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José Antonio quiere morir

José Antonio Arrabal tiene 57 años, mujer y dos hijos veinteañeros. Hace un año le diagnosticaron Esclerosis lateral amiotrófica (ELA) una enfermedad progresiva de los nervios que controlan los músculos, y que va provocando su progresiva e irremediable parálisis, causando un deterioro creciente hasta la muerte. En la era en la que hasta el cáncer se cura, y las enfermedades más terribles de nuestros abuelos tienen vacunas o terapia eficaz, la ELA se ha convertido en una de las bestias negras de la medicina.

Por: Luis Ignacio Amorós
De: http://infocatolica.com/

José Antonio aún está lejos de los estadios finales del mal, es totalmente autónomo y puede dar una entrevista al diario “El Mundo”, que le presta sus páginas para que diga públicamente que quiere morir sin esperar a que llegue el deterioro. Que “está preparado” y que “mañana lo haría”. Que su familia sabe que cuando él decide algo, no hay quien le haga cambiar de opinión. Ha iniciado una petición en change.es para que se modifique la ley sobre eutanasia y el código penal, y para que sea legal el suicidio asistido, y por ello busca el amplificador del periódico.

Ciertamente, los medios de comunicación de masas también publican recientemente casos de personas afectas de esta enfermedad que demuestran día a día que se puede hacer una vida plena, y hasta exitosa, con este mal, como el pianista italiano Ezio Bosso o el banquero Francisco Luzón, que ha creado una Fundación para la investigación de la cura de su enfermedad.

Precisamente, el hecho de ser una enfermedad rara, hace poco atractiva económicamente su investigación y desarrollo de terapias. Es uno de esos casos en los que la economía de mercado no da soluciones, y la comunidad, sea por medio de fundaciones como la de Luzón, la administración pública, colectas o cooperativas de salud (o mejor todas a la vez), se ha de poner manos a la obra y buscar solución o alivio para esos hermanos suyos enfermos, como pide la Plataforma de afectados por la ELA. Es de justicia reconocer que los medios de comunicación también dan cabida a la opinión de quienes piden esto mismo, y no la muerte, como este artículo de Pedro Simón, en el que además clama por la visibilidad de un colectivo “ocultado” (como tantos otros).

La plenitud de la vida no debería tener que ver con el éxito mundano. José Antonio es electricista, no pianista ni banquero, pero su vida no vale menos que la de aquellos.

José Antonio Arrabal

Dejemos de lado la enfermedad, terrible como tantas otras, y centrémonos en el enfermo. Un hombre que, en plena posesión de sus facultades mentales, y de la mayoría de las físicas, expresa su deseo de morir pronto, y lo hace de forma desgarrada. Urgente. Perentoria. No pide más investigación, ni más ayudas. Pide que le dejen matarse o lo maten.

En su entrevista, José Antonio pide que “se regule la eutanasia” y para ello inicia su campaña. He escrito muchos artículos sobre eutanasia en esta misma bitácora, pero este no va a ser uno de ellos. Me niego a ingresar bajo ese epígrafe lo que no es sino un intento de suicidio legalizado. Hablaremos de la muerte, el deseo de muerte, el miedo a la muerte. El miedo a la vida.

Lo que realmente desearía es conocer en persona a José Antonio. Conocer sus circunstancias, motivaciones, ideales, anhelos y temores. Todo cuanto constituye el conjunto de una persona. Para así mejor entenderle, y mejor ayudarle.

Al usar la amplificación de los medios de comunicación de masas en busca de ayuda para poder matarse, José Antonio no ha hecho sino exponerse a la opinión superficial de cualquiera que no sabe nada de él, como se aprecia en la lista de comentarios a la noticia, donde todo el mundo da su cuarto a espadas, pero nadie realmente se interesa por conocer a José Antonio Arrabal persona, sino a un enfermo de ELA.

El miedo por el entorno

Primera idea de importancia: el entorno familiar. Mientras José Antonio pide la muerte para no “alargar el sufrimiento para mí y como consecuencia para ellos que me tendrían que cuidar”, Francisco dice que “solo mi mujer, nuestros hijos y familia fueron mi columna de apoyo y soporte vital”. Su mujer fue la primera que le dijo “Paco aguanta, yo estoy aquí”. Y en un momento de la entrevista, cuando le preguntan si hay algo que valore más ahora, se abraza a su mujer.

¿Quiere decir que José Antonio ama menos a su mujer, o su mujer a él? No. Sin duda, la familia de José Antonio también está dispuesta a ayudarle y sacrificarse por amor. Pero para él eso no es fuente de fortaleza, sino de mayor sufrimiento y preocupación. Dos formas de enfocar la relación con la propia familia. Totalmente opuestas.

Habrá quien diga que es fácil para un banquero o un pianista de éxito estar tranquilos, pues sus bienes aliviarán no poco a su familia de la carga que supondrá el enfermo en los últimos momentos de su enfermedad. Para un eléctricista la cosa será diferente, y puede suponer la evaporación de los magros ahorros familiares, e incluso la ruina, según se prolonguen esos últimos meses. Aquí yo digo lo mismo que a cuantos justifican el aborto por “motivos económicos”. ¿Qué dinero común (sea privado o público) hay mejor gastado que en ayudar a costear las asistencias para las familias de estos enfermos? Ningún otro. Desde luego, el mío no puede tener otro mejor destino. Si los gobernantes no son capaces de que su función sirva precisamente para evitar el miedo de José Antonio, están deslegitimados de ejercicio. No tiene razón de ser la cosa pública si no es para casos como estos.

Es curioso como muchos opinadores de masas progresistas o socialdemócratas abogan por la muerte en lugar de la redistribución de la riqueza para que alcance, en lo importante, por igual a ricos y pobres. ¡Qué contrasentido!

Una sociedad que no es capaz de crear los mecanismos para ayudar, al menos económicamente, a cuantos de sus miembros más débiles lo precisan, y prefiere entregarlos a la muerte, no merece llamarse civilización, sino barbarie.

El miedo a la enfermedad

Afortunadamente, cada vez se conoce más sobre el ella, y cada vez hay más y mejores medios de soporte, fisioterapia, funcionalidad, etc. Pero sigue siendo una enfermedad incurable e incapacitante. Y da miedo. Y eso es totalmente normal.

José Antonio tiene miedo. No sabe si será de esos pacientes que mueren a las cuatro semanas, o de los que llevan veinte años con el diagnóstico (la media son cinco años). Desconoce si mantendrá muchas funciones conservadas antes de fallecer, o se deteriorará rápidamente. Ni él ni nadie lo sabe, porque es una enfermedad de curso impredecible. Ni siquiera sabe si vivirá lo suficiente para ver la aparición de una cura para la misma. Como les ha ocurrido a los enfermos de la hepatitis por virus VHC, que parecía incurable hace apenas unos años, y hoy en día se están ya consiguiendo remisiones completas.

No. José Antonio ha perdido la esperanza. Y tiene claro lo que no quiere, aunque no sepa si va a ser su caso: “no quiero quedarme como un vegetal en la cama pudiendo mover únicamente los ojos”. Muerto el perro, se acabó la rabia.

Y por cierto que pone como comparación a su perra, a la que detectaron varias enfermedades complicadas, y su veterinario mató con una inyección letal, para quejarse de que “mi perra tiene más derechos a morir dignamente que yo”.

Probablemente (y aquí conjeturo), ha tenido oportunidad de conocer y ver lo que les ocurre a otros. Y como le pasa a toda persona sana y desconocedora de la medicina, le habrá aterrado ver las sillas de ruedas, las sondas de alimentación, los respiradores artificiales, los reproductores sintéticos de la voz…

Rompo aquí una lanza en favor de los avances médicos que permiten a tantos enfermos llevar una vida más tolerable. Dejarnos llevar por impresiones llenas de ignorancia desde fuera es un gran error, como saben quienes están sujetos a esas medidas de soporte, y gracias a ellas pueden seguir viviendo, reflexionando, emocionándose, viendo crecer a sus hijos o llorando con una película.

El miedo a la vida

Y no el miedo a la muerte. La muerte es un proceso biológico que (para los tejidos que importan) dura unos pocos minutos. José Antonio, y muchos otros, piden la muerte deseperadamente porque tienen miedo a la vida que les espera. Miedo a las incomodidades, a no poder hacer cuanto hacían, al dolor físico, a ver en los ojos de aquellos a los que quieren fastidio, o cansancio, u horror, o piedad. Y no encuentra sentido a una vida así.

Habría que especificar que José Antonio expresa sobre todo un miedo a la pérdida de la autonomía, y así lo verbaliza: “al estado en el que me voy a quedar en poco tiempo no se le puede llamar vida”. La posibilidad de no poder controlar su propia vida le angustia; “es mi decisión, mi vida, mi sufrimiento”. Es un mal muy común en nuestro tiempo el considerar que únicamente la vida con pleno control merece ser vivida.

En España jamás hizo falta una ley para suicidarse, y siempre existió el suicidio. José Antonio nos cuenta en la entrevista que ha ideado diversos modos de matarse, pero que los desechó. Uno de ellos era arrojarse al agua (no sabe nadar), pero renunció porque “puede haber alguien que se le ocurra salvarme”. Tiene tan decidida su autodestrucción que ser salvado por otro es un obstáculo para él.

Pero no desea un mero suicidio clásico. Quiere controlar también ese momento de su muerte, y quiere evitar el dolor, y el error, a toda costa. Por ello desea que su suicidio sea legal. Y si la legislación no se cambia a su deseo “me tendré que ir a Suiza que allí es legal”.

En realidad, puede pedir ayuda a asociaciones eutanasistas como DMD, que emplean este tipo de casos para legalizar el suicidio asistido (ya no la eutanasia, que es otra cosa). Pero ha iniciado una particular campaña en redes para intentar que su muerte sea la causa de un cambio legislativo y social. No sólo quiere controlar su propia muerte, sino modificar la ley común sobre el tema.

No existe la “muerte digna”. Existe la vida digna o indigna. Y por cierto que todo ser humano, por el mero hecho de serlo, ya tiene dignidad. Otros (o él mismo) somos los que se la quitamos.

Epílogo

Se echa de menos en este artículo que yo hable de un miedo, el miedo al sufrimiento. Pero es que el sufrimiento es totalmente personal, e invaluable. Y el sufrimiento físico es poca cosa, y controlable, al lado del sufrimiento psicológico o emocional. Como dice Francisco Luzón, “lo más duro de esta enfermedad está en el alma”.

Como digo al principio, querría antes conocer a José Antonio y sus circunstancias, en vez de opinar sobre sus opiniones.

Naturalmente, podría decirle que el sufrimiento forma parte de la vida como el gozo. Podría decirle que lo que a él le parece instrumentación horrible son mecanismos de confort, no muy diferentes de una cuchara para comer, una cama para dormir, o unas gafas para leer. Podría decirle que gracias a la concienciación y a la inversión, estamos cada día más cerca de poder conocer y controlar (o incluso curar) una enfermedad tan horrible como la que él padece. Podría decirle que cuando la vida nos da golpes como el diagnóstico de ELA, lo que hemos de pedir no es más tiempo para la vida, sino más vida para el tiempo que nos quede. Podría explicarle que cada día ganado a la enfermedad, es un día de valor incalculable, precioso, un tesoro. Podría decirle que la enfermedad no sólo es torturadora, sino también maestra de lo más importante.

Y por supuesto, como cristiano, le puedo hablar de que la vida es regalo de Dios, y de que el sufrimiento es un misterio al que llenar de sentido, en lugar de hacerlo centro de nuestra existencia. Que cualquier enfermedad grave se ha de afrontar con esperanza, y que el peor enemigo no es la enfermedad, sino la deseperación. Y que, a fin de cuentas, lo realmente importante no es dónde o como pasamos la vida, sino la eternidad.

Pero sonarían a palabras huecas. Aunque, como médico, he tratado casos de circunstancias parecidas, y por tanto estoy mejor documentado que un lector común, no deja de ser una opinión basada en datos parciales. No puedo saber por lo que está pasando. Ni yo ni nadie, salvo tal vez otro enfermo de ELA, puede aconsejar a José Antonio sobre su enfermedad con verdadero conocimiento.

Nuestra sociedad no alienta a llenar el alma, sino a prescindir de ella. Nuestros objetivos occidentales son producir, poseer, gozar. Epicureísmo en estado puro. Nula meditación, nulo cultivo del espíritu. Cuando la carne nos falla… ¡Qué sencillo es caer en la desesperación! ¡Qué fácil buscar la muerte como salida fácil! En qué poco nos conceptuamos.

Cambiar todo esto no puede hacerse con palabras (por bellas y verdaderas que sean). Hace falta una conversión del corazón. Sin esa conversión, sin ese retorno a Dios, no es posible emprender el camino de regreso a lo que somos: personas.

Esa tarea es la de todos los cristianos. Ser apóstoles y ejemplos de Cristo.

Rezo (e invito a mis lectores a hacerlo) por José Antonio. Por todas las personas afectas de esclerosis lateral, y otras enfermedades crónicas y graves. El Señor les ilumine, y vuelva su rostro hacia ellos. Él sabe sacar bienes de males. Quien sabe si un mal físico no puede acabar sirviendo para rescatar un alma para la eternidad.

Luis Ignacio Amorós (Valencia, 1972). Seglar católico. Doctor en Medicina, catequista de confirmación, voluntario de Cáritas en Atención al inmigrante, ministro extraordinario de la Comunión desde 2005, ha sido editor del portal de la CTC del Reino de Valencia desde 2004 a 2008.

Written by Rafael De la Piedra