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¿Ha habido papas herejes en la historia de la Iglesia?

¿Todos los sucesores de Pedro han sido siempre garantes de la ortodoxia de la fe católica?

Por: P. Bernard Ardura

http://es.aleteia.org/

El pontífice romano es el garante supremo de la ortodoxia de la fe católica, la cual está llamado a custodiar, enseñar y transmitir, vigilando toda posible corrupción. Este mandato le viene al vicario de Cristo en base a su pertenencia a la sucesión apostólica petrina.

Por tanto, Pedro no puede fallar a la fe, mientras que los obispos, al contrario, a causa de sus límites humanos, pueden caer potencialmente en este riesgo, disminuyendo la plenitud, podríamos decir, al pleno cumplimiento de su función de pastores del rebaño que Dios les ha confiado.

San Jerónimo (347-419/420) – cfr. Ep. 41, 2 –, precisa que el Señor fundó su Iglesia sobre Pedro, confiriéndole, así, el culmen auctoritatis, como dice también san Agustín (354-430) en el De utilitate credendi 17, 35. San Ambrosio (339/340-397), por su parte hablaba del vínculo constituyente, por llamarlo así, ontológico, entre la Iglesia y la sede romana, casi la “esencia petrina” de la Iglesia, con su conocida definición “ubi Petrus, ibi Ecclesia”.

Los rasgos “petrinos” de la Iglesia divinamente instituida por el Señor eran patrimonio compartido de los creyentes, como expresaba san Cipriano (210 ca.-258) en su Epístola 43: una Ecclesia et cathedra una super Petrum Domini voce fondata (“[Como Dios es uno y uno es Cristo,] así hay una sola Iglesia y una sola cátedra fundada sobre Pedro por el Señor).

Para San Cipriano, en la Iglesia de Roma, o sea, en el papa, no puede haber error, tal como creían ya un siglo antes san Ignacio de Antioquía y san Ireneo de Lyon. Este decía sobre la Iglesia de Roma: “Con esta Iglesia, a causa de la más alta preeminencia, debe acordarse cualquier otra Iglesia, pues en ella se conserva la fe apostólica”.

Sin embargo, cada papa concreto es un hombre, y por tanto, ¿cabría la posibilidad, totalmente humana, de errar doctrinalmente, o mejor dicho, de no llevar a maduro complimiento o de no enunciar con suficiente adhesión a la Sagrada Escritura y a la Tradición de los Padres algunas cuestiones teológicas o morales?

La Iglesia, iluminada y guiada por el Espíritu Santo, es, por otro lado, un organismo viviente que, en su camino en la Historia, avanza en la comprensión, podríamos decir, en el “desvelamiento”, del misterio del proyecto salvífico de Dios, recordando siempre, sin embargo, la advertencia de san Pablo: “Ahora vemos como en un espejo, confusamente; después veremos cara a cara” (1Co 13, 12).

Sí, pero, ¿qué ha pasado en 2000 años de historia?

No es posible resumir en pocas líneas la compleja historia de la Iglesia en 2.000 años. En todo caso, a los pontífices no se les puede separar de su contexto, como si fueran figuras titánicamente aisladas en un trasfondo metafísicamente evanescente.

Al contrario. Las disputas teológicas y las cuestiones eclesiales fueron, durante siglos, el corolario de tensiones sociales e institucionales que caracterizaron fuertemente algunos resultados, aunque temporales, de la elaboración teológica de pontífices concretos.

Así que no hay que indignarse – solo por citar un caso muy conocido – si el papa Vigilio († 555), y después de él su diacono y sucesor Pelagio I (556-561), cediera a las continuas amenazas y adulaciones del emperador Justiniano hasta adherirse a las Actas del V Concilio Ecuménico (II de Constantinopla, 553), y a la condena póstuma de los tres obispos – los llamados “Tres capítulos” – en causa.

Considerando bienes mayores la pacificación de la Iglesia y de la región itálica, devastada por ejércitos sanguinarios, el pontífice condescendió a esta concesión específica, pero salvando la doctrina de Calcedonia.

Es históricamente muy reductivo definir como “papas herejes” sin más a los que suelen citar los historiadores: el papa Ceferino († 217), por su cercanía a los montanistas, o al papa Liberio († 366) por su presunta consonancia con el arrianismo.

Ceferino, representante del grupo étnico latino-africano de la comunidad romana durante su predecesor Víctor I († 199), se encontró una Iglesia romana desgarrada por una sucesión de luchas que la convulsionaron profundamente y prepararon el terreno al gran cisma de Hipólito.

Es verdad que el papa Ceferino toleró la difusión de las doctrinas adopcionistas, contraponiéndoles, sólo parcialmente, doctrinas modalistas. También en este caso las disputas teológicas hay que analizarlas en su muy intrincada articulación histórica.

También el caso del papa Liberio y de sus controvertidas relaciones con el arrianismo requiere un acercamiento cultural adecuado. Según algunos filólogos, los escritos de san Atanasio que “incriminan” al papa serían dos años anteriores a la elección de Liberio como papa. También las cartas que firmó el pontífice plantean dudas a los historiadores.

Por tanto, este caso histórico está poco claro. Además hay que tener en cuenta la implicación en primera persona del emperador Constancio II, hijo de Constantino, la cual incluyó en las disputas políticas y teológicas, frente a las que los historiadores del Cristianismo tuvieron una actitud más de crítica que de relectura.

En siglos posteriores es también conocida la cuestión planteada por Juan XXII (1249-1334) sobre la visio beatifica. En el sermón de la fiesta de Todos los Santos pronunciado en Notre Dame (París) en 1331, el papa se preguntó en qué consistía la gloria de los santos.

Siguiendo la interpretación que ya había dado san Agustín y sobre todo Bernardo de Claraval, Juan XXII lo entendió como la humanidad de Cristo. Las almas beatas, por tanto, tendrán que contentarse con contemplar la humanidad de Cristo hasta el momento del Juicio, en la que contemplarán, en cuerpo y alma, la divinidad.

Esta tesis turbó particularmente a la Curia, porque parecía demasiado cercana al error Graecorum condenado en 1241, según el cual las almas elegidas no irán al paraíso hasta el día del Juicio.

De aquí partió una disputa que implicó a los mayores intelectuales de la época, filósofos y escritores de altísimo nivel, como el círculo agustiniano de Francesco Petrarca y de Roberto di Barduccio Bardi, canciller de la Universidad de París y coleccionista de los manuscritos del santo de Hipona.

Sin embargo, al final todo acabó con las ya fratricidas luchas entre las órdenes mendicantes y los maestros seculares por el predominio académico en las Universidades y con el temor, expresado en una carta del rey de Francia a Bardi, sobre el peligro de una condena del pontífice, que habría vuelvo a abrir inexorablemente el camino de vuelta de la Sede apostólica de Francia a Roma.

Con estos breves apuntes, se comprende que estos temas son de una gran densidad, quizás uno de los temas más difíciles de analizar de la historia de la Iglesia, y que no se resuelven con la supuesta “herejía” de un papa.

El 18 de julio de 1870, con la Constitución dogmática Pastor Aeternus, el Concilio Vaticano I no hacía, por tanto, un acto de prevaricación en los corazones y las mentes de los fieles, sino que afirmaba la infalibilidad del Papa cuando habla ex cathedra a la luz de la experiencia de dos mil años de historia.

Written by Rafael de la Piedra