LOGO

¿Tiene sentido tener fe hoy en día?
¿Dónde encontrar las respuestas a nuestras inquietudes más profundas?
¿Cuáles son las razones para creer?

«El Reino de Dios será entregado a un pueblo que le hará producir sus frutos.» descarga Full view

«El Reino de Dios será entregado a un pueblo que le hará producir sus frutos.»

Domingo de la Semana 27 del Tiempo Ordinario. Ciclo A

Lectura del Santo Evangelio según San Mateo 21, 33 – 43

El Evangelio de este Domingo nos presenta una parábola expuesta por Jesús para expresar las relaciones de Dios con su pueblo. Las lecturas nos muestran la imagen de la viña que simboliza a Israel; una viña que es amada y cuidada por Dios, pero que, lamentablemente, no produce los frutos que se esperaban de ella. La Primera Lectura nos muestra el poema del amigo y de su viña. Este hombre ama su viña y espera de ella que dé buenas uvas, en cambio, recibe uvas silvestres, agrazones . El hombre se lamenta con razón y se pregunta: ¿qué más podía haber hecho por mi viña que no hice? Nada; ciertamente ya lo hizo todo (Isaías 5,1-7).

En el Evangelio se recoge el tema de la viña en una especie de alegoría: el dueño de la viña la arrienda a unos trabajadores que no solamente no producen los frutos esperados sino que matan a su hijo, el heredero. En ambos casos el tema de los frutos que Dios espera de Israel y de los hombres se subraya de modo especial: el hombre ha recibido mucho de Dios y debe ofrecer frutos de vida eterna, de conversión, de santidad y de caridad. Por su parte, San Pablo en la carta a los Filipenses, continuando su exposición, los exhorta a dar «el buen fruto» que es poner por obra todo lo que han recibido y aprendido de Dios (Filipenses 4, 6-9).

La canción de la viña

«Voy a cantar a mi amigo la canción de su amor por la viña…» Este hermoso poema compuesto por Isaías al comienzo de su ministerio, probablemente se basó en alguna canción popular de vendimia. El tema de la viña de Israel, elegida y luego repudiada, fue esbozado ya por Oseas (10,1), lo repetirá Jeremías (2,21; 5,10; 6,9) y Ezequiel (15,1-18). Isaías compara a Israel con la viña, que Dios había plantado y cuidado cariñosamente con la esperanza de obtener una buena y rica cosecha. «Él esperaba que diera uvas, pero dio frutos agrios. Y ahora, habitantes de Jerusalén y hombres de Judá, sean ustedes los jueces entre mi viña y yo. ¿Qué más se podía hacer por mi viña que yo no lo haya hecho?». San Gregorio Magno comentando este pasaje nos dice: «¿No vemos en estas palabras la condenación de los que abusan de las gracias? ¿No somos todos “la viña del Señor”, escogidos de entre muchos otros y destinados para la vida eterna? Por eso, los que hemos recibido más gracias que muchos otros, seremos también juzgados con mayor severidad; porque a medida que aumenten las gracias, aumenta la responsabilidad en que incurrimos».

«Recurran a la oración y a la súplica»

San Pablo sale a nuestro encuentro y nos exhorta, en la carta a los Filipenses, a recurrir al Señor por medio de la oración y de la súplica. La cristiandad de Filipos, ciudad principal de Macedonia, había enviado una pequeña subvención para aliviar la vida del apóstol en Roma. Conmovido por el gran cariño de sus hijos en Cristo les manda una carta de agradecimiento que es, a la vez, un modelo y un testimonio de ternura con que abraza a cada una de las comunidades por él fundadas. La epístola fue escrita en Roma hacia el año 63.

San Francisco de Sales nos dice acerca de la angustia y de la inquietud del corazón: «Proviene la inquietud de un inmoderado deseo de librarse del mal que se padece o de alcanzar el bien que se espera, y con todo, la inquietud y el desasosiego es lo que más empeora el mal y aleja el bien, sucediendo lo que a los pájaros, que al verse entre redes y lazos, se agitan y baten las alas para salir, con lo cual se enredan cada vez más y quedan presos. Por tanto, cuando quieras librarte de algún mal o alcanzar algún bien, ante todas las cosas, tranquiliza tu espíritu y sosiega el entendimiento y la voluntad». La vida del que espera y confía en el Señor excluye todo apego (ver Tt 2,11-13), entonces «el Dios de la paz estará con vosotros».

Los viñadores homicidas

La parábola de los viñadores homicidas es una de las únicas dos parábolas que aparecen en los tres Evangelios sinópticos . La otra, es la parábola del sembrador. Y esta sola constatación indica ya su importancia. La parábola de los viñadores asesinos constituye un compendio de la historia de la salvación de Dios para el hombre, desde la Alianza del Sinaí hasta la fundación de la Iglesia por Jesucristo como Nuevo Pueblo de Dios; pasando por los profetas y la misma persona de Cristo que anunció el Reino de Dios y fue constituido piedra angular de todo el Plan Reconciliador del Padre mediante su sacrificio pascual. Jesús presenta la imagen de un propietario que plantó una viña y la cuidó con el máximo esmero posible. «Era un propietario que plantó una viña, la rodeó de una cerca, cavó en ella un lagar y edificó una torre». La fuerza expresiva de esta descripción está amplificada, por la evocación del texto del profeta Isaías sobre la viña (Is 5, 1-7), que los oyentes no pueden dejar de recordar.

Jesús sigue exponiendo la parábola: «El propietario arrendó la viña a unos labradores y se ausentó», pero no se olvidó de su viña. Cuando llegó el tiempo de los frutos, envió a sus siervos a los labradores para recibir sus frutos. Pero los labradores los golpearon y los mataron; envió otros siervos más numerosos que los primeros y los trataron de la misma forma. Hasta aquí es sorprendente la paciencia que ha tenido el dueño; pero el auditorio comienza a irritarse con la actuación de los arrendatarios. Llega entonces el punto culminante del relato donde el dueño manda a su propio hijo. Todo el auditorio está de acuerdo que lo respetarán ya que lo contrario sería excesivo, sería una provocación contra el dueño de la viña. Sin embargo el hijo es asesinado para quedarse con la viña.

La explicación de la parábola

Ha quedado claro que en la parábola, cuando Jesús habla de «el hijo», está expresando su conciencia filial respecto de Dios. Él es el hijo que en el momento culminante fue arrojado fuera y matado; y los que fueron enviados antes que Él son los profetas. Es la misma idea que Él expresa cuando a la vista de Jerusalén suspira: «¡Jerusalén, Jerusalén, la que mata a los profetas y apedrea a los que le son enviados!» (Mt 23,37). Es la misma idea con que se introduce la carta a los Hebreos: «Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo, a quien instituyó heredero de todo» (Hb 1,1-2). En esta misma epístola reaparece el detalle de que el hijo fue arrojado fuera de la viña y allí lo mataron: «Jesús padeció fuera de la puerta» (Hb 13,12).

Por medio de la parábola de los viñadores homicidas, Jesús se está refiriendo a su propio fin. Ahora viene una reflexión y comentario, en la cual Jesús hace intervenir al auditorio para que exprese su reacción. Nadie puede quedar indiferente ante la pregunta sobre el destino de los viñadores. Le responden: «A esos miserables les dará una muerte miserable y arrendará la viña a otros labradores que le paguen los frutos a su tiempo». Sin embargo para comprender el alcance de la respuesta de Jesús hay que recordar quiénes estaban oyendo esta parábola.

El Evangelio dice que «mientras Jesús enseñaba en el Templo, se le acercaron los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo para preguntarle: ¿Con qué autoridad haces esto? ¿Quién te ha dado tal autoridad?» (Mt 21,23). A la luz de la fe en Cristo, la pregunta es absurda y deja en evidencia toda la ceguera de las autoridades judías. Jesús era el Hijo, que venía a «su propia casa», Él es la Palabra de Dios que, en el lugar de su morada, enseñaba. Hay que ser ciego para no ver con qué autoridad lo hace. Jesús responde a la pregunta proponiendo, entre otras, también esta parábola llamada «de los viñadores homicidas».

 «El Reino de Dios será entregado a un pueblo que le hará producir sus frutos.»

En la aplicación de la parábola, Jesús se pasa de «la viña» al «Reino de Dios». Jesús está hablando del Reino de Dios que se hizo presente como un don a su pueblo cuando Él vino a los suyos pero no lo recibieron. Entonces fue dado a otro pueblo. Este otro pueblo al cual fue dado Jesús y con él el Reino de Dios es la Iglesia. Para formar parte de este pueblo se nace por medio del bautismo, que consiste en acoger a Jesús como Señor. Así se verifica lo anunciado por San Juan: «A cuantos lo recibieron les dio poder ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre» (Jn 1,11-12).

La parábola que hemos leído está en el Evangelio para interpelarnos a nosotros ahora. A nosotros se nos han dado ahora los sacramentos con todas sus infinitas gracias, sobre todo, el sacramento de la Eucaristía, que contiene a Cristo mismo. Dios no podía hacer nada más grande por nosotros. Por eso espera de nosotros frutos de caridad y de santidad.

Una palabra del Santo Padre:

«En el centro del Salmo (130) se resalta la imagen de una madre con su hijo, signo del amor tierno y materno de Dios, como ya lo había presentado el profeta Oseas: «Cuando Israel era niño, yo lo amé (…). Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer» (Os 11, 1. 4). El Salmo comienza con la descripción de la actitud antitética a la de la infancia, la cual es consciente de su fragilidad, pero confía en la ayuda de los demás. En cambio, el Salmo habla de la ambición del corazón, la altanería de los ojos y «las grandezas y los prodigios» (cf. Sal 130, 1). Es la representación de la persona soberbia, descrita con términos hebreos que indican «altanería» y «exaltación», la actitud arrogante de quien mira a los demás con aires de superioridad, considerándolos inferiores a él.

La gran tentación del soberbio, que quiere ser como Dios, árbitro del bien y del mal (cf. Gn 3, 5), es firmemente rechazada por el orante, que opta por la confianza humilde y espontánea en el único Señor. Así, se pasa a la inolvidable imagen del niño y de la madre. El texto original hebreo no habla de un niño recién nacido, sino más bien de un «niño destetado» (Sal 130, 2).

Ahora bien, es sabido que en el antiguo Próximo Oriente el destete oficial se realizaba alrededor de los tres años y se celebraba con una fiesta (cf. Gn 21, 8; 1 S 1, 20-23; 2 M 7, 27). El niño al que alude el salmista está vinculado a su madre por una relación ya más personal e íntima y, por tanto, no por el mero contacto físico y la necesidad de alimento. Se trata de un vínculo más consciente, aunque siempre inmediato y espontáneo. Ésta es la parábola ideal de la verdadera «infancia» del espíritu, que no se abandona a Dios de modo ciego y automático, sino sereno y responsable. Como hemos visto, a la confianza humilde se contrapone la soberbia».

Benedicto XVI. Comentario al Salmo 130, Audiencia miércoles 10 de agosto de 2005.

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. Leamos en familia el hermoso Salmo 118 (117) que nos habla acerca de la confianza en Dios.

2. El Señor Jesús es muy claro: «Se os quitará el Reino de Dios para dárselo a un pueblo que rinda sus frutos». ¿Cuáles son los frutos que doy? ¿Qué voy a hacer?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 758-780.

 

Written by Rafael De la Piedra