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El Buen Samaritano: San Juan Pablo II

 

Les comparto tres bellas historias del gran San Juan Pablo II. En ellas vemos el corazón misericordioso de este gran Santo y Papa.  Jerzy Kluger, de nueve años, lleno de alegría porque él y su mejor amigo Lolek (nombre de cariño de Karol Wojtyla) habían sido admitidos a la misma escuela secundaria, fue corriendo a la Iglesia de Santa María, donde éste servía de monaguillo en la Misa. Jerzy se sentó al final de la iglesia, pero vio que dos señoras lo miraban con ceño fruncido y murmuraban entre sí.

Finalmente, una le preguntó: “¿No eres tú el hijo de Kluger?” El muchacho respondió que sí. “Pero, ¿qué haces aquí? ¡Tú eres judío! Los judíos no pueden entrar en la iglesia.” Atemorizado, Jerzy respondió: “Perdón, no lo sabía.”

Desde el altar, Lolek vio que algo raro sucedía. “¿Qué pasó?” le preguntó al terminar la Misa. Jerzy le explicó disculpándose: “Créeme, Lolek, yo no sabía que los judíos no podíamos entrar aquí.”

“¿Qué dices?” exclamó Lolek con irritación, pero no hacia Jerzy. “¿Acaso no sabe esta señora que los judíos y los católicos somos todos hijos del mismo Dios?” La señora, que aún no salía, pudo escuchar claramente; miró a los muchachos, se persignó y se marchó.

“Tú puedes venir aquí todas las veces que quieras” Lolek le aseguró a su amigo. Incluso después de haber sido elegido Papa, Karol Wojtyla mantuvo su amistad con Jerzy Kluger, consultándole a menudo sobre las relaciones entre católicos y judíos. Cuando realizó su histórica visita a Israel en 2000, Jerzy iba a su lado, como también estuvo presente otra persona cuya historia personal fue un testimonio de cómo Karol había cruzado los límites sociales.

Buen samaritano.

Sucedió en enero de 1945, dos días después de que Edith Zierer saliera de un campo de concentración nazi en Czestochowa, ciudad de Polonia. Enferma y desnutrida, la joven judía de 13 años helada de frío caminaba tambaleándose sobre la nieve antes de desplomarse en una esquina. Ignorando que sus padres y su hermana habían muerto en el Holocausto, procuraba encaminarse a su casa en Cracovia, pero ahora, demasiado débil, sólo esperaba la muerte.

La gente iba y venía sin hacerle caso, demasiado ocupados con sus propios problemas o incluso reacios a socorrer a una judía. Algunos polacos se habían arriesgado a salvar a sus vecinos judíos; pero otros, de tendencia antisemita, habían colaborado con los nazis.

El joven seminarista que finalmente vio a Edith era diferente. Le trajo una taza de té —la primera que ella bebía en tres años— y un suculento sándwich. Luego le propuso acompañarla a Cracovia, pero viendo que ella estaba demasiado débil para caminar, la cargó sobre la espalda y la llevó varias millas hasta la estación del tren. Cuando llegaron a su destino, recién ella le preguntó su nombre: “Karol Wojtyla.”

Durante años, eso fue todo lo que Edith supo de su salvador. En 1978, cuando ella vivía en Haifa, Israel, rompió a llorar al leer la noticia principal del periódico: Karol Wojtyla había sido elegido Papa.

Le escribió una carta al entonces Juan Pablo II para darle las gracias, identificándose como la muchacha que él había salvado en Polonia. Ella y el Papa se reunieron dos veces: una en Roma y otra en el Monumento Yad Vashem en Jerusalén dedicado al Holocausto, y allí, entre sollozos, Edith Zierer apenas pudo recitar una frase de la Torá judía: “El que salva una vida, es como si salvara al mundo entero.”

No un alto jefe ejecutivo. Habiendo sido elegido Papa, Karol no dejó de preocuparse por los que sufren y hacer algo al respecto, como lo experimentó Andreas Widmer, un novato guardia suizo encargado de vigilar las habitaciones papales en la Nochebuena de 1986. Solitario y nostálgico, Widmer se sentía pésimo cuando el Papa pasó frente a él camino de la Misa de gallo.

Viendo el claro pesar y los ojos rojizos del guardia, Juan Pablo se detuvo y le dijo: “Tú eres nuevo. ¿Cómo te llamas?” Y añadió: “¿Es tu primera Navidad lejos de casa, verdad?” Andreas asintió con dificultad. El Papa lo miró a los ojos, le estrechó la mano y le dijo: “Andreas, quiero agradecerte el sacrificio que estás haciendo por la Iglesia. Rezaré por ti en la Misa de esta noche.”

“Eso era todo lo que necesitaba —aseguró más tarde Widmer— Alguien había notado mi dolor, alguien se había preocupado de mí y ese alguien fue nada menos que el Papa.”

La consolación no fue el único resultado de aquel encuentro, que luego serían muchos. Un día, Juan Pablo le regaló un rosario y le aconsejó que lo rezara a menudo. No del todo devoto en esa época, Widmer tuvo que pedirle a alguien que le enseñara a rezarlo, pero cuando empezó a hacerlo, tuvo un cambio de vida, “un momento de conversión —dice él mismo— una experiencia de la presencia de Dios.”

 

Written by Rafael De la Piedra