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El atleta que ridiculizó a Hitler

Jesee Owens enterró las esperanzas del «Führer» de convertir los Juegos de Berlín en un homenaje a la raza aria.

Tres carreras y un salto. Eso fue lo que le hizo falta a Jesse Owens para echar por tierra todas las esperanzas que había puesto Hitler en los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936, para demostrar al mundo la superioridad de la raza aria. En apenas seis días, aquel negro de 22 años llegado de Alabama, nieto de esclavos e hijo de un recolector de algodón, se convertía ante los ojos del «Führer» y en el corazón de un régimen que le consideraba un ser inferior, en el primer atleta de la historia en conseguir cuatro medallas de oro en unas Olimpiadas.
Con toda la parafernalia nazi desplegada en el estadio olímpico por su ministro de Propaganda, Joseph Goebbels, Hitler asistía atónito a las hazañas de un Owens que pulverizaba un record tras otro. El 3 de agosto ganaba los 100 metros, batiendo el record del mundo, inamovible durante muchos años; el día 4, el salto de longitud contra el alemán Luz Long, siendo el primer atleta que superaba los ocho metros, en otra marca que estuvo vigente un cuarto de siglo; el día 5, los 200 metros, destrozando el record olímpico, y el día 9, la carrera de 4×100, consiguiendo una nueva plusmarca mundial. «Podía pisar por encima de huevos y no romperlos», aseguraban los comentaristas, que le apodaron el «antílope de Ébano».

Hitler, según cuentan cronistas de la época, en una anécdota que Owens nunca confirmó, abandonó el estadio enfurecido con tal de no saludar al nuevo héroe del deporte afroamericano. Al parecer, el primer día el «Führer» sólo estrechó las manos de los vencedores alemanes y evitó saludar a Owens. Pero cuando el Comité Olímpico insistió en que debía aplaudir a todos los medallistas por igual, sin importar su país ni su raza, optó por no saludar a ninguno.

A Owens, convertido desde entonces en un icono de la «derrota del nazismo», jamás le importaron lo más mínimo aquellas historias sobre Hitler. De niño había lucido un cuerpo raquítico y propenso a la enfermedad, estando incluso a punto de morir de una neumonía. Había pasado su infancia recogiendo algodón de sol a sol y trabajando como vendedor de gasolina, de periódicos o de ascensorista. Ahora sólo iba a Alemania «porque era una oportunidad para viajar y tener una vida más agradable a partir del éxito», recordaba en 1980.

A él siempre le dolieron más las barreras raciales procedentes de su propio país, contra las que tuvo que luchar antes de las Olimpiadas de 1936, y después de ellas, cuando era ya el mejor atleta de todos los tiempos. «Después de Berlín, a pesar de las cuatro medallas, nadie me ofreció un trabajo decente. Y como tenía una familia que mantener, empecé ganándome la vida corriendo contra caballos», contaba el atleta años después. «Al regresar escuché todas esas historias sobre Hitler y cómo me despreció, pero en mi tierra no podía sentarme en los primeros asientos de los autobuses ni vivir donde quería. ¿Cuál es la diferencia?», se preguntaba.

Una vida pulverizando barreras hasta tocar el cielo y regresaba a Estados Unidos convertido de nuevo en un ciudadano de segunda, donde ni siquiera Roosevelt quiso recibirle en la Casa Blanca, inmerso como estaba en la campaña para las elecciones presidenciales. Su homenaje no llegó hasta 1978, dos años antes de morir.

Written by Rafael De la Piedra

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