Es muy interesante este concepto de la resurrección de la carne en el Antiguo Testamento ya que aún no se había revelado plenamente la verdad fundamental acerca de la vida eterna. Israel consideraba la muerte como un justo castigo al pecador, según el cual iba al «scheol»[2] (en griego Hades), que la Vulgata traduce por «infierno», pero que designaba a un tiempo el sepulcro y el lugar oscuro donde los muertos buenos y malos esperaban la resurrección del Mesías, según lo leemos en el texto y en la gran profecía de Ezequiel 37.

Según esto se explica porque Israel pusiera un acento distinto sobre el destino del alma y el cuerpo entre el día de la muerte y de la resurrección. David dice varias veces a Dios que en la muerte nadie puede alabarlo. Se resignaba a un eclipse total de la persona humana hasta que viniese una vida totalmente nueva traída por la aparición del Redentor que había sido prometido desde las primeras páginas del Génesis. El concepto claro que tenemos ahora de la visión beatífica[3] es ciertamente una preciosa verdad que contiene una manifestación de la divina misericordia.

«¡Somos ciudadanos del cielo!»

San Pablo recuerda a los hermanos de la ciudad de Filipos que vivan de acuerdo a lo que están llamados a ser ya que hay muchos que viven como «enemigos de la Cruz de Cristo…teniendo el pensamiento en lo terreno». El pensar en la propia muerte es inagotable fuente de sabiduría y prudencia. Nos dice Teófilo: «     o pensar  en nuestra última hora, cometemos muchos pecados; porque si pensáramos que el Señor ha de venir y que nuestra vida ha de concluir pronto pecaríamos menos».  

 En un sentido positivo y sin restarle nada a lo anterior, San Cipriano nos dice: «Cuando morimos pasamos de la muerte a la inmortalidad; y la vida eterna no se nos puede dar más que saliendo de este mundo. No es esa un punto final sino un paso. Al final de nuestro viaje en el tiempo, llega nuestro paso a la eternidad. ¿Quién no se apresuraría hacia un tan gran bien? ¿Quién no desearía ser cambiado y transformado a imagen de Cristo? Nuestra patria es el cielo… Allí nos aguardan un gran número de seres queridos, una inmensa multitud de padres, hermanos y de hijos nos desean; teniendo ya segura su salvación, piensan en la nuestra… Apresurémonos para llegar a ellos, deseemos ardientemente estar ya pronto junto a ellos y pronto junto a Cristo».     

 El mayor enigma…la muerte

A menudo hemos podido constatar que frente a la muerte todo se vuelve más serio, todo adquiere gravedad y mayor peso; los rostros se ponen serios y cir­cunspectos, se habla en voz baja, se evitan las actitudes festivas, las risas desapa­recen. Es que ante el problema de la muerte la pregunta sobre la condi­ción del hombre cobra una pro­fundidad que da vértigo; sobre el trasfon­do de la muerte la vida del hombre se revela en toda su gravedad y respon­sabilidad. La muerte de un ser humano es siempre inquie­tante, porque cada ser humano es único e irrepetible. Su muerte tiene el sello de lo definitivo y absoluto.

La muerte es el punto crítico por el cual podemos contro­lar la verdad de cualquier antropología. Nuestra concepción acerca del hombre, la que sustenta nuestra propia vida y nuestra conduc­ta, debe pasar el examen de la muerte y apaciguar nuestro corazón ante el interro­gante: «¿Y después qué?». Una antropología, es decir, la ciencia que responde a la pregunta: «¿Qué es el hom­bre?», se revela verdadera si logra dar una respuesta al problema de la muerte que apacigüe el corazón del hombre.

El Concilio Vaticano II en su Constitución sobre la Igle­sia en el mundo actual, verifica: «Ante la actual evolu­ción del mundo, son cada día más numerosos los que se plantean con nueva penetración las cuestiones más funda­mentales: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte, que, a pesar de tantos progresos subsiste todavía?… ¿Qué hay después de esta vida temporal?»[4]. Y la misma Constitución llega así al punto crítico: «Ante la muerte, el enigma de la condición humana alcan­za el máximo…El hombre sufre con el dolor y con la disolución progre­siva de su cuerpo. Pero su máximo tormento es el temor por la desaparición perpe­tua… La semilla de eter­nidad que en sí lleva, por ser irreductible a la sola materia, se levanta contra la muerte… Todos los esfuer­zos de la técnica moderna, por muy útiles que sean, no pueden calmar esta ansiedad del hombre». En efecto, la calma de esta ansiedad hay que buscarla en otro lugar.

Sólo la Revelación Sobrenatural da una respuesta a estos inte­rro­gantes, que es capaz de dar paz a la ansiedad del hombre. Esta respuesta permite al hombre tener una actitud ante la vida y ante su destino que está marcada por la esperanza y el amor. La Historia Sagrada nos muestra una constante: cada vez que el ser humano se aleja de Dios y desobedece a su ley, dominan las fuerzas de la muerte; en cambio, cada vez que el ser humano obedece a la ley de Dios, resurge la vida. Esta ley, que rige tam­bién hoy en cada hombre y en la sociedad, tiene su primera verificación en los orígenes mismos del ser humano, y está expresada en el relato bíblico del primer pecado del hombre. Dios le puso a Adán este precepto: «Del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin reme­dio» (Gn 2,17). La deso­be­diencia al Dios de la vida equivale a elegir la muerte. Es lo que hizo Adán, decretan­do así para él y para todo el género humano este destino: «Polvo eres y al polvo volve­rás» (Gn 3,19).

Pero Dios no abandonó al hombre al poder de la muerte, sino que envió al mundo a su Hijo único para que con su muerte en la cruz redimiera el pecado del ser humano, cuyo salario es la muerte, y con su resurrección desde la profundidad del sepulcro destru­yera la muerte y nos diera la vida. Esta es la obra reconciliadora de Jesucristo. Según su enseñanza el pecado es la muerte eterna del hombre (muerte segunda[5]), que abraza también la muerte corporal (muerte primera).

La conversión y la fe en Cristo salvan del pecado y concede la vida eterna, la cual perdura más allá de la muerte corporal y asegura la resurrección final, es decir, la que ocurrirá cuando Cristo vuelva. Así se entiende la afirmación de Jesús cuando repite dos veces: «Esta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que él me ha dado, sino que lo resucite el último día. Porque esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna y yo lo resucite el último día» (Jn 6,39-40).

La fe cristiana permite mirar la muerte de frente, sin temor. Los fieles difuntos, es decir, los que han visto en Jesucristo al Hijo de Dios Salvador y han creído en él, han muerto poseyendo ya la vida eterna. Ellos descansan ahora en el sepulcro esperando serenos en la resurrec­ción de la carne que tendrá lugar el último día. Este es el misterio que celebra hoy la Iglesia. La fe cristiana permite mirar la muerte corporal incluso con afecto fra­terno, como hace San Francis­co de Asís en su famoso Cántico de las criaturas: «Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la Muerte corpo­ral, de la cual ningún hombre viviente puede escapar. ¡Ay de aquellos que mueran en pecado mortal! Bienaventurados aquellos a quienes encuen­tre en tu santí­sima volun­tad, pues la muerte segunda no les hará mal». Esta bienaventuranza se aplica a todos nuestros queridos fieles difuntos.

Una palabra del Santo Padre:

 « Hoy es un día de recuerdo del pasado, un día para recordar a quienes caminaron antes que nosotros, a aquellos que también nos han acompañado, nos han dado la vida. Recordar, hacer memoria. La memoria es lo que hace que un pueblo sea fuerte, porque se siente enraizado en un camino, enraizado en una historia, enraizado en un pueblo. La memoria nos hace entender que no estamos solos, somos un pueblo: un pueblo que tiene historia, que tiene pasado, que tiene vida. Recordar a tantos que han compartido un camino con nosotros, y están aquí [indica las tumbas alrededor]. No es fácil recordar. A nosotros, muchas veces, nos cuesta regresar con el pensamiento a lo que sucedió en mi vida, en mi familia, en mi pueblo… Pero hoy es un día de memoria, la memoria que nos lleva a las raíces: a mis raíces, a las raíces de mi pueblo.

 Y hoy también es un día de esperanza: la segunda lectura nos ha mostrado lo que nos espera. Un cielo nuevo, una tierra nueva y la ciudad santa de Jerusalén, nueva. Hermosa es la imagen que usa para hacernos entender lo que nos espera: «Y la vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia, ataviada para su esposo» (cf. Apocalipsis 21, 2). Nos espera la belleza… Memoria y esperanza, esperanza de encontrarnos, esperanza de llegar donde está el Amor que nos creó, donde está el Amor que nos espera: el amor del Padre.

 Y entre la memoria y la esperanza está la tercera dimensión, la del camino que debemos recorrer y que recorremos. ¿Y cómo recorrer camino sin equivocarse? ¿Cuáles son las luces que me ayudarán a no equivocarme de camino? ¿Cuál es el «navegador» que Dios mismo nos ha dado, para no equivocarnos? Son las bienaventuranzas que Jesús nos enseñó en el evangelio. Estas bienaventuranzas (mansedumbre, pobreza de espíritu, justicia, misericordia, pureza de corazón) son las luces que nos acompañan para no equivocarnos de camino: este es nuestro presente. En este cementerio están las tres dimensiones de la vida: la memoria, podemos verla allí [indica las tumbas]; la esperanza, la celebraremos ahora en la fe, no en la visión; y las luces que nos guían en nuestro camino para no equivocar el camino, las hemos escuchado en el Evangelio: son las Bienaventuranzas».

 Papa Francisco. Conmemoración de los Fieles Difuntos. Viernes, 2 de noviembre de 2018.

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana. 

1. Vivimos en tiempos muy difíciles donde la muerte está muy cercana. Cristianamente recemos en familia por aquellos fieles difuntos más próximos especialmente por la pandemia que vivimos.

 2. San Pablo nos recuerda quiénes somos. Leamos todo el pasaje de Filipenses 3, 12- 21.

 3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 298.954. 958. 1030-1032. 1354. 1371. 1471-1479.

  [1] Purgar. (Del lat. purgāre). Limpiar, purificar algo, quitándole lo innecesario, inconveniente o superfluo. Sufrir con una pena o castigo lo que alguien merece por su culpa o delito.

[2] Sheol: Palabra hebrea que designa el lugar adonde van los muertos (ver Dt 32.22; Is 14.9, 11, 15). No es el destino solamente de los perdidos, sino el estado intermedio de todos los muertos. La muerte en el Antiguo Testamento lleva consigo el sentido de entrar en un lugar de sombra (Job 38.17), donde el hombre ya no tiene fuerza (Sal 88.3, 4), y donde está olvidado (Sal 88.5). No obstante, los habitantes del Sheol tienen conciencia y reciben a los nuevos muertos que entran en el lugar (Is 14.9). El equivalente griego es Hades, palabra con que se traduce Seol en la Septuaginta. En algunos pasajes bíblicos parece que el Sheol es el lugar adonde van los condenados, en contraste con el cielo. Amós 9.2 dice: «Aunque cavasen hasta el Sheol … y aunque subieren hasta el cielo». Job 11.8 y Sal 139.8 repiten la misma idea. Sin embargo, estos pasajes no hacen una distinción escatológica de los distintos destinos de los muertos, sino que indican los puntos geográficos opuestos en la dimensión vertical que imaginaba la mentalidad humana de la época (en aquel entonces se conceptuaba la ubicación del Sheol como la parte baja de la tierra). Equivale a la oposición horizontal de «oriente y occidente» (Sal 103.12). Ciertamente algunos textos indican claramente que los malos van al Sheol como castigo (Sal 9.17; 55.15; Pr 23.14), pero esto tal vez se explica por la doctrina bíblica de que la muerte es resultado del pecado (Ro 6.23). Parece que el castigo en sí no es ir al Sheol sino morir y entrar en el Sheol prematuramente. Se debe distinguir el uso figurado del Sheol en muchos pasajes como Sal 116.3 («Me encontraron las angustias del Sheol») y Jonás 2.2 (donde el Sheol equivale al vientre del pez). Es de notar que el Antiguo Testamento no da enseñanza clara sobre las condiciones en el Sheol, tampoco acerca de castigo ni de corona. En la literatura judaica posterior al Antiguo Testamento, vemos el desarrollo de la idea de que el Sheol está dividido en dos partes, una para los justos y otra para los injustos, dentro del mismo estado preliminar al destino final (Enoc 22.1-14). Es posible que Dn 12.2 refleje este mismo concepto, puesto que los muertos que «duermen en el polvo de la tierra» posteriormente «serán despertados, unos para vida eterna, y otros para vergüenza y confusión perpetua». Nunca se usa la palabra Seol en el Antiguo Testamento como la morada de Satanás y de los ángeles caídos.

[3] La vida en el cielo se llama visión beatífica porque se concibe la unión o comunión íntima con Dios con el carácter de vsión-conocimiento que implica necesariamente la compenetración por el amor. Es un enfoque donde se destaca el aspecto cognoscitivo. Otros conciben la vida eterna primordialmente como unión en el amor como elemento principal, acompañado del cognitivo. En todo caso, se trata siempre de ambos aspectos, los cuales abarca lo intelectual y lo volitivo en inmediatez total con Dios, que recibe también el nombre de contemplación.

[4] Gaudium et Spes, 10.

[5] Ver Ap. 20,14-15; 21,8.

Written by Rafael De la Piedra