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«El que no lleve su cruz y venga en pos de mí, no puede ser discípulo mío»

Domingo de la Semana 23ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C – 8 de septiembre de 2019
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 14, 25-33

¿Cómo ser discípulo del Señor? A lo largo de las lecturas veremos, cada vez con más claridad, cómo los pensamientos de Dios no son los pensamientos del hombre: «la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres» (1Cor 1,25). Los pensamientos del hombre se muestran, muchas veces, tímidos e inseguros ya que provienen de «un cuerpo corruptible» abrumado por las preocupaciones y marcado, no determinado, por el pecado (Sabiduría 9, 13-18). Es la sabiduría de Dios la que lleva a Jesús a manifestar claramente las condiciones para seguirlo y así ser un «verdadero discípulo» (San Lucas 14, 25-33). Finalmente vemos en la Segunda Lectura una bella expresión del discipulado, que nace de la fe y del amor, que lleva a Pablo a interceder por Onésimo ante Filemón (Filemón 1, 9b-10.12-17).

La Sabiduría de Dios

El libro de la Sabiduría, considerado el último del Antiguo Testamento (escrito alrededor del año 50 A.C.), es de corte humanista al estilo griego, cuyo influjo se hace notar, por ejemplo, en la distinción que establece entre el cuerpo y el alma (ver Sb 9,15). No obstante la sabiduría que vemos aquí no es la gnosis de la filosofía griega, sino es el conocimiento que se adquiere como don del Espíritu Santo que nos ayuda a entender los designios de Dios. La Primera Lectura hace parte de una oración para alcanzar la Sabiduría y viene a propósito del hecho contado en 1 Re 3,4-16; el sueño en que Salomón le pide a Dios sabiduría: «Concede a tu siervo un corazón atento para que sepa gobernar a tu pueblo y discernir entre el bien y el mal» (1Re 3,9). La condición indispensable para adquirir la sabiduría es tener un corazón humilde y sencillo. A los que aceptan cooperar con Él, Dios les concede la rectitud, la prudencia e incluso la autoridad para dirigir al Pueblo de Dios. Abraham, Moisés y sin duda la Virgen María; fueron llamados a realizar grandes obras (ver Lc 1, 49) porque pusieron toda su confianza en las promesas de Dios.

 Pablo intercede por Onésimo

Filemón era un cristiano de una buena posición social, quizá convertido por el mismo San Pablo. Su esclavo Onésimo se había escapado, por alguna culpa, y había ido a parar a Roma, donde Pablo le ofreció refugio y lo convirtió. La fuga de Onésimo era delito por el que incurría en graves penas, y Pablo podría resultar cómplice. Pablo no intenta resolver el problema por la vía legal, aunque sugiere estar dispuesto a compensar a Filemón, más bien traslada el problema y su resolución al gran principio cristiano del amor y la fraternidad, más fuertes que la relación jurídica de amo y esclavo. Si es que Filemón ha perdido un esclavo, puede ganar un hermano; y Pablo será agente de reconciliación en este delicado caso (ver 2Cor 5,17-21). La carta debió ser escrita desde la prisión de Roma alrededor del 61-63.

 «Caminaba con Él mucha gente…»

El Evangelio de hoy se abre con un cambio de escena. Estábamos, en la lectura del Domingo pasado, en una comida ofrecida en sábado por uno de los jefes de los fariseos, a la cual había sido invitado también Jesús. Allí, aprovechando esa situación, Jesús había dado diversas enseñanzas que tienen relación con un banquete. El Evangelio de hoy lo presenta en el camino seguido por una multitud: «Caminaba con Él mucha gente». Es difícil hacerse una idea de cuántos eran los que caminaban con Jesús. En otra ocasión el mismo evangelista dice que se reunieron para escuchar a Jesús «miríadas de personas hasta pisarse unos a otros» (Lc 12,1).

La palabra «miríada» es una transcripción de la palabra griega «myriás» que significa diez mil. Pero también se usa para designar un número indefinido muy grande, como usamos nosotros la palabra «millones». En todo caso, la imagen que se transmite es la de un gran número de personas que iban con Jesús por el camino. Es de notar que el evangelista evita cuidadosamente decir que esas numerosas personas «lo seguían», porque este término se reserva a sus discípulos. Y aquí se trata precisamente de discernir quiénes de entre esa multitud pueden llamarse «discípulos» de Jesús. Justamente en el Evangelio de hoy contiene la definición de lo que Jesús entiende por un discípulo suyo. Y esa definición no es puramente teórica, sino que tiene el valor particular de surgir de un hecho concreto de vida. Tres veces repite Jesús la misma fórmula, que parece desalentar a quien piense que seguirlo es algo bien visto, cómodo y placentero: el que no cumpla con tal cosa, «no puede ser discípulo mío».

¿Y cuál es el hecho concreto de vida del cual surgen esas tres expresiones? El Evangelio dice: «Si alguno viene donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío… El que no lleve su cruz y venga en pos de mí, no puede ser discípulo mío… El que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío». A Jesús no le interesa tanto el número de los que lo acompañan; sino la radicalidad del seguimiento. Y por eso pone esas condiciones que son de una inmensa exigencia. Para ser discípulo de Jesús se exige una adhesión total. El que lee esas condiciones puestas por Jesús debe examinarse a sí mismo seriamente para ver si merece el nombre de cristiano.

En todo caso este nombre hay que usarlo con mucha mayor cautela. Los métodos de Jesús parecen ser diametralmente opuestos a los modernos sistemas de «marketing», donde se adopta todo tipo de técnicas y argucias para conseguir un adepto o un comprador. Jesús aparece también atentando contra la popularidad de la que necesitan los políticos para hacer prevalecer sus posturas. Sin embargo, la garantía de la verdad del mensaje de Jesucristo; es que Él mismo con su Muerte y Resurrección, la ratificó. «Y si Cristo no resucitó, vacía es nuestra predicación, vacía también nuestra fe» (1Cor 15,14). Y afortunadamente tampoco la Iglesia de Cristo tiene la preocupación de la popularidad, pues no se empeña en complacer a los hombres, sino sólo a Dios. Por eso la Iglesia, aunque parezca incómoda e impopular, lo que nos enseña es la verdad. Precisamente la garantía de que su doctrina es la verdad es que no busca complacer los oídos de los hombres y mujeres.

 ¿Odiar a su padre o su madre, hermanos y hermanas…?

«Si alguno viene donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío…». Ésta es la primera condición: «odiar» a los de la propia casa y hasta la propia vida. ¿Cómo se entiende esto? En realidad, Jesús nos manda «honrar padre y madre», como se lo dijo claramente al joven rico cuando le expuso los mandamientos que eran necesarios cumplir para alcanzar la vida eterna (ver Lc 18,20). El original griego «misei», de «odiar»; tiene el sentido de posponer, descuidar o amar menos. Es decir, debe entenderse en sentido relativo; quiere decir: «en la escala de valores no tenerlos en el primer lugar», o más precisamente, en una situación de conflicto entre el amor a Cristo y el amor a esas otras personas, hay que preferir a Cristo.

«Quien no carga su cruz y me sigue no puede ser discípulo mío»

Aquí Jesús pone una condición ulterior. No se trata de amar a Cristo solamente, sino amarlo en su situación de total abajamiento, es decir, en la cruz, en ese estado en que todos lo abandonaron. La fidelidad a Jesús hasta este extremo es la prueba del verdadero discípulo. Tal vez nadie ha expresado mejor que San Pablo esta centralidad de la cruz. Por eso escribe a los Corintios: «Mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado, escándalo para los judíos y necedad para los gentiles» (1Cor 1,22-23). La cruz es para ellos (judíos y griegos) un obstáculo insuperable (escándalo), o bien, una demostración de insensatez. El discípulo de Cristo, en cambio, ve en Cristo crucificado la «fuerza de Dios y la sabiduría de Dios» (1Cor 1,24), y por eso, abraza su cruz con alegría y desea compartir con Cristo la ignominia de la cruz.

 ¿Renunciar a todos los bienes?

La fuerza de la tercera condición está en la expresión «renunciar a todos sus bienes», no sólo se trata de unos pocos bienes. Y para ilustrar esta condición, Jesús propone dos pequeñas parábolas: nadie se pone a construir una torre si no tiene con qué terminarla; nadie sale a combatir si sus tropas son insuficientes para hacer frente al enemigo. Asimismo, que nadie pretenda seguir a Cristo y ser discípulo suyo si no está dispuesto a renunciar a todos sus bienes. Tarde o temprano esos bienes le significarán un estorbo, como ocurrió con el joven rico: «se alejó de Jesús triste, porque tenía muchos bienes» (Mt 19,22). El Evangelio de hoy nos invita a examinar la radicalidad y la coherencia de nuestra adhesión a Jesús. El mártir San Ignacio de Antioquía en el siglo II conocía bien esta definición de discípulo de Cristo. Por eso cuando era llevado bajo custodia a Roma donde había de sufrir el martirio como pasto de las fieras, escribe a los cristianos de Roma para suplicarles que no hagan ninguna gestión que pueda evitarle el martirio, pues teme que para eso haya que transigir en algo de su adhesión a Cristo. Y agrega: «Más bien convenced a las fieras que ellas sean mi tumba y que no dejen nada de mi cuerpo… Cuando el mundo ya no vea ni siquiera mi cuerpo, entonces seré verdaderamente discípulo de Jesucristo».

Una palabra del Santo Padre:

Al inicio de la Cuaresma, la Iglesia «nos hace leer, nos hace escuchar este mensaje», dijo el Pontífice. Un mensaje que –afirmó– «podríamos titularlo el estilo cristiano: “Si alguien quiere seguirme, es decir, ser cristiano, ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”. Porque Él, Jesús, fue el primero en recorrer este camino». El obispo de Roma volvió a proponer las palabras del evangelio de Lucas: «El Hijo del hombre tenía que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día». Nosotros «no podemos pensar en la vida cristiana —especificó— fuera de este camino, de este camino que Él recorrió primero». Es «el camino de la humildad, incluso de la humillación, de la negación de sí mismo», porque «el estilo cristiano sin cruz no es de ninguna manera cristiano», y «si la cruz es una cruz sin Jesús, no es cristiana».

Asumir un estilo de vida cristiano significa, pues, «tomar la cruz con Jesús e ir adelante». Cristo mismo nos mostró este estilo negándose a sí mismo. Él, aun siendo igual a Dios —observó el Pontífice—, no se glorió de ello, no lo consideró «un bien irrenunciable, sino que se humilló a sí mismo» y se hizo «siervo por todos nosotros».

Este es el estilo de vida que «nos salvará, nos dará alegría y nos hará fecundos, porque este camino que lleva a negarse a sí mismo está hecho para dar vida; es lo contrario del camino del egoísmo», es decir, «el que lleva a sentir apego a todos los bienes solo para sí». En cambio, este es un camino «abierto a los demás, porque es el mismo que recorrió Jesús». Por lo tanto, es un camino «de negación de sí para dar vida. El estilo cristiano está precisamente en este estilo de humildad, de docilidad, de mansedumbre. Quien quiera salvar su vida, la perderá. En el Evangelio, Jesús repite esta idea. Recordad cuando habla del grano de trigo: si esta semilla no muere, no puede dar fruto» (cf. Jn 12, 24).

Se trata de un camino que hay que recorrer «con alegría, porque —explicó el Papa— Él mismo nos da la alegría. Seguir a Jesús es alegría». Pero es necesario seguirlo con su estilo –insistió–, «y no con el estilo del mundo», haciendo lo que cada uno puede: lo que importa es hacerlo «para dar vida a los demás, no para dar vida a uno mismo. Es el espíritu de generosidad». Entonces, el camino a seguir es éste: «Humildad, servicio, ningún egoísmo, sin sentirse importante o adelantarse a los demás como una persona importante. ¡Soy cristiano…!». Con este propósito, el Papa Francisco citó la imitación de Cristo, subrayando que «nos da un consejo bellísimo: ama nesciri et pro nihilo reputari, “ama pasar desapercibido y ser considerado una nulidad”». Es la humildad cristiana. Es lo que Jesús hizo antes».

«Pensemos en Jesús que está delante de nosotros —prosiguió—, que nos guía por ese camino. Ésta es nuestra alegría y ésta es nuestra fecundidad: ir con Jesús. Otras alegrías no son fecundas, piensan solamente, como dice el Señor, en ganar el mundo entero, pero al final se pierde y se arruina a sí mismo».

Papa Francisco. Homilía del jueves 6 de marzo de 2014. Domus Sanctae Marthae.

 Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. ¿Amo a Jesús realmente en primer lugar? ¿Qué me impide amarlo más? ¿A qué debo de renunciar?

2. Vivir el amor fraterno exige ver en el otro a mi hermano. ¿Hablemos en familia, cómo puedo hacer concreto mi amor solidario por mis hermanos, especialmente a los más necesitados?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 520. 562. 618.1506.1816.1823.1929-1948.

Written by Rafael de la Piedra