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«Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas»

Domingo de la Semana 33ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 21, 5-19

El presente y el futuro son dos categorías que de alguna manera marcan las lecturas en este penúltimo Domingo del ciclo litúrgico. Los «arrogantes y malvados» del presente serán arrancados de raíz el Día de Yahveh, mientras que los que «teméis mi Nombre» serán iluminados por el sol de justicia (Malaquías 3, 19-20 (4,1-2)). Las tribulaciones y las desgracias del presente no deben perturbar la paz de los cristianos, porque, mediante su perseverancia en la fe, recibirán la salvación futura (Evangelio). San Pablo invita a los tesalonicenses a imitarle en su dedicación al trabajo, aquí en la tierra, para recibir luego en el mundo futuro la corona que no se marchita (segunda carta de San Pablo a los Tesalonicenses 3, 7-12).

He aquí que viene el Día…

Malaquías es el último de los profetas, de quien sólo conocemos el nombre «ángel, mensajero de Dios, mi mensajero». ¿Cuándo profetizó Malaquías? Por las alusiones a los matrimonios y a los diezmos, podemos ubicarlo en el tiempo de Esdras y de Nehemías, los grandes restauradores políticos y religiosos del Nuevo Israel después del exilio (hacía mediados del siglo V a.C.). Malaquías que es tan puntual en exigir la observancia de varios preceptos, abre su profecía a una visión más universalista de la salvación.

El capítulo tercero comienza y concluye con el anuncio de un mensajero que vendría, por delante del Señor. El texto hebreo incorpora los últimos seis versículos a este tercer capítulo con los números 19-24, sin embargo en algunas versiones se colocan estos versículos en un capítulo nuevo (4,1-6). Cuando llegue el Día del Señor, entonces se verá la diferencia entre justos e impíos, diferencia que la situación terrena encubre. Para los arrogantes y los que cometen impiedad será como un fuego devorador. Para los justos, en cambio, nacerá el «sol de justicia» que la exégesis católica siempre ha identificado con el mismo Jesucristo. Es interesante notar como el último de los profetas concluya su profecía anunciando al primero de ellos: Elías, que vendrá a preparar la venida del Mesías. «He aquí que yo os envío al profeta Elías antes que llegue el Día de Yahveh, grande y terrible» (Mal 3,23). Ese Elías que retorna será, en palabras del mismo Jesús, Juan Bautista. «Elías vino ya, pero no lo reconocieron sino que hicieron con él cuanto quisieron» (Mt 17,12. Ver Lc 1,17).

El segundo Templo de Jerusalén

Uno de los misterios de la historia de Israel rodea a la destrucción del templo de Jerusalén. Es el templo que Jesús conoció y admiró, como todo judío de su tiempo. San Lucas comprendió que el templo era tan fundamental en la vida de un judío, que todo su Evangelio comienza en el templo y termina en el templo. En el tiempo de Jesús el templo de Jerusalén presentaba un aspecto imponente después de cuarenta y seis años de construcción (ver Jn 2,20). Las obras comenzaron durante el reinado de Herodes el Grande el año 19 a.C. Debió estar bastante concluido y ya en funciones, cuando Jesús, recién nacido (aprox. año 6 a.C.), fue presentado al templo por sus padres. Pero no cesó de ser acrecentado y embellecido, de modo que cuando Jesús llega a Jerusalén para enfrentar su pasión y muerte, se decía con orgullo: «El que no conoce el templo de Jerusalén no sabe lo que es bello». Esto explica que algunos hicieran notar a Jesús la belleza del templo, esperando de Él un comentario de encomio; pero el comentario que Jesús hace debió dejarlos desconcertados: «Esto que veis, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra que no sea derruida». Esta es una sentencia profética que recuerda la destrucción del primer templo, el templo de Salomón, y por eso, causará tanta indignación de las autoridades judías.

Todos sabían en Israel que el primer templo había sido destruido cuando Dios lo abandonó a causa de la infidelidad de su pueblo. En ese tiempo correspondió al profeta Jeremías, parado en el patio del templo, hacer el anuncio profético: «Así dice el Señor: Si no me oís para caminar según mi ley que os propuse… entonces haré con esta Casa como hice con Silo y esta ciudad entregaré a la maldición de todas las gentes de la tierra» (Jer 26,4.6). Este oráculo trajo a Jeremías graves problemas: «Oyeron los sacerdotes y profetas y todo el pueblo a Jeremías decir estas palabras en la Casa del Señor… y lo prendieron diciendo: ‘¡Vas a morir! ¿Por qué has profetizado en nombre del Señor, diciendo: Como Silo quedará esta Casa…?»”. La destrucción del lugar santo de Silo era proverbial. La profecía de Jeremías se verificó y el templo de Salomón fue destruido en el año 587 a.C. por las tropas de Babilonia que arrasaron con Jerusalén y llevaron el pueblo al exilio . Ahora Jesús anunciaba la misma suerte para este segundo templo .

Poco antes, llorando sobre Jerusalén, había indicado el motivo: «Vendrán días sobre ti en que tus enemigos te rodearán…y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has conocido el tiempo de tu visita» (Lc 19,43.44). Los oyentes debieron haber quedado estupefactos ante estas palabras y, seguramente, también llenos de escepticismo. ¡Imposible que sea destruido el templo de Jerusalén! ¡Eso sería el fin del mundo! Por eso, preguntan: «Maestro, ¿cuándo sucederá eso? Y ¿cuál será la señal de que todas estas cosas están para ocurrir?». Jesús indica una serie de eventos que ocurrirán; pero ellos pensaban que se refería más bien al fin de la historia que a la destrucción del templo. Por eso Jesús termina con estas palabras: «Y entonces verán venir al Hijo del hombre en una nube con gran poder y gloria» (Lc 21,27).

La destrucción del Templo de Jerusalén

La destrucción del templo de Jerusalén ocurrió en el año 70 d.C. cuando Tito, el jefe de las tropas romanas, quiso reducir al último bastión de la resistencia judía. Cuando Jesús predijo su destrucción faltaban aún 30 años para llevarlo a término. Cuando se terminó de construir completamente, en el año 64 d.C., quedaron sin trabajo 18.000 obreros. ¡Seis años después sería reducido a cenizas!

Todos los intentos sucesivos de la historia por reconstruirlo han fracasado; hoy día ya es imposible, porque en la explanada del templo, construyeron los musulmanes en el siglo VIII la mezquita de Omar y poco después la mezquita de Al Aqsa, haciendo de esa explanada el segundo lugar sagrado del Islam, después de La Meca. Si ya la tensión entre judíos y musulmanes es grande, ¿qué no sería si los judíos intentaran reconstruir allí el templo? Pero tampoco pueden, aunque quisieran. Ningún judío puede poner pie allí. Es que no se sabe cuál era la ubicación exacta del Sancta Sanctorum, es decir, del lugar más sagrado donde nadie, fuera del Sumo Sacerdote, podía entrar una vez al año. Subir a la explanada sería exponerse a pisar ese lugar. Por eso hoy día se cumple otra de las profecías pronunciadas por Jesús: «Jerusalén será pisoteada por los gentiles, hasta que se cumpla el tiempo de los gentiles» (Lc 21,24). Esta profecía ciertamente se refiere a la destrucción del templo. Ese lugar no lo pisa hoy ningún judío.

 «Y ¿cuál será la señal de que todas estas cosas están para ocurrir?»

En la pregunta a Jesús acerca de las señales se pasa imperceptiblemente de la destrucción del Templo a los acontecimientos finales. Por eso se pide una señal «de todas estas cosas». Y Jesús indica algunas señales que serán previas al fin. En primer lugar dice: «Vendrán muchos usurpando mi nombre y diciendo ‘Yo soy’ y ‘el tiempo está cerca’. No les creáis». La señal es la usurpación, pero los fieles no se dejarán engañar, porque la venida final del Hijo del hombre no se compara con nada de esta historia: «Os dirán: ‘Vedlo aquí, vedlo allá’. No vayáis ni corráis detrás. Porque, como relámpago fulgurante que brilla de un extremo a otro del cielo, así será el Hijo del hombre en su Día» (Lc 17,23-24). Su venida será inconfundible.

La segunda señal es ésta: «Habrá grandes terremotos, peste y hambre en diversos lugares, habrá cosas espantosas y grandes señales del cielo». Pero antes que esto debe verificarse la tercera señal: «Os echarán mano y os perseguirán… seréis odiados por todos a causa de mi nombre». La persecución sufrida por Cristo será fuente de alegría: «Bienaventurados seréis cuando los hombres os odien… por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, que vuestra recompensa será grande en el cielo» (Lc 6,22-23). Jesús promete el premio de la vida eterna al que persevere en medio de la prueba: «Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas». En realidad, son signos imprecisos que han estado en acción desde que Jesús dejó la escena de este mundo. Por eso el fin puede acontecer ya en cualquier momento. Lo que es firme es que ese Día será dulce y vendrá como algo largamente anhelado por los que aman a Cristo y repiten continuamente: «Ven, Señor Jesús». Y será terrible para los que viven ajenos a Dios y despreocupados gozan de este mundo.

Una palabra del Santo Padre:

«En el duro período del destierro en Babilonia, el Señor devolvió la esperan¬za a su pueblo, proclamando una nueva y definitiva alianza que será sellada por una efusión sobreabundante del Espíritu (cf. Ez 36, 24 28): «Así dice el Señor: Yo mismo abriré vuestros sepulcros, y os haré salir de vuestros sepulcros, pueblo mío, y os traeré a la tierra de Israel. Y, cuando abra vuestros sepulcros y os sa¬que de vuestros sepulcros, pueblo mío, sabréis que soy el Señor. Os infundiré mi espíritu, y viviréis» (Ez 37, 12 14). Con estas palabras, Dios anuncia la renovación mesiánica de Israel, después de los sufrimientos del destierro.

Los símbolos empleados evocan muy bien el camino que la fe de Israel recorre lentamente, hasta intuir la verdad de la resurrección de la carne, que realizará el Espíritu al final de los tiempos. Esta verdad se consolida en un tiempo ya próximo a la venida de Jesucristo (cf. Dn 12, 2; 2 M 7, 9 14. 23. 36; 12, 43-45), el cual la confirma vigorosamente, reprochando a los que la negaban: “¿No estáis en un error precisamente por no entender las Escrituras ni el poder de Dios?” (Mc 12, 24). En efecto, según Jesús, la fe en la resurrección se funda en la fe en Dios, que “no es un Dios de muertos, sino de vivos” (Mc 12, 27).

Además, Jesús vincula la fe en la resurrección a su misma persona: “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn 11, 25), pues en Él, gracias al misterio de su muerte y resurrección, se cumple la promesa divina del don de la vida eterna, que implica una victoria total sobre la muerte: “Llega la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz [del Hijo] y saldrán los que hayan hecho el bien para una resurrección de vida…” (Jn 5, 28-29). “Porque ésta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en Él, tenga vida eterna y que yo le resucite el último día” (Jn 6, 40).

Esta promesa de Cristo se realizará, por tanto, misteriosamente al final de los tiempos, cuando Él vuelva glorioso “a juzgar a vivos y muertos” (2 Tm 4, 1; cf. Hch 10, 42; 1 P 4, 5). Entonces nuestros cuerpos mortales revivirán por el poder del Espíritu, que nos ha sido dado como “prenda de nuestra herencia, para redención del pueblo” (Ef 1, 14, cf. 2 Co 1, 21-22).

Con todo, no debemos pensar que la vida más allá de la muerte comienza sólo con la resurrección final, pues ésta se halla precedida por la condición especial en que se encuentra, desde el momento de la muerte física, cada ser humano. Se trata de una fase intermedia, en la que a la descomposición del cuerpo corresponde “la supervivencia y la subsistencia, después de la muerte, de un elemento espiritual, que está dotado de conciencia y de voluntad, de manera que subsiste el mismo “yo” humano, aunque mientras tanto le falte el complemento de su cuerpo” (Sagrada Congregación para la doctrina de la fe, Carta sobre algunas cuestiones referentes a la escatología, 17 de mayo de 1979: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de julio de 1979, p. 12).
Los creyentes tienen, además, la certeza de que su relación vivificante con Cristo no puede ser destruida por la muerte, sino que se mantiene más allá.

En efecto, Jesús declaró: “El que cree en mí, aunque muera, vivirá” (Jn 11, 25). La Iglesia siempre ha profesado esta fe y la ha expresado sobre todo en la oración de alabanza que dirige a Dios en comunión con todos los santos y en la invocación en favor de los difuntos que aún no se han purificado plenamente».

Juan Pablo II. Audiencia General. Miércoles 28 de octubre, 1998.

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. «Si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma», nos dice San Pablo. ¿Trabajo realmente por el Reino? ¿De qué manera concreta?

2. «Seréis odiados de todos por causa de mi nombre» es una frase muy fuerte. ¿Soy coherente con mis opciones de fe? ¿Soy perseverante o me acomodo a la opinión de los demás?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 988- 1019.

Written by Rafael De la Piedra