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«He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo»

Domingo de la Semana 2ª del Tiempo Ordinario.  Ciclo A
Lectura del Santo Evangelio según San Juan 1,29-34

Las lecturas bíblicas nos hablan de distintas maneras sobre la misión de Jesús que vino al mundo para que «todo el que crea, tenga vida eterna» (Jn 3,15). En la Primera Lectura, el profeta Isaías (Isaías 49,3.5-6) nos dice que el «siervo de Yahveh» es consciente de haber sido elegido para hacer que el pueblo de Israel vuelva a Dios. El siervo experimenta la dureza y dificultad de su misión colocando su confianza en Yahveh. El salmo responsorial 39 parece resaltar el contraste entre el sacrificio ritual de la ley de Moisés y la disposición de escucha obediente que finalmente es lo que agrada al Señor.

Juan el Bautista habla de Jesús como el Cordero de Dios que, ofrecido en sacrificio, redime al hombre de su pecado. Él reconoce a Jesús cuando el Espíritu Santo desciende sobre Él. San Pablo, en el saludo inicial a los cristianos de Corinto ,  se dirige a los cristianos de esa comunidad y les recuerda el doble aspecto de la redención: hemos sido santificados en Jesucristo y estamos llamados a ser santos en su nombre (Primera carta de San Pablo a los Corintios 1,1-3).

La primera semana pública de Jesús

Con la celebración del Bautismo del Señor concluyó el tiempo litúrgico de la Navidad y comenzó el tiempo ordinario. Hoy día celebra la Iglesia el segundo Domingo del tiempo ordinario ya que la semana pasada hemos vivido la primera semana del tiempo común que concluye con la trigésima cuarta semana y la Solemnidad de Cristo Rey. El tiempo ordinario se interrumpe con el tiempo de Cuaresma, que comienza con el miércoles de ceniza.

La liturgia de la Palabra, dentro de la celebración dominical, está organizada en tres ciclos de lecturas, A, B y C; caracterizados respectivamente por la lectura de los Evangelios de Mateo, Marcos y Lucas. Este año estamos en el ciclo A y en los domingos del tiempo ordinario leemos el Evangelio de Mateo. Sin embargo, en el segundo Domingo del tiempo ordinario, en los tres ciclos litúrgicos, se lee el Evangelio de San Juan. En cada ciclo se toma un episodio de la «semana inaugural» (Jn 1, 19 – 2,12). Justamente cuando se va a empezar a desarrollar, Domingo a Domingo; la vida, obras y palabras de Jesús, es significativo comenzar con esa primera semana de su ministerio público, en la cual Jesús comienza a manifestarse.

Si buscamos en nuestro libro de los Evangelios el episodio de hoy, veremos que comienza con estas palabras: «Al día siguiente Juan ve a Jesús venir hacia él…» (Jn 1, 29); y que el episodio siguiente comienza con esas mismas palabras: «Al día siguiente, Juan se encontraba de nuevo allí con dos de sus discípulos…» (Jn 1,35). Así se introducen el segundo, tercero y cuarto día de esa semana inaugural de la vida pública de Jesús. Este Domingo leeremos lo que ocurrió el segundo día de esa semana que finalizará con el primer milagro realizado por Jesús en las Bodas de Caná, «tres días después…», es decir en el cuarto día de la semana inaugural.

«He ahí El Cordero de Dios»

Dos cosas dice Juan sobre Jesús en el Evangelio de hoy y en ambas se revela como el gran profeta que es, pues expresa la identidad profunda de Jesús y el camino por el cual debía realizar su misión reconciliadora. Las primeras palabras que dice cuando ve venir a Jesús son: «Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo». Nosotros estamos habituados a escuchar estas palabras referidas a Jesús, pero pensándolo bien son enigmáticas y para los oyentes de Juan debieron ser incomprensibles. ¿Por qué lo llama «cordero» ? ¿Qué está viendo Juan en Él para llamarlo así?

Este modo de hablar sobre Jesús no vuelve a aparecer en todo el Evangelio y queda oscuro para los lectores hasta el momento de la crucifixión y muerte de Jesús, donde adquiere toda su luz. Según el Evangelio de San Juan, Jesús murió en la cruz la víspera de la Pascua, a la misma hora en que eran sacrificados en el templo los corderos pascuales. En el ritual del sacrificio del cordero pascual estaba escrito: «No se le quebrará ningún hueso» (Ex 12,46). Es lo que relata el evangelista cuando escribe que, después de quebrar las piernas de los dos crucificados con Jesús, al llegar a él, como le vieron ya muerto, «no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados con la lanza le traspasó el costado».

Esta debió ser una alusión clarísima para un judío. Entonces se comprende que la  muerte  de Jesús fue un  «sacrificio»  como el del cordero pascual y que este sacrificio obtuvo la expiación  de nuestros pecados. Todo esto lo captó Juan, cuando la primera vez que vio a Jesús dijo: «Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo». Está implícito: «Ofreciéndose a sí mismo en sacrificio». Si en el Evangelio de Juan no reaparece la designación de Jesús como «cordero», en el Apocalipsis, en cambio, este es un modo frecuente de designar a Jesús (unas treinta veces). Ante el trono del Cordero resuena este canto: «Eres digno de tomar el libro y de abrir sus sellos porque fuiste degollado y compraste para Dios con tu sangre hombres de toda raza, pueblo y nación y has hecho de ellos un Reino de sacerdotes para nuestro Dios» (Ap 5, 9-10).

«Tú no quieres sacrificios, ni ofrendas…»

Existe un aparente contraste entre el sacrificio y la obediencia en el salmo responsorial 39: «Tú no quieres sacrificios… entonces dije; aquí estoy Señor». El salmista parece decir que las ofrendas mosaicas ordenadas por Dios ya no son de su agrado. Por otro lado constantemente vemos en la predicación de Jesús como él insiste en las actitudes internas del corazón más que en los “rituales externos”. Pero si hay una verdadera conversión interior y un amor sincero a Dios y al prójimo; entonces las formas externas corresponderán adecuadamente a las actitudes internas.

Algo fundamental que leemos en el salmo es la actitud de escucha atenta a la voz de Dios: «pero me diste un oído atento». Esta apertura de escucha obediente requiere un espíritu humilde. Solamente de esta manera el salmista es capaz de escuchar y entender lo que Dios quiere de él y lo mantiene en una obediencia activa y real. Es la actitud que vemos en el «Cordero de Dios».

«Éste es el Hijo de Dios»

La segunda afirmación profética de Juan el Bautista es ésta: «Doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios ». Es algo enteramente nuevo. En el Antiguo Testamento no suele llamarse a Dios «Padre». Y las escasas veces en que Dios llama «hijo» a alguien se refiere al pueblo de Israel en general y sirve para indicar el amor y la solicitud de Dios por su pueblo. Pero hay algunos textos que suenan así: «Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy» (Sal 2,7), o bien: «Antes de la aurora como al rocío yo te he engendrado» (Sal 110,3). Era claro que estos textos se referían a una persona particular y se aplicaban al Mesías que había de venir.

Por eso cuando apareció Jesús, Él no llama a Dios sino como «su Padre» y afirma: «El Padre y yo somos una sola cosa» (Jn 10,30). Al final de su vida, Jesús se dirige a Dios así: «Padre, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a Ti» (Jn 17,1). Esta actitud era tan notoria que el Evangelio lo indica como el motivo de su muerte: «Por esto los judíos trataban de matarlo… porque llamaba a Dios su Padre, haciéndose igual a Dios» (Jn 5,18).

«He visto al Espíritu que bajaba… y se quedaba sobre él».

Juan predicaba la conversión y bautizaba en el desierto al otro lado del Jordán. Él bautizaba en la certeza de que por medio de ese rito sería manifestado el Elegido de Dios. Después de bautizar a Jesús, Juan recibe la visión que le permite reconocer al Elegido de Dios: «He visto al Espíritu que bajaba como una paloma del cielo y se quedaba sobre Él». Y sobre la base de esa visión puede concluir: «Yo lo he visto y doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios… éste es el que bautiza con Espíritu Santo».

El signo más evidente del Mesías es la posesión del Espíritu de Dios. Así estaba anunciado con insistencia en los profe-tas. Del descendiente de David que se esperaba como Salvador estaba escrito: «Reposará sobre él el Espíritu del Señor» (Is 11,2), y acerca de Él dice el Señor: «He aquí mi Elegido en quien se complace mi alma: he puesto mi Espíritu sobre Él» (Is 42,1). Juan vio el Espíritu en la forma visible de una paloma descender sobre Jesús y perma¬necer sobre él, y reco¬noció el cumplimiento de ese signo.

«A los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos»

San Pablo nos enseña el dinamismo de la reconciliación traída por Jesucristo. Él personalmente, siguió por mucho tiempo un falso mesianismo, hasta su encuentro definitivo con Jesús resucitado, camino a Damasco. Entonces entiende que Él es el Mesías auténtico; y cómo, en consecuencia, el apostolado auténtico es el anuncio del mensaje  Reconciliador de Jesucristo vencedor de la muerte. Era uso de la época iniciar las cartas presentándose con los títulos y méritos. San Pablo, que en otro tiempo tanto se ufanó de títulos y méritos humanos (ver Ga 1, 14; Flp 3, 4), ahora sólo se gloría de este título totalmente espiritual y gratuito: «Pablo, llamado por voluntad de Dios a ser apóstol de Jesucristo». Pablo, el que repudiaba a los seguidores de Jesús, ahora por vocación ha de ser el Apóstol del Crucificado (Ga 6, 14).

Luego recordará a los nuevos cristianos de Corinto lo que son y lo que están llamados a ser: «santificados en Cristo Jesús» y llamados a ser «santos». La santidad en el Antiguo Testamento era ritual o externa ya que significaba la «separación» o elección que Dios había hecho de Israel constituyéndolo en Pueblo Santo (ver Ex 19, 6; Dt 7, 6; Dn 7, 18, 22). En virtud de nuestro Bautismo en el Espíritu Santo, la «santidad» y «consagración» alcanzan su valor pleno: «El Hijo de Dios Encarnado, a sus hermanos convocados de entre todas las gentes, los constituyó místicamente su Cuerpo, comunicándole su Espíritu. Por el Bautismo nos configuramos con Cristo» . Por nuestro bautismo somos ungidos, consagrados y llamados a vivir de la vida de Cristo, es decir «ser santos como Él es Santo».

Una palabra del Santo Padre:

«El testimonio de Juan el Bautista sigue resonando aún hoy, a casi dos mil años de distancia de los acontecimientos que narra el Evangelio: el Precursor señala a Jesús de Nazaret como el Mesías esperado, y nos invita a todos a renovar y profundizar nuestra fe en Él. Jesús es nuestro Redentor. Su misión salvífica, proclamada solemnemente en el momento de su bautismo en el Jordán, culmina en el misterio pascual, cuando Él, el verdadero Cordero inmolado por nosotros, en la cruz libera y redime al hombre, a todos los hombres, del mal y de la muerte.

En la liturgia eucarística se nos propone de nuevo el gran anuncio del Bautista. Antes de la comunión, el celebrante presenta a la adoración de los fieles la hostia consagrada, diciendo: «Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Dichosos los invitados a la cena del Señor». Dentro de poco, también nosotros, participando en el banquete eucarístico, recibiremos al verdadero Cordero pascual, sacrificado por la salvación de la humanidad entera…

Como el Bautista, siento el deber de señalar a todos al Cordero de Dios, Jesús, el único Salvador del mundo ayer, hoy y siempre. En el misterio de su Encarnación, se hizo Emmanuel, «Dios con nosotros», acercándose a nosotros y dando significado al tiempo y a nuestras vicisitudes diarias. Él es nuestro punto de referencia constante, la luz que ilumina nuestros pasos y la fuente de nuestra esperanza».

Juan Pablo II. Homilía del 17 de enero de 1999.

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.  

1. El apóstol Pablo, al comienzo de la carta a los Corintios, nos recuerda que, santificados en Cristo Jesús, «estamos llamados a ser santos» (1 Co 1, 2). Estamos llamados a vivir en plena fidelidad y coherencia con el Evangelio. ¿Cómo vivo mi llamado a la santidad en la vida cotidiana?

2.  Para reconocer a Jesús como el Cordero de Dios, debo de haberme encontrado con Él. ¿Qué medios concretos utilizo para encontrarme con el Señor de la Vida?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 144- 152. 571-573, 599 -623.

Written by Rafael De la Piedra