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«He aquí la esclava del señor; hágase en mí según tu palabra» ANUNCIACIÓN.-RENACIMIENTO.-ANDREA DEL SARTO Full view

«He aquí la esclava del señor; hágase en mí según tu palabra»

Inmaculada Concepción de la Virgen María – 8 de diciembre de 2018
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 1, 26-38

La Sagrada Escritura está llena de anuncios, de mensajes de parte de Dios a los hombres. Desde aquel que recibió Abraham, para salir de su tierra o el de la concepción de Isaac por parte de su estéril mujer Sara. Con el pasar del tiempo, a través de la historia de los Patriarcas y los Profetas y hasta el último de los profetas, que será San Juan Bautista; se diría que Dios nunca ha dejado de comunicarse con los hombres. El diálogo entre una humilde doncella de Nazaret y el Arcángel Gabriel cierran y abren una etapa en las relaciones entre Dios y su criatura más amada.

La Anunciación – Encarnación del Verbo en el seno de nuestra Santa Madre (San Lucas 1, 26-38) es sin lugar a dudas el acontecimiento más importante de toda historia ya que la Reconciliación es el anhelado más profundo de la humanidad desde la caída primigenia (Génesis 3, 9 – 15.20). San Pablo hace explícito el don que acontece cuando el Verbo asume nuestra naturaleza humana: somos ahora verdaderamente hijos en el Hijo por excelencia (Efesios 1, 3-6. 11-12).

 ¿Qué celebramos?

El Evangelio de esta Solemnidad nos relata el momento de la concepción virginal de Jesús en el seno de María. Pero esto no nos debe llevar a confusión: lo que celebramos hoy es la concepción inmaculada de María en el seno de su madre, Santa Ana. Es dogma de fe cristiana, definido por el Beato Papa Pío IX en 1854, que «la bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de pecado original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, Salvador del género humano». Este hecho tiene importantes consecuencias. La más grande la expresa el Catecismo así: «Por la gracia de Dios, María ha permanecido pura de todo pecado personal a lo largo de toda su vida» . En esto ella es del todo singular ya que como leemos en la Sagrada Escritura «el justo cae siete veces al día» (Prv 24,16); es decir todos tenemos sufrimos las consecuencias del pecado original .

El Arcángel Gabriel, que fue enviado por Dios a esta humilde virgen de Nazaret llamada María, sabía el contenido del anuncio que le traía y, por tanto, sabía quién era ella; sabía que estaba destinada a ser la Madre de Dios. Por eso, la saluda con veneración y de una manera única en toda la Historia de la Salvación : «llena de gracia». Nosotros no tenemos experiencia de ninguna persona «llena de gracia», es decir, “pura de todo pecado personal”, porque no tenemos experiencia de ninguna persona que haya sido concebida sin el pecado original.

El pecado original es el estado privado de la gracia divina en que es concebido y nace todo ser humano hijo de Adán. Si la persona llega el uso de la razón en este estado, a este pecado se agregan los pecados personales que comete. Esta situación se revierte por el bautismo en el cual se infunde la gracia divina por el don del Espíritu Santo y se perdona todo otro pecado personal que se haya cometido. La persona queda santificada y adoptada como hijo de Dios. Pero el hecho de haber estado privada de la gracia y bajo el dominio del pecado tiene consecuencias. La principal de estas consecuencias recibe el nombre de «concupiscencia». El Catecismo la describe así: «Desordena las facultades morales del hombre y, sin ser una falta en sí misma, le inclina a cometer pecados» .

La Virgen María estaba libre de la concupiscencia. Por eso ella siempre cumplía con perfección el Plan amoroso del Padre. Puesta ante diversas alternativas ella siempre optaba por lo más perfecto viviendo de una manera excelsa un verdadero y ejemplar señorío sobre sí misma. Así pues, su «hágase» responde a lo que ella es; toda pura e Inmaculada. Nosotros, en cambio, sentimos el peso de la concupiscencia y puestos ante diversas alternativas, en nuestra opción influye el propio interés, lo más placentero, las envidias, los celos, la mentalidad permisiva que nos rodea y otras pasiones que nos impiden reconocer y actuar según el Plan de Dios. Necesitamos pues colaborar activamente con «la gracia» que se nos da en abundancia para sí poder transformarnos mediante la renovación de nuestra mente, de forma que podamos discernir cuál es el Plan de Dios: «lo bueno, lo agradable, lo perfecto» (ver Rm 12,2).

 «Hágase en mí según tu palabra»

Cuando el Arcángel Gabriel trajo a María el anuncio de que ella concebiría en el seno y daría a luz un hijo y que éste sería «Hijo del Altísimo» e «hijo de David», ciertamente esto cambiaba radicalmente todo lo que ella habría podido imaginar sobre su vida. Ella estaba dispuesta a hacer inmediatamente todo lo que Dios le pidiera. Pero se le presentaba un conflicto: el mismo Dios le inspiraba su estado de virginidad perpetua. Según dice San Pablo, «la mujer virgen se preocupa de las cosas del Señor, de ser santa en el cuerpo y en el espíritu» (1Cor 7,34). Este estado convenía a ella. Ella fue la primera mujer en asumirlo deliberadamente.

Por eso es muy importante pregunta que le hace al Arcángel: «¿Cómo será esto, pues no conozco varón?», que significa: «tengo propósito de virginidad». Su pregunta tiene como finalidad discernir cuál es el Plan de Dios, lo más perfecto. Cuando el Arcángel le explica que no hay conflicto, diciéndole: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti», entonces ella responde inmediatamente: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». Como siempre, opta sin reservas por el Plan de Dios. Nadie ha respondido con más prontitud y generosidad que María al llamado que Dios le hizo a colaborar en la salvación del género humano.

 «Elegidos para ser santos e imaculados»

Es muy significativo que la Segunda Lectura de esta Solemnidad nos remita inmediatamente al Plan Dios tiene para toda la humanidad: «Dios Padre nos ha elegido en Jesucristo antes de la creación del mundo para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor». Es decir, todos y cada uno estamos llamados a ser santos e inmaculados; ese nuestro verdadero destino; ese el proyecto de Dios sobre nosotros. Poco más adelante, en la misma Carta a los Efesios, San Pablo contempla este Plan refiriéndolo no ya a los hombres singularmente considerados, cada uno por su cuenta, sino a la Iglesia Universal, Esposa de Cristo: «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificarla mediante el bautismo y la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo, sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada» (Ef 5, 25-27).

Una legión de santos y santas en el Señor: este es el maravilloso proyecto de Dios al crear a su hombre a su imagen y semejanza. Una humanidad que pueda, como hijos queridos, estar ante Él sin miedo ni vergüenza; sino confiando plenamente en el designio del Padre. Una humanidad plenamente reconciliada gracias al generoso don que hizo el Hijo al Padre por el Espíritu Santo.

¿Que representa, en este proyecto universal de Dios, la Inmaculada Concepción de María que celebramos? Fundamentalmente que ella es la adelantada, la primera criatura en la cual se ha realizado plenamente el designio amoroso de nuestro Creador. En la liturgia del día se resalta de bellamente lo que María es: «comienzo de la Iglesia, esposa de Cristo, llena de juventud y de limpia hermosura… Entre todos los hombres es abogada de gracia y ejemplo de santidad». Ella nos abre el camino y nos garantiza el cumplimiento del Plan de Dios. En Ella brilla ya todo el esplendor futuro de la Iglesia, como en una gota de rocío, en una mañana serena, se refleja la bóveda azul del cielo. También y sobre todo por esto María es llamada «Madre de la Iglesia». Ella intercede amorosamente por cada uno de nosotros para que crezcamos «conformes a su imagen (Jesucristo)» (Rm 8, 29) y seamos así hijos en el Hijo.

Una palabra del Santo Padre:

«Las lecturas de esta solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María presentan dos momentos cruciales en la historia de las relaciones entre el hombre y Dios: podríamos decir que nos conducen al origen del bien y del mal. Estos dos pasajes nos conducen al origen del bien y del mal.

El Libro del Génesis muestra el primer no, el no de los orígenes, el no humano, cuando el hombre prefirió mirarse a sí mismo antes que a su Creador, quiso hacerlo todo según su propio parecer y ser autosuficiente. Saliendo así de la comunión con Dios, se ha perdido y ha comenzado a tener miedo, a esconderse y a acusar a quien le estaba cerca (cf. Gn 3, 10, 12). Estos son los síntomas: el miedo es siempre un síntoma del no a Dios, indica que le estoy diciendo no a Dios; acusar a los demás y no mirarse a sí mismo indica que me estoy alejando de Dios. Esto hace el pecado. Pero el Señor no deja al hombre a merced de su mal; lo busca inmediatamente y le dirige una pregunta llena de preocupación: “¿Dónde estás?” (v. 9). Como si dijera: “Detente, piensa, ¿dónde estás?”. Es la pregunta de un padre o de una madre que busca al hijo que se ha perdido: “¿Dónde estás? ¿En qué situación te has metido?”. Y esto Dios lo hace con mucha paciencia, hasta colmar la distancia que se ha creado en los orígenes. Este es uno de los pasajes.

El segundo pasaje crucial, que narra hoy el Evangelio, es cuando Dios viene a habitar entre nosotros, se hace hombre como nosotros. Y esto fue posible por medio de un gran sí – el del pecado era el no; este es el sí, ¡es un gran sí! – el de María en el momento de la Anunciación. Por este sí Jesús ha comenzado su camino por los senderos de la humanidad; lo ha comenzado en María, transcurriendo los primeros meses de su vida en el vientre de su madre: no ha aparecido ya adulto y fuerte, sino que ha seguido todo el recorrido de un ser humano. Se hizo en todo igual a nosotros, menos en una cosa, aquel no, excepto en el pecado. Por eso eligió a María, la única criatura sin pecado, inmaculada. En el Evangelio, con una sola palabra, ella es denominada “llena de gracia” (Lc 1, 28), es decir, colmada de gracia. Quiere decir que en ella, de inmediato llena de gracia, no hay espacio para el pecado. Y también nosotros, cuando nos dirigimos a ella, reconocemos esta belleza: la invocamos “llena de gracia”, sin sombra de mal.

María responde a la propuesta de Dios diciendo: “He aquí la sierva del Señor” (v. 38) . No dice: “Bueno, esta vez haré la voluntad de Dios, estoy disponible, luego ya veré…”. No. El suyo es un sí pleno, total, para toda la vida, sin condiciones. Y como el no de los orígenes había cerrado el paso del hombre a Dios, ahora el sí de María ha abierto el camino a Dios entre nosotros. Es el sí más importante de la historia, el sí humilde que derroca el no soberbio de los orígenes, el sí fiel que sana la desobediencia, el sí disponible que desbarata el egoísmo del pecado.

También para cada uno de nosotros hay una historia de salvación hecha de un sí y de un no a Dios. A veces, sin embargo, somos expertos en los síes a medias: se nos da muy bien fingir que no entendemos lo que Dios quiere y la conciencia nos sugiere. También somos astutos y para no decir un no verdadero y propio a Dios decimos: “Lo siento, no puedo”, “hoy no, creo que mañana”, “mañana seré mejor, mañana rezaré, haré el bien, pero mañana”. Y esta astucia nos aleja del sí, nos aleja de Dios y nos lleva al no, al no del pecado, al no de la mediocridad. Es el famoso “sí, pero…”; “Sí, Señor, pero…”. Así cerramos la puerta al bien, y el mal se aprovecha de estos sí que faltan. ¡Cada uno de nosotros tiene una colección de ellos dentro! Pensemos, encontraremos muchos síes que faltan. En cambio cada sí pleno a Dios da origen a una historia nueva: decir sí a Dios es verdaderamente “original”, es origen, no el pecado, que nos hace viejos por dentro. ¿Habéis pensado que el pecado nos envejece por dentro? ¡Nos envejece pronto! Cada sí a Dios origina historias de salvación para nosotros y para los demás. Como María con su propio sí.

En este camino de Adviento, Dios desea visitarnos y espera nuestro sí. Pensemos: Yo, hoy, ¿qué sí debo decir a Dios? reflexionemos, nos hará bien. Y encontraremos la voz del Señor dentro de Dios que nos pide algo, un paso adelante. “Creo en Ti, espero en Ti, Te amo; que se haga en mí tu voluntad de bien”. Este es el sí. Con generosidad y confianza, como María, digamos hoy, cada uno de nosotros, este sí personal a Dios”».

Papa Francisco. Ángelus jueves 8 de diciembre de 2016.

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. A cada uno de nosotros nos toca decir «sí» a lo largo de nuestra vida. Cada día se nos presenta como una oportunidad para abrirnos al Plan de Dios, aceptarlo y colaborar para que pueda así expandirse su Reino de Amor entre los hombres. Tomemos consciencia de nuestra necesaria docilidad a Dios. María nos enseña con su magnífico ejemplo.

2. Nuestra Madre María nos ayuda a acercarnos confiadamente a su Hijo Jesús. ¿Cuántas veces lo hacemos?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales 484- 511. 964- 970

Written by Rafael De la Piedra