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«El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna»

Solemnidad del Cuerpo y Sangre de Cristo. Ciclo A
Lectura del Santo Evangelio según San Juan 6, 51-58

«El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna». Estas palabras del Evangelio de San Juan (San Juan 6, 51-58) nos introducen en el misterio de la presencia Eucarística que celebramos en esta solemnidad . La liturgia nos ofrece tres elementos que orientan nuestra reflexión: la experiencia del desierto del pueblo de Israel, el alimento del camino y la vida que no es derrotada por la muerte. El libro del Deuteronomio ( Deuteronomio 8, 2-3. 14b-16a) evoca el paso del pueblo por el desierto. Este memorial tiene el objeto de despertar la responsabilidad de los oyentes con respecto a las tareas presentes. La historia enseña al pueblo de Israel que su paso por el desierto, lleno de adversidades y contratiempos; no es simplemente una situación ciega, ajena a todo sentido y significado, sino un momento de prueba. Un momento en el que Dios penetra el corazón, se hace presente y ofrece el sustento a los que desfallecen. Yahveh sale al paso de sus necesidades y les da el maná. Este alimento que el Señor ofrece en el desierto sostiene la vida del pueblo y lo ayuda a continuar la marcha.

Así como en el pasado, Israel atravesó por el desierto y Dios probó su corazón y lo mantuvo en vida, así ahora, en el presente de nuestras vidas el Señor no es ajeno a la suerte humana. En verdad, Dios es amigo de la vida y no odia nada de lo que ha creado. Esta verdad encuentra su plenitud en Cristo que ha venido para que tengamos vida y la tengamos en abundancia. Por eso nos da a comer su carne, verdadera comida, y a beber su sangre, verdadera bebida, para que tengamos vida eterna (Evangelio). Participando todos de un solo pan (Eucarístico) formamos un solo cuerpo que es la Iglesia (primera carta de San Pablo a los Corintios 10, 16-18).

«Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida»

El discurso del pan de vida que Jesús pronunció en la sinagoga de Cafarnaúm, en su primera parte, es un diálogo entre Jesús y los judíos que habían tenido la experiencia de la multiplicación de los panes y se habían saciado de ellos. Cuando Jesús promete un nuevo pan, uno que baja del cielo y da la vida al mundo, los judíos, esperando que Jesús les dé un pan mejor y más nutritivo que el anterior, le suplican: «Señor, danos siempre de ese pan» (Jn 6,34). Y esta petición da ocasión a Jesús para comenzar un verdadero discurso sobre ese pan que Él ha prometido. Pero es un discurso continuamente interrumpido por las objeciones de los oyentes, que murmuran ante las afirmaciones que Jesús va haciendo. Esto obliga a nuevas aclaraciones de parte de Jesús que nos sirven también a nosotros para entender mejor su enseñanza.

La primera de esas objeciones es: «los judíos murmuraban de Él porque había dicho: ‘Yo soy el pan que ha bajado del cielo’». ¿Qué es lo que no admiten de esa afirmación? Lo primero y más evidente que habría que objetar es que Jesús haya dicho: «Yo soy un pan». Y la reacción más obvia debió haber sido ésta: «Tú no eres ningún pan, tú eres un hombre». Pero los judíos consideran que esa afirmación de Jesús tuvo que ser hecha en sentido metafórico y la dejan pasar. Objetan, en cambio, lo que dijo acerca de su origen: «¿No es éste Jesús, hijo de José, cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo puede decir ahora: He bajado del cielo?». Pero Jesús no da respuesta a esto; su respuesta se concentra precisamente en ese punto que los judíos habían descartado, considerándolo tan absurdo, que no merecía ser objetado; ellos piensan que eso de ser «pan» no podía tener un sentido real; lo dejan pasar como algo dicho en sentido figurado. Jesús retoma lo dicho: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo», e insiste en el sentido real de la primera parte de su frase: «Si uno come de este pan vivirá para siempre; y el pan que yo les voy a dar es mi carne para la vida del mundo» .

Los judíos comienzan a considerar la posibilidad de que Jesús hubiera hablado en sentido real, pero les parece increíble lo que han oído. Ahora no murmuran, sino que «discutían entre sí los judíos» (Jn 6,52), sobre el modo cómo debían tomarse esas palabras de Jesús. Se percibe la indignación de algunos que se habrán imaginado una especie de canibalismo : «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?». Esto da lugar a que Jesús continúe su discurso, pero de manera que no quede duda alguna sobre el sentido que da a sus palabras; para darles aún más realismo agrega también la necesidad de «beber su sangre». Debemos agradecer a los judíos que hayan resistido tanto a las palabras de Jesús, pues esto lo obligó a insistir. Si Jesús dijo: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida», ¿quién puede negarlo, sin negar o su lucidez o su veracidad, es decir, sin negar su divinidad?

En efecto, si Jesús dijo eso sin saber lo que decía, quiere decir que estaba fuera de sus cabales, lo cual es imposible, si su humanidad está asumida por la Persona divina del Hijo de Dios, de manera que es éste el sujeto de sus actos y de sus palabras. Y la hipótesis de que Jesús haya dicho esas palabras sabiendo lo que decía, pero faltando a la verdad, es más imposible aún, si el que habla es el Hijo de Dios, el mismo que dijo: «Yo soy la Verdad». Por tanto, negar que la carne de Jesús sea nuestra comida y su sangre sea nuestra bebida, es lo mismo que negar la divinidad de Jesús. Y, por desgracia, son muchos los que niegan la verdad de la Eucaristía, precisamente porque ya no creen que Jesucristo sea nuestro Dios y Señor.

«El Pan bajado del cielo…»

A continuación, también se refiere Jesús al origen celestial de este pan: «Este es el pan bajado del cielo, no como el que comieron vuestros padres, y murieron; el que coma de este pan vivirá para siempre». En tiempos de Jesús los judíos creían que el maná era un pan preparado por ángeles que Dios había dado a su pueblo, haciéndolo caer del cielo. Es la convicción que expresa el libro de la Sabiduría, que es más o menos contemporáneo con Jesús: «A tu pueblo lo alimentaste con manjar de ángeles; les suministraste sin cesar desde el cielo un pan ya preparado» (Sb 16,20). Lo que Jesús quiere decir es que esos textos no describen el maná histórico, sino «el verdadero pan del cielo», un pan que estaba aún por venir y que Él daría al mundo. Los que comieron del maná histórico murieron todos en el desierto y no entraron en la tierra prometida. En cambio, el que coma del «pan vivo bajado del cielo», vivirá para siempre y entrará en el paraíso a gozar de la felicidad eterna.

La experiencia del desierto

La experiencia del Éxodo es original y a la vez ejemplar. Israel aprende de ella que, cada vez que es amenazado en su existencia, sólo tiene que acudir a Dios con confianza renovada para encontrar en Él asistencia eficaz: «Eres mi siervo, Israel. ¡Yo te he formado, tú eres mi siervo, Israel, yo no te olvido!» (Is 44, 21). Parece que Dios en su pedagogía desea llevar al alma al desierto y allí probar su corazón y hablarle al corazón. Una prueba que purifica, que hace crecer, que fortalece el alma. La experiencia de Dios pasa siempre por una especie de desierto donde el alma se desprende de sí, se purifica de sus pasiones y va ascendiendo por etapas hasta entonces desconocidas. Entonces tiene una experiencia nueva y más profunda de Dios y de su amor.

El texto del Deuteronomio nos habla de la experiencia del desierto como una prueba que desvela lo que hay en el corazón; una prueba para ver si el pueblo guarda los preceptos de Yahveh. Pero, sobre todo, se subraya que el Señor es quien da sustento a su pueblo en las horas de peligro, y que este sustento no es sólo el pan material, sino cuanto sale de la boca de Dios. Se le pide a Israel una confianza y un abandono no indiferente ante Yahveh. Se le pide que deje toda preocupación material en las manos de Dios y que se ocupe en seguir la marcha que se le ha propuesto. Un mensaje arduo: alimentarse sólo de la Palabra de Dios, confianza total sin limitaciones al Plan amoroso de Dios.

Una palabra del Santo Padre:

«Esta tarde nosotros somos la multitud del Evangelio, también nosotros buscamos seguir a Jesús para escucharle, para entrar en comunión con Él en la Eucaristía, para acompañarle y para que nos acompañe. Preguntémonos: ¿cómo sigo yo a Jesús? Jesús habla en silencio en el Misterio de la Eucaristía y cada vez nos recuerda que seguirle quiere decir salir de nosotros mismos y hacer de nuestra vida no una posesión nuestra, sino un don a Él y a los demás.

Demos un paso adelante: ¿de dónde nace la invitación que Jesús hace a los discípulos para que sacien ellos mismos a la multitud? Nace de dos elementos: ante todo de la multitud, que, siguiendo a Jesús, está a la intemperie, lejos de lugares habitados, mientras se hace tarde; y después de la preocupación de los discípulos, que piden a Jesús que despida a la muchedumbre para que se dirija a los lugares vecinos a hallar alimento y cobijo (cf. Lc 9, 12). Ante la necesidad de la multitud, he aquí la solución de los discípulos: que cada uno se ocupe de sí mismo; ¡despedir a la muchedumbre! ¡Cuántas veces nosotros cristianos hemos tenido esta tentación! No nos hacemos cargo de las necesidades de los demás, despidiéndoles con un piadoso: «Que Dios te ayude», o con un no tan piadoso: «Buena suerte», y si no te veo más… Pero la solución de Jesús va en otra dirección, una dirección que sorprende a los discípulos: «Dadles vosotros de comer».

Pero ¿cómo es posible que seamos nosotros quienes demos de comer a una multitud? «No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos a comprar de comer para toda esta gente» (Lc 9, 13). Pero Jesús no se desanima: pide a los discípulos que hagan sentarse a la gente en comunidades de cincuenta personas, eleva los ojos al cielo, reza la bendición, parte los panes y los da a los discípulos para que los distribuyan (cf. Lc 9, 16). Es un momento de profunda comunión: la multitud saciada por la palabra del Señor se nutre ahora por su pan de vida. Y todos se saciaron, apunta el Evangelista (cf. Lc 9, 17).

Esta tarde, también nosotros estamos alrededor de la mesa del Señor, de la mesa del Sacrificio eucarístico, en la que Él nos dona de nuevo su Cuerpo, hace presente el único sacrificio de la Cruz. Es en la escucha de su Palabra, alimentándonos de su Cuerpo y de su Sangre, como Él hace que pasemos de ser multitud a ser comunidad, del anonimato a la comunión. La Eucaristía es el Sacramento de la comunión, que nos hace salir del individualismo para vivir juntos el seguimiento, la fe en Él. Entonces todos deberíamos preguntarnos ante el Señor: ¿cómo vivo yo la Eucaristía? ¿La vivo de modo anónimo o como momento de verdadera comunión con el Señor, pero también con todos los hermanos y las hermanas que comparten esta misma mesa? ¿Cómo son nuestras celebraciones eucarísticas?

Un último elemento: ¿de dónde nace la multiplicación de los panes? La respuesta está en la invitación de Jesús a los discípulos: «Dadles vosotros…», «dar», compartir. ¿Qué comparten los discípulos? Lo poco que tienen: cinco panes y dos peces. Pero son precisamente esos panes y esos peces los que en las manos del Señor sacian a toda la multitud. Y son justamente los discípulos, perplejos ante la incapacidad de sus medios y la pobreza de lo que pueden poner a disposición, quienes acomodan a la gente y distribuyen —confiando en la palabra de Jesús— los panes y los peces que sacian a la multitud. Y esto nos dice que en la Iglesia, pero también en la sociedad, una palabra clave de la que no debemos tener miedo es «solidaridad», o sea, saber poner a disposición de Dios lo que tenemos, nuestras humildes capacidades, porque sólo compartiendo, sólo en el don, nuestra vida será fecunda, dará fruto. Solidaridad: ¡una palabra malmirada por el espíritu mundano!».

Papa Francisco. Homilía en la Solemnidad del Corpus Christi. Jueves 30 de mayo de 2013

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. «Esta maravillosa presencia de Cristo en medio de nosotros debería revolucionar nuestra vida», nos dice un autor espiritual. Realmente si tomamos conciencia de lo que significa que el Cristo de María, el Cristo de los milagros y de las curaciones, el Cristo que perdonó a la Magdalena, el Cristo que nos ha reconciliado con el Padre; está en medio de nosotros, sin duda cambiaríamos de vida.

2. Muchas veces no es fácil poder ir a misa con toda la familia, especialmente si tenemos hijos jóvenes.¿Qué medios podemos usar para poder celebrar en familia el «día del Señor»? Seamos creativos y perseverantes. El ejemplo que les podamos dar es sumamente importante.

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales 1373 – 1381.

Written by Rafael de la Piedra