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¿Tiene sentido tener fe hoy en día?
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«Hay últimos que serán primeros, y hay primeros que serán últimos»

Domingo de la Semana 21ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 13, 22-30

Los textos litúrgicos se mueven entre dos polos: uno, la llamada universal a la salvación; el otro, el esforzado empeño desde la libertad y cooperación del hombre. El libro de Isaías (Isaías 66, 18-21) termina hablando del designio salvador de Yahveh a todos los pueblos y a todas las lenguas.

El Evangelio (San Lucas 13, 22-30), por su parte, nos indica que la puerta para entrar en el Reino es estrecha y que sólo los esforzados entrarán por ella. En este esfuerzo de nuestra libertad nos acompaña el Señor, con su pedagogía paterna que no está exenta de corrección, aunque no sea ésta la única forma de pedagogía divina ya que el corrige a los que realmente ama (Hebreos 12, 5-7.11-13).

«Yo vengo a reunir a todas las naciones y lenguas»

El interlocutor anónimo que pregunta a Jesús sobre el número de los que se salvarán, está refiriéndose a una cuestión habitual en las escuelas rabínicas y frecuentemente repetida en todos los tiempos. Todos los rabinos en la época de Jesús estaban de acuerdo en afirmar que la salvación era monopolio de los judíos; pero según algunos, no todos los que pertenecían al pueblo elegido se salvarían. Justamente el mensaje de la lectura evangélica, más que el número de los salvados e incluso que la dificultad misma para salvarse, como podría sugerir la imagen de «la puerta estrecha»; es la oferta universal de salvación de parte de Dios donde «vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se pondrán a la mesa en el Reino de Dios».

Se verifica así en plenitud la visión de la Primera Lectura tomada del libro del profeta Isaías. En un cuadro grandioso se describe la universalidad de la salvación de Dios a partir de Jerusalén, que se convierte simultáneamente en foco de irradiación misionera y de atracción cultual para todas las naciones. En ninguna parte del Antiguo Testamento se yuxtaponen con tal relieve el universalismo de la salvación de Dios y el particularismo judío. El texto nos hace recordar aquel pasaje que dice el Señor: «Mi casa será llamada casa de oración para todos los pueblos» (Is 56,7 citado en Mt 11,17).

«¿Son pocos los que se salvan?»

El Evangelio de este Domingo nos dice cómo Jesús iba caminando rumbo a Jerusalén, atravesando ciudades y pueblos, e iba enseñando. Podemos imaginar a Jesús proclamando la palabra de Dios como los antiguos profetas de Israel. Donde llegaba, seguramente reunía al pueblo en la plaza y les enseñaba. Su enseñanza era nueva y asombrosa. Jamás alguien había enseñado así. En efecto, los maestros de Israel enseñaban diciendo: «Moisés en la ley dijo…» o «La ley dice…». Jesús, en cambio, enseña diciendo: «Yo os digo». Incluso presentaba su enseñan¬za de una manera que podía parecer impía a los oídos judíos: «Habéis oído que se dijo: ‘No matarás’; mas yo os digo…» (Mt 5,21s). No es que Jesús deroga¬ra el mandamiento de Dios; pero Él con su autoridad es una nueva instancia de volun¬tad divina; da al mandamiento una mayor profundización. Por eso cuando Jesús terminaba de enseñar, «la gente se quedaba asombrada de su doctrina; porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como sus escribas» (Mt 7,28-29).

No es raro, entonces que la gente aprovechara la sabiduría de Jesús para resolver dudas acerca de cuestiones fundamentales sobre la existencia humana. Es así que en uno de esos pueblos, uno se le acercó corriendo y le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia la vida eterna?» (Lc 18,18). O, como refiere el Evangelio de hoy: «Señor, ¿son pocos los que se salvan?» Si alguien hiciera esta pregunta a otra persona, sería objeto de burla. ¿Quién puede responder eso? Lo notable en este caso es que el que pregunta está convencido de que Jesús sabe la respuesta. Podemos calcular la expectativa de todos los presentes que estaban pendientes de los labios de Jesús.

Ahora bien, ¿qué fue lo que enseñó Jesús para motivar semejante pregunta? Y ¿por qué está formulada en esa forma? Jesús tiene que haber dicho algo que llevara a concluir que los que se salvan son pocos. Pudo haber dicho, por ejemplo: «Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará» (Lc 9,24). Seguramente entre los oyentes había pocos que estuvieran dispuestos a perder la vida por Jesús. O bien, pudo haber dicho: «Seréis odiados de todos por causa de mi nombre; pero el que persevere hasta el fin, ése se salvará» (Mt 10,22; 24,13). Tampoco habría muchos que aceptaran ser odiados de todos por causa de Jesús. En otra ocasión, ante las palabras de Jesús, los oyentes concluyeron, no sólo que serían pocos los que se salvarían, sino que nadie podría salvarse: «Entonces, ¿quién podrá salvarse?» (Lc 18,26).

 La respuesta del Maestro…

Algo que no podemos dejar de recordar es que a ningún maestro de este tierra se le podría hacer semejante pregunta ya nadie sería capaz de aventurarse a dar una res¬puesta. Por eso, la respuesta que Jesús da merece toda nuestra atención. Antes de examinarla aclaremos qué se entiende por «salvación». Es claro que aquí se entiende por salvación aquel estado de felicidad definitiva y eterna que se tiene después de la muerte y que consiste en el conocimiento y el amor de Dios. El nombre «salvación» es exacto, porque el estado en que se encuentran los hombres al venir a este mundo es de pecado, es decir, de privación del amor de Dios. Todos necesitamos ser salvados. Pero, ¿son pocos o muchos los que se salvan?

El que pregunta ciertamente tiene la convicción, al menos, de que no todos se salvan. La duda se refiere a la proporción entre los que se salvan y los que se pierden, y él parece tener la idea de que son menos los que se salvan. Por eso formula la pregunta de esa manera. Lo más grave es que la respuesta de Jesús le da la razón: «Luchad por entrar por la puerta estrecha, porque, os digo, muchos pretenderán entrar y no podrán». ¡Muchos no podrán entrar! En la respuesta de Jesús se percibe que para los oyentes es claro que en las ciudades hay una puerta ancha por donde entran los carros y camellos cargados, y otra estrecha, por donde entran los peatones, uno por uno y sin carga. Es por aquí por donde hay que entrar, es decir, todo lo que tengamos de superfluo estorba para entrar a la vida eterna. Tal vez la forma completa de la respuesta de Jesús es la que reproduce Mateo: «Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha es la puerta y que angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que lo encuentran» (Mt 7,13-14).

Si la carga es tanta y no cabe por la puerta estrecha, mientras se pugna por hacer entrar todo sin decidirse a despojarse, «el dueño de casa se levantará y cerrará la puerta». ¡Cerrará incluso la puerta estrecha! El Señor continúa con esta parábola: «Los que hayáis quedado fuera os pondréis a llamar a la puerta, diciendo: ‘¡Señor, ábrenos!’ Y os responderá: ‘No sé de dónde sois’» Los de fuera recibirán esta sentencia: «¡Retiraos de mí, todos los agentes de injusticia!». La situación de los que queden fuera es así descrita: «Allí será el llanto y el rechinar de dientes». Cuando se cierre la puerta, los que hayan quedado fuera no podrán argüir excusas ni presentar recomendaciones. Jesús da, como ejemplo, una recomendación particular que no valdrá y que se dirige a los que están allí escuchando su enseñan¬za. En ese día no podrán decir: «Has enseñado en nuestras plazas… somos tu pueblo. ¡Ábrenos!». A éstos advierte que la salvación no está restringida a Israel sino a todos los pueblos de la tierra.

«Luchad por entrar…»

El término en griego de «luchad» (agonizesthe, de agonizomai) es una fuerte exhortación a luchar, a trabajar fervientemente, hacer el máximo esfuerzo por conquistar un bien que, aunque posible, es difícil y arduo de alcanzar. Se trata de un esfuerzo con celo persistente, enérgico, acérrimo y tenaz, sin doblegarse ante las dificultades que se presentan en la lucha. Implica también un entrar en competencia, luchar contra adversarios. El término lo utiliza San Pablo en su carta a Timoteo: «Combate (agonizou) el buen combate de la fe» (1Tim 6,12). Pablo lo alienta a no desistir en el combate excelente de la fe, a esforzarse sin desmayo en una lucha que, porque perfecciona al hombre y porque lo orienta hacia la plenitud de la vida eterna, es hermosa y preciosa. Pablo resalta que es necesario, por parte de quien ha recibido el don de la fe, el esfuerzo sostenido en esa lucha: mediante la decidida cooperación con el don y la gracia recibidos, se conquista la vida eterna. Y dado que no es fácil acceder a ella, el esfuerzo ha de ser análogo al que realiza un luchador en vistas a conquistar la victoria.

Para pasar por «la puerta estrecha» hay que trabajar esforzadamente, hay que luchar el buen combate de la fe, hay que obrar de acuerdo a la justicia y santidad, de acuerdo a la caridad y a la solidaridad: ¡hay que obrar bien, y ello demanda al cristiano, en un mundo que prefiere la puerta amplia y el camino fácil, un continuo esfuerzo por la santidad!

 Una palabra del Santo Padre:

«Él (el Señor Jesús), en efecto, enseñó que para entrar en el reino del cielo no basta decir Señor, Señor sino que precisa cumplir la voluntad del Padre celestial. Él habló de la puerta estrecha y de la vía angosta que conduce a la vida y añadió: Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, porque yo os digo que muchos intentarán entrar y no lo lograrán. Él puso como piedra de toque y señal distintiva el amor hacia Sí mismo, Cristo, la observancia de los mandamientos. Por ello, al joven rico, que le pregunta, le responde: Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos; y a la nueva pregunta ¿Cuáles?, le responde: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no dirás falsos testimonios, honra a tu padre y a tu madre y ama a tu prójimo como a ti mismo.

A quien quiere imitarle le pone como condición que renuncie a sí mismo y tome la cruz cada día. Exige que el hombre esté dispuesto a dejar por Él y por su causa todo cuanto de más querido tenga, como el padre, la madre, los propios hijos, y hasta el último bien -la propia vida -. Pues añade Él: A vosotros, mis amigos, yo os digo: No temáis a los que matan el cuerpo y luego ya nada más pueden hacer. Yo os diré a quien habéis de temer: Temed al que una vez quitada la vida, tiene poder para echar al infierno. Así hablaba Jesucristo, el divino Pedagogo, que sabe ciertamente mejor que los hombres penetrar en las almas y atraerlas a su amor con las perfecciones infinitas de su Corazón, lleno de amor y de bondad».

Pío XII, Radiomensaje sobre la conciencia y la moral. 23 de marzo de 1952.

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. Hagamos un examen y veamos cuáles son las cargas que me impiden entrar por la puerta estrecha.

2. Leamos el pasaje de Hb 12,5-7.11-13 ¿Cuántas veces me resulta difícil entender la pedagogía de Dios?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 2012 – 2016

Written by Rafael De la Piedra