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« Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo» Icono Exaltación de la Cruz Ruso Escuela de Novgorod Full view

« Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo»

Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz

Lectura del Santo Evangelio según San Juan 3,13- 17

La Cruz sobre la cual Jesús sufrió y murió apenas era originalmente solo un instrumento material para la ejecución de algunos condenados a muerte. Pero ya en la época apostólica ella se transforma en símbolo de su muerte redentora y hasta en sinónimo del mismo Señor Jesús y hasta de la fe cristiana en general. Así San Pablo puede hablar de la Cruz de Jesús como fuerza de Dios (1Co 1,17) .

Los primeros vestigios de la fiesta de la exaltación de la Cruz lo encontramos en la primera mitad del. Siglo VII. Según la llamada “Crónica Alejandrina”, la emperatriz Santa Elena habría descubierto la Cruz del Señor Jesús en el monte Gólgota. Al día siguiente la Cruz habría sido expuesta solemnemente para la veneración de los fieles. Son estos los acontecimientos que originan una conmemoración anual en Constantinopla desde el siglo V y en Roma a finales del siglo VII. El 14 de septiembre las Iglesias que tenían una reliquia mayor de la Cruz (Jerusalén, Constantinopla, Roma) acostumbraban a exponerla para la veneración de los fieles en una ceremonia solemne .

Por otro lado, la liturgia galicana conocía una fiesta de la Cruz, en el siglo VII, que se celebraba el 3 de mayo. En esa fecha, en 628, el emperador Heraclio, recuperó la reliquia de la Cruz que se hallaba en manos de los persas y la llevo triunfalmente a Jerusalén. Esta fiesta también se celebraba en el Calendario Romano apareciendo con el nombre de “Invención de la Cruz” y la del 14 de septiembre bajo el nombre de “Exaltación de la Cruz”. El Beato Juan XXIII va a unificar las fiestas suprimiendo la del 3 de mayo, aunque en algunos países – por ejemplo en el Perú – se sigue celebrando en ese día la “Veneración de la Santa Cruz”.

Sin duda el centro de nuestras lecturas será el contemplar y venerar a Jesucristo Crucificado. Así como el pueblo Dios se curará al contemplar a la serpiente de bronce ; San Pablo, en este bello himno cristológico, nos invita a vivir la misma dinámica que Jesús vivió: morir a la muerte para vivir la vida eterna. Finalmente San Juan nos ofrece el hermoso y profundo diálogo entre Jesús y Nicodemo: el Verbo se hizo carne para que tengamos «vida eterna». Dios no quiere nuestra muerte sin que participemos con Él de la bienaventuranza celestial.

 «Hemos pecado por haber hablado contra Yahveh y contra ti»

El libro de los Números nos narra la historia del pueblo de Israel durante los casi 40 años de peregrinación por el desierto del Sinaí. Comienza relatando los acontecimientos que sucedieron dos años después de la salida de Egipto y termina, precisamente con la entrada en Canaán, la tierra prometida. El título del libro: «Números»; se debe a las dos numeraciones o censos de los israelitas en el monte Sinaí y en las llanuras de Moab, al otro lado del Jordán, frente a Jericó. Durante este periodo los israelitas se asentaron durante algún tiempo en el oasis de Cades Barne, y después siguieron caminando hacia una región al este del Jordán. El libro de los Números, y lo vemos en el pasaje de la lectura, es la larga y triste historia de las quejas y del descontento de Israel. Se rebelaban contra Moisés y hasta contra Dios mismo que los había librado de la miseria que vivían en Egipto. Sin embargo solamente dos personas: Caleb y Josué, entre todos los que habían salido de Egipto, fueron fieles y sobrevivieron para entrar en la tierra prometida.

La Primera Lectura narra el paso del pueblo de Israel por la tierra de los edomitas. La ocupación sedentaria de Edom no había alcanzado el golfo de Ácaba y los israelitas tomaron la ruta normal que les permitía rodear el territorio sin problemas. Algunos edomitas se dedicaban al comercio, otros a la extracción del cobre o a la agricultura. El pueblo de Israel se impacienta y cansado reniega del «pan del cielo» (ver Sal 77, 25) que ahora les parece insípido a pesar de recibirlo gratuita y diariamente. San Pablo se referirá a este pasaje diciendo: «Ni tentemos al Señor como algunos de ellos le tentaron y perecieron víctimas de las serpientes» (1Co 10,9); porque despreciar el don es despreciar al donante. Lamentablemente lo mismo sucede con nosotros cuando no valoramos el privilegio de poder recibir el verdadero «maná del cielo» – la Santa Eucaristía – en la misa dominical.

Yahveh manda al pueblo ingrato y rebelde «serpientes abrasadoras». La palabra «abrasador» proviene de la palabra «saraf», que Isaías 30, 6 representa como una serpiente alada o dragón. Por otro lado la palabra hebrea de «serpiente» también significa «abrasador» . Cuando leemos el pedido de Yahveh a Moisés, le está pidiendo colocar una serpiente de bronce sobre un mástil. Ésta serpiente, remedio contra las mordeduras, será figura de la Cruz Reconciliadora de Jesucristo. La serpiente de bronce se conservó en el Templo hasta el tiempo del rey Ezequías , quien la hizo pedazos para evitar su culto idolátrico (ver 2R 18,4).

 «Siendo de condición divina, no retuvo ávidamente ser igual a Dios»

San Pablo en este hermoso himno cristológico de la carta a los Filipenses nos descubre la infinita paradoja de la «kenosis» o abajamiento de Jesús en la cual reside todo su misterio íntimo: se hizo obediente al Padre «hasta la muerte y muerte de cruz». Por eso sin prejuicio de dejar perfectamente establecida su divinidad y su igualdad con el Padre (ver Jn 3,13; 5, 18-23), por lo cual el mismo Padre se encarga de darle testimonio de muchas maneras (ver Mt 3, 17; 5, 17; Jn 1, 33; Lc 22, 42 s); Jesús renuncia en su aspecto exterior a la igualdad con Dios y abandona todas sus prerrogativas para no ser más que el «Enviado» que habla de lo que el Padre le ha pedido que diga y las obras que le ha encomendado hacer.

«Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar…sino para que se salve»

El Evangelio hace parte de la entrevista que tuvo Nicodemo con Jesús una noche en Jerusalén. El centro de diálogo se encuentra en el versículo 11 que es el inicio de nuestra lectura evangélica: «nosotros hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto, pero vosotros no aceptáis nuestro testimonio». Ante todo, ¿quién era Nicodemo? Lo que sabemos de él es que era fariseo y miembro del consejo supremo judío (el Sanedrín). Lo veremos defendiendo a Jesús cuando los fariseos querían prenderle (Jn 7,50) y también llevando los aromas para embalsar el cuerpo del Maestro (Jn 19,39 – 42). Su nombre, en griego , quiere decir «pueblo victorioso». Nicodemo fue uno de los pocos judíos socialmente importantes que siguieron a Jesús, aunque lo hiciera con cierto recelo. La circunstancia material del encuentro tiene un profundo significado espiritual en el Evangelio de San Juan. Cuando Judas deja a Cristo era de noche (Jn 13,30). Ahora Nicodemo viene a Cristo, cuando es de noche. El primero huía de la luz; éste busca la luz en medio e la oscuridad.

Nicodemo dice a Jesús: «Rabbí, sabemos que has venido de Dios como maestro, porque nadie puede realizar las seña¬les que tú realizas si Dios no está con él». «Rabbí» quiere decir literalmente “maestro mío” en un tono muy respetuoso a diferencia de «Rabboni» que indica más afecto y cercanía. Las señales por las cuales Nicodemo se ve urgido de hablar con Jesús las leemos en los versículos anteriores: «Mientras Jesús estuvo en Jerusalén por la fiesta de la Pascua, muchos creyeron en él al ver las señales que realizaba» (Jn 2,23). Sin duda uno de los muchos que creyeron era Nicodemo. Para comprender esta reacción de la gente es necesario saber qué se entiende por «señal» en el Evangelio de San Juan. Una «señal» es un hecho milagroso. Juan lo llama «señal», porque este hecho visible por todos deja en evidencia la gloria de Jesús que supera la experiencia sensible inmediata. Por eso la señal puede suscitar en la persona – dependiendo de su apertura a la gracia – una respuesta de fe; como Tomás cuando vio ante sí a Jesús con las heridas de la Pasión y exclamó: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28).

En su diálogo con Nicodemo Jesús nos va a dejar tal vez una de las afirmaciones más impresionantes sobre el amor de Dios hacia el mundo: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna». Lo primero que hace Jesús es darnos una señal, algo que será visto por todos: «Así como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga vida eterna»». Jesús evoca un episodio muy marcante en la historia del pueblo de Israel.

Así como la serpiente de bronce, el «Hijo del hombre» tiene que ser levantado en el estandarte de la cruz para librarnos de la muerte eterna que merecemos nuestros pecados. Y es que siempre la Cruz tiene el doble sentido de, por un lado, ser elevado en la cruz y por otro, ser elevado a la gloria del Padre. Ambos movimientos coinciden. Discutiendo con los judíos Jesús les dice: «Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo Soy» (Jn 8,28). Quiere decir que allí quedará en evidencia la verdadera identidad divina de Jesús. En otra ocasión les dice: «Yo cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32).

La Santa Cruz es el signo más evidente del amor de Dios. ¿Qué explicación o motivación se puede dar al hecho de que el Hijo eterno de Dios se haya hecho hombre para morir en la cruz? No hay otra explicación ni otra motivación que el amor de Dios hacia todos y cada uno de los hombres. Es un amor gratuito, sin mérito alguno de nuestra parte. El que cree en esto es destinatario de esta promesa de Cristo: «No perecerá sino que tiene la vida eterna». El que no crea rehúsa el amor de Dios y se excluye de la salvación. San Pablo no se cansaba de contemplar este hecho y de llamar la atención de los hombres sobre la misericordia de Dios: «La prueba de que Dios nos ama es que, siendo nosotros pecadores, Cristo murió por nosotros» (Rm 5,8). Dios no podía darnos un signo mayor de su amor que la cruz de Cristo. Para eso fue elevado Jesús sobre la cruz: para que lo mire¬mos, creamos y tengamos vida eterna.

Una palabra del Santo Padre:

« El Viernes santo, centrado en el misterio de la Pasión, es un día de ayuno y penitencia, totalmente orientado a la contemplación de Cristo en la cruz. En las iglesias se proclama el relato de la Pasión y resuenan las palabras del profeta Zacarías: «Mirarán al que traspasaron» (Jn 19, 37). Y durante el Viernes santo también nosotros queremos fijar nuestra mirada en el corazón traspasado del Redentor, en el que, como escribe san Pablo, «están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» (Col 2, 3), más aún, en el que «reside corporalmente toda la plenitud de la divinidad» (Col 2, 9).

Por eso el Apóstol puede afirmar con decisión que no quiere saber «nada más que a Jesucristo, y este crucificado» (1 Co 2, 2). Es verdad: la cruz revela «la anchura y la longitud, la altura y la profundidad» -las dimensiones cósmicas, este es su sentido- de un amor que supera todo conocimiento -el amor va más allá de todo cuanto se conoce- y nos llena «hasta la total plenitud de Dios» (cf. Ef 3, 18-19). En el misterio del Crucificado «se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical» (Deus caritas est, 12). La cruz de Cristo, escribe en el siglo V el Papa san León Magno, «es fuente de todas las bendiciones y causa de todas las gracias» (Discurso 8 sobre la pasión del Señor, 6-8: PL 54, 340-342)».

Benedicto XVI. Audiencia, miércoles 12 de abril de 2006.

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. ¿Cómo es mi relación con la cruz que tengo que llevar diariamente? ¿La aceptó con docilidad? ¿Me rebelo? ¿Es mi «escalera para cielo», como decía Santa Rosa de Lima?

2. Tomemos conciencia de aquellas personas que tienen que sobrellevar situaciones mucho más difíciles de la que nosotros vivimos. Pidamos por los enfermos abandonados, por aquellos que no tienen un hogar, por los niños que son abortados, etc.

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 218 – 221. 595 – 623.

 

Written by Rafael De la Piedra