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«¿Eres tú el que ha de venir?»

Domingo de la Semana 3ª del Tiempo de Adviento. Ciclo A – 15 de diciembre de 2019

Lectura del Santo Evangelio según San Mateo 11,2-11

La liturgia del tercer Domingo de Adviento destaca de manera particular la alegría por la llegada tan esperada del Mesías. Se trata de una cordial invitación para que nadie desespere por su situación, por difícil que ésta sea, ya que la salvación definitiva ya se ha dado con Jesucristo. El profeta Isaías (Isaías 35, 1-6a.10), en un bello poema, nos ofrece la bíblica imagen del desierto que florece y del pueblo que canta y salta de júbilo al contemplar la Gloria del Señor. Esta alegría se comunica especialmente al que padece tribulación y está a punto de abandonarse a la desesperanza. Santiago (Santiago 5,7-10), constatando que la llegada del Señor está ya muy cerca, invita a todos a tener esperanza y paciencia.

El Evangelio (San Mateo 11,2-11) destaca la figura de San Juan el Bautista quien en las oscuridades de la prisión dirige a Jesús una pregunta fundamental: «¿Eres tú el que estamos esperando?». Todas las expectativas de Juan descansan en la respuesta que Jesús le da: «Vayan a contar a Juan lo que ven y lo que oyen…».

 ¡Encendamos nuestra tercera vela!

Ya estamos en el corazón del Adviento y la liturgia de este tercer Domingo del tiempo de espera está llena del gozo de la Navidad que ya está próxima. En efecto, la antí¬fona que introduce la liturgia eucarística de este día es un llamado a la alegría: «Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos. ¡El Señor está cerca!» (Flp 4,4.5). La primera palabra de esta invitación, traducida al latín, ha dado tradicionalmente el nombre a este Domingo: «Gaude¬te!». Y si el color del Adviento es el morado, en este Domingo, para indi¬car que la espera pronto será colmada es el rosado.

«¿Tú eres el que ha de venir?»

El Evangelio de hoy contiene uno de los puntos más difíciles de interpretar. Juan había sido arrojado en la cárcel por Herodes . Habiendo oído de las obras de Jesús, desde la cárcel, manda preguntar acerca de su identidad. El mismo que había saltado de gozo en el vientre de su madre cuando percibió la presencia del Señor encarnado en el seno de la Virgen María, el mismo que predicando un bautismo de conversión había preparado el camino para la venida del Señor, el mismo que lo había anunciado entre los hombres y esperaba su inminente manifestación, el mismo que lo había identificado con la persona concreta de Jesús de Nazaret, ahora parece dudar.

Y para complicar aún más las cosas notemos que el Evangelio dice: «Juan había oído hablar de las obras del Cristo». Después del título del Evangelio de Mateo y de sus relatos sobre el origen de Jesús, ésta es la primera vez que se habla de «el Cristo». Si lo que Juan ha oído es que las obras que Jesús hace son las «obras del Cristo», entonces no se entiende por qué luego pregunta: «¿Eres tú el que ha de venir?», es decir: «¿Eres tú el Cristo – el Mesías?», pues las obras mismas le estaban dando una respuesta afirmativa. En el resto del relato ya no se habla más de Cristo, sino sólo de Jesús. El reconocimiento de que Jesús es el Cristo se narra solamente en el capítulo 16. Justamente la pregunta que Jesús dirige a los Doce sobre sí mismo: «Vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Pedro responde: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,15-16).

Lo que Juan ha oído

¿Cuáles son las obras de Jesús que el Evangelio ha narrado hasta ahora? Ha transmitido dos discursos de Jesús: el sermón de la montaña y el discurso apostólico, y varios milagros obrados por él: la curación de un leproso, del criado del centurión, de la suegra de Pedro; ha calmado la tempestad en el lago; ha liberado a dos endemoniados de la posesión del demonio; ha curado a un paralítico y a la mujer con flujo de sangre; ha resucitado a la hija de Jairo, ha devuelto la vista a dos ciegos, ha hecho hablar a un mudo. Después de este elenco impresionante de obras, el Evangelio hace un resumen: «Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia» (Mt 9,35). Esto es lo que Juan ha oído y que él reconoce como las «obras de Cristo».

A la pregunta de Juan Jesús responde: «Id y contad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva». Pero justamente esto es lo que Juan ya había oído. Por eso debemos concluir que esa respuesta de Jesús no va dirigida a Juan sino a sus enviados y a los demás presentes. A ellos también va dirigida la frase: «¡Dichoso aquel que no halle escándalo en mí!». Juan ya reconocía que quien hacía esas obras era el Cristo, mientras tanto los mismos apóstoles, es posible, aún no habían llegado a esa conclusión.

Solamente así se puede explicar por qué Jesús hace un impresionante reconocimiento de Juan: «Os digo que él es un profeta, y más que un profeta… En verdad os digo que no ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista». Es un testimonio impactante y que no deja duda de lo que Jesús pensaba acerca de su primo.

San Jerónimo nos ayuda a entender mejor el sentido de la pregunta del Bautista. «No pregunta, pues, como si no lo supiera, sino de la manera con que preguntaba Jesús: “¿En dónde está Lázaro?” (Jn 11, 34), para que le indicaran el lugar del sepulcro, a fin de prepararlos a la fe y a que vieran la resurrección de un muerto; así Juan, en el momento en que había de perecer en manos de Herodes, envía a sus discípulos a Cristo, con el objeto de que, teniendo ocasión de ver los milagros y las virtudes de Cristo, creyesen en Él y aprendiesen por las preguntas que le hiciesen. Que efectivamente los discípulos de Juan habían tenido cierta envidia contra Cristo, lo demuestra la pregunta siguiente, de que ya se ha hablado: “¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos con frecuencia y tus discípulos no ayunan?” (Mt 9,14)».

«Entonces se despegarán los ojos de los ciegos, y las orejas de los sordos se abrirán…»

La respuesta que Jesús da a los discípulos de Juan condensa un grupo de citas del profeta Isaías (ver Is 35,5-6; 61,1…) El primero de estos textos es justamente la Primera Lectura de este Domingo. La visión esperanzadora del profeta que consuela al pueblo oprimido se sirve de imágenes que desbordan alegría para la naturaleza hostil del desierto y para las caravanas de los repatriados que la cruzan. La esperanza de un nuevo éxodo hacia la patria alentó la fe de la generación del destierro. Unas cincuenta mil personas regresaron a Palestina cuando el edicto liberador de Ciro, rey de Persia (538 a.C.). Por otro lado, leemos cómo, en la Segunda Lectura, Santiago exhorta a los fieles de esas primeras comunidades cristianas, y a nosotros, a la fortaleza evangélica en la espera paciente y activa de la venida del Señor, imitando la esperanza del que siembra y el aguante de los profetas.

 «¡Dichoso aquel que no halle escándalo en mí!»

En la última parte de la respuesta a los discípulos de Juan, Jesús agrega a los enviados de Juan esta frase enigmática que es una bienaventuranza; pero en su contexto suena a reproche. ¿Para quién ha sido Jesús escándalo? Es decir, un obstáculo en su camino: ¿para Juan, para los enviados de Juan, para la gente que lo escuchaba entonces, o para nosotros que estamos ahora escuchando su palabra? Jesús está seguro de que él no es escándalo para Juan, quien se encontraba en la cárcel y habría de sufrir el martirio por su defensa de la pureza de la unión conyugal. En efecto, había sido encarcelado porque decía a Herodes: «No te es lícito tener la mujer de tu hermano» y sufrió el martirio a instigación de la adúltera (ver Mt 14,3-12). ¿No habría de enseñar también Jesús: «El que repudia a su mujer y se casa con otra comete adulterio» y «no separe el hombre lo que Dios ha unido» (ver Mt 19,6-9)? Ambos poseían el mismo Espíritu, tanto que cuando Jesús pregunta qué dice la gente acerca de él, la primera respuesta es: «Dicen que eres Juan el Bautista» (Mt 16,14).

Por eso las palabras más elogiosas de Jesús en todo el Evangelio están dichas acerca de Juan. «En verdad os digo que no ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista». Pero Jesús agrega: «Sin embargo el más pequeño en el Reino de los cielos es mayor que él». Este es un modo metafórico para expresar la diferencia entre dos tiempos: el tiempo en que el Reino de los cielos era futuro, aunque estuviera cerca, y el tiempo en que el Reino de los cielos está presente entre nosotros. Este último tiempo es infinita-mente superior, pues contiene en su seno la eternidad. Juan pertenece al tiempo anterior. A él llegó solamente noticia de lo que Jesús enseñó e hizo; en cambio, a los de este tiempo se dice: «Dichosos vuestros ojos porque ven, y vuestros oídos porque oyen. Pues os aseguro que muchos profe¬tas y justos desearon ver lo que vosotros veis y no lo vieron, y oír lo que vosotros oís y no lo oyeron» (Mt 13,16-17). La desgracia mayor es pertenecer a este tiempo y así y todo no ser capaces de ver ni de oír, ni de reconocer al Mesías, el Cristo.

Una palabra del Santo Padre:

«La voz del Bautista grita también hoy en los desiertos de la humanidad, que son —¿cuáles son los desiertos de hoy?— las mentes cerradas y los corazones duros, y nos hace preguntarnos si en realidad estamos en el buen camino, viviendo una vida según el Evangelio. Hoy, como entonces, nos advierte con las palabras del profeta Isaías: «Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos» (v. 4). Es una apremiante invitación a abrir el corazón y acoger la salvación que Dios nos ofrece incesantemente, casi con terquedad, porque nos quiere a todos libres de la esclavitud del pecado. Pero el texto del profeta expande esa voz, preanunciando que «toda carne verá la salvación de Dios» (v. 6). Y la salvación se ofrece a todo hombre, todo pueblo, sin excepción, a cada uno de nosotros. Ninguno de nosotros puede decir: «Yo soy santo, yo soy perfecto, yo ya estoy salvado». No. Siempre debemos acoger este ofrecimiento de la salvación. Y por ello el Año de la Misericordia: para avanzar más en este camino de la salvación, ese camino que nos ha enseñado Jesús. Dios quiere que todos los hombres se salven por medio de Jesucristo, el único mediador (cf. 1 Tim 2, 4-6).

Por lo tanto, cada uno de nosotros está llamado a dar a conocer a Jesús a quienes todavía no lo conocen. Y esto no es hacer proselitismo. No, es abrir una puerta. «¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (1 Cor 9, 16), declaraba san Pablo. Si a nosotros el Señor Jesús nos ha cambiado la vida, y nos la cambia cada vez que acudimos a Él, ¿cómo no sentir la pasión de darlo a conocer a todos los que conocemos en el trabajo, en la escuela, en el edificio, en el hospital, en distintos lugares de reunión? Si miramos a nuestro alrededor, nos encontramos con personas que estarían disponibles para iniciar o reiniciar un camino de fe, si se encontrasen con cristianos enamorados de Jesús. ¿No deberíamos y no podríamos ser nosotros esos cristianos? Os dejo esta pregunta: «¿De verdad estoy enamorado de Jesús? ¿Estoy convencido de que Jesús me ofrece y me da la salvación?». Y, si estoy enamorado, debo darlo a conocer. Pero tenemos que ser valientes: bajar las montañas del orgullo y la rivalidad, llenar barrancos excavados por la indiferencia y la apatía, enderezar los caminos de nuestras perezas y de nuestros compromisos».

Papa Francisco. Ángelus 6 de diciembre de 2015.

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. Este es el domingo de la alegría. ¿Cómo puedo vivir la alegría en mi familia ante la cercanía de la Navidad?

2. La carta de Santiago es una invitación a vivir con generosidad la paciencia. ¿Soy paciente especialmente en las dificultades cotidianas?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 274.1717. 1817-1821. 2657.

Written by Rafael De la Piedra