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La música es demostración de la verdad del cristianismo 104071503 Full view

La música es demostración de la verdad del cristianismo

El 4 de julio la Pontificia Universidad Juan Pablo II, de Cracovia, y la Academia de Música de Cracovia han otorgado un doctorado honoris causa a Benedicto XVI. Las autoridades académicas se trasladaron a Castelgandolfo y ahí, en gesto de gratitud, el Papa emérito pronunció un excepcional discurso donde toca uno de los temas personalmente más queridos para él: la música (el texto original en italiano, con traducciones al alemán y al polaco, pueden leerse en este enlace).

Benedicto comenzó planteando la cuestión de la conciliación entre «la gran música sacra» – desde el canto gregoriano a Palestrina y a Mozart – y la «participatio actuosa» de todos los fieles en la acción litúrgica. Porque dicho conflicto, afirmado también por el Concilio Vaticano II, se halla de hecho «en una relación dramáticamente tensa». Para responder a este problema no resuelto, Benedicto indica tres «lugares de origen» de la música, el tercero de los cuales -afirma- es «el encuentro con lo divino».

Pero inmediatamente resalta «un pensamiento que en los últimos años me ha aferrado cada vez más». Y es el pensamiento de que «en ningún ámbito cultural hay música de una grandeza comparable a la que nació en el ámbito de la fe cristiana. De Palestrina a Bach y a Händel, hasta Mozart, Beethoven y Bruckner, la musica occidental es algo único, que no tiene igual en otras culturas». El elemento distintivo de este carácter único de la gran música occidental es que esta «encuentra a pesar de todo su origen más profundo en la liturgia, en el encuentro con Dios».

Por eso la afirmación que culmina la «lectio» de Ratzinger: «Esa música, para mí, es una demostración de la verdad del cristianismo. Allí donde se desarrolla una respuesta así, ha acontecido un encuentro con la verdad, con el verdadero Creador del mundo. Por esto la gran música sacra es una realidad de rango teológico y de significado permanente para la fe de toda la cristiandad, si bien no es en absoluto necesario que sea ejecutada siempre y en todas partes. Por otra parte está claro, sin embargo, que no puede desaparecer de la liturgia y que su presencia puede ser un modo muy especial de participación en la celebración sagrada, en el misterio de la fe».

«ESA MÚSICA, PARA MÍ, ES UNA DEMOSTRACIÓN DE LA VERDAD DEL CRISTIANISMO»

De Benedicto XVI – Papa emérito

Eminencia,
Excelencia,
Ilustrísimos,
Ilustres Profesores,
Señoras y señores,

En este momento no puedo más que expresar mi mayor y cordial agradecimiento por el honor que me han tributado al concederme el «doctoratus honoris causa». Mi agradecimiento al gran canciller, Su Eminencia el cardenal Stanis?aw Dziwisz, y a las autoridades académicas de ambos ateneos.

Me alegra sobre todo el hecho de que de este modo mi vínculo con Polonia, con Cracovia, con la patria de nuestro gran santo Juan Pablo II se hace más profundo. Sin él mi camino espiritual y teológico sería inimaginable.

Con su vivo ejemplo él nos ha demostrado también que la alegría de la gran música sacra y la tarea de la participación común en la sagrada liturgia pueden ir de la mano: la alegría solemne y la sencillez de la celebración humilde de la fe.

En los años del posconcilio se había manifestado sobre este punto, con renovada pasión, una muy antigua contraposición. Yo mismo crecí en la zona de Salzburgo, marcada por la gran tradición de esta ciudad, por lo que era obvio que las misas festivas acompañadas por coro y orquesta eran parte integrante de nuestra experiencia de fe en la celebración de la liturgia. En mi memoria está impreso de manera indeleble, por ejemplo, el momento en que al comenzar a resonar las primeras notas de la Misa de la Coronación de Mozart parecía que el cielo se abriera y experimentaba en lo más hondo la presencia del Señor. Mi gratitud se dirige también a vosotros, que me habéis hecho oír a Mozart, y al coro: ¡qué grandes cantos!

Sin embargo, junto a esto, estaba ya presente la nueva realidad del movimento litúrgico, sobre todo a través de uno de nuestros capellanes que más tarde llegaría a ser el vice-director y después rector del seminario mayor de Frisinga.

Posteriormente, durante mis estudios en Múnich llegué a conocer de manera más concreta el movimiento litúrgico gracias a las lecciones del profesor Pascher, uno de los expertos más importantes del Concilio en materia litúrgica y, sobre todo, a través de la vida litúrgica en la comunidad del seminario.

Así, poco a poco, comencé a percibir la tensión entre la «participatio actuosa» en la liturgia y la música solemne que envolvía la acción sacra, si bien aún no la advertía de manera tan fuerte.

En la constitución sobre la liturgia del Concilio Vaticano II está muy claramente escrito: «Consérvese y cultívese con sumo cuidado el tesoro de la música sacra» (114). Por otra parte, el texto resalta, como categoría litúrgica fundamental, la «participatio actuosa» de todos los fieles en la acción sagrada.

Lo que en la constitución se mantenía pacíficamente unido, más tarde, en la recepción del Concilio, fue a menudo objeto de una relación dramáticamente tensa. Ambientes importantes del movimiento litúrgico consideraban que en el futuro las grandes obras corales, e incluso las misas para orquesta, sólo encontrarían espacio en las salas de concierto, no en la liturgia, en la que habría lugar únicamente para el canto y la oración común de los fieles.

Por otra parte había temor porque esto causaría, necesariamente, un empobrecimiento cultural de la Iglesia. ¿Cómo conciliar ambas cosas? ¿Cómo aplicar el Concilio en toda su plenitud? Estas eran las preguntas que surgían en mí y en muchos fieles, tanto en gente sencilla como en personas con una formación teológica.

Pero llegados a este punto sería quizás justo plantear la pregunta de fondo: ¿qué es, en realidad, la música? ¿De dónde viene y a qué tiende?

Pienso que se pueden identificar tres «lugares» de los que surge la música.

Un primer origen es la experiencia del amor. Cuando los hombres fueron aferrados por el amor se abrió ante ellos otra dimensión del ser, una nueva grandeza y amplitud de la realidad que les empujó a expresarse de una manera nueva. La poesía, el canto y la música en general han nacido de este ser sorprendidos, de este abrirse a una nueva dimensión de la vida.

Un segundo origen de la música es la experiencia de la tristeza, el ser tocados por la muerte, por el dolor y los abismos de la existencia. También en este caso se abren, en dirección opuesta, nuevas dimensiones de la realidad que ya no pueden encontrar respuesta sólo en los discursos.

Por último, el tercer lugar de origen de la música es el encuentro con lo divino, que desde el principio es parte definitoria de lo humano. Con mayor razón es aquí donde se hace presente el totalmente otro y el totalmente grande que suscita en el hombre nuevos modos de expresarse. Tal vez sea posible afirmar que en realidad también en los otros dos ámbitos -el amor y la muerte- el misterio divino nos toca y, en este sentido, es el ser tocados por Dios lo que, en conjunto, constituye el origen de la música.

Encuentro que es conmovedor observar cómo en los salmos, por ejemplo, a los hombres ya no les basta ni siquiera el canto, por lo que se implican todos los instrumentos: se despierta la música oculta de la creación, su lenguaje misterioso. Con el salterio, en el cual actúan también los dos motivos del amor y de la muerte, nos encontramos directamente en el origen de la música sacra de la Iglesia de Dios. Se puede decir que la calidad de la música depende de la pureza y de la grandeza del encuentro con lo divino, con la experiencia del amor y del dolor. Cuanto más pura y verdadera sea esta experiencia, tanto más pura y grande será también la música que de ella nace y se desarrolla.

En este momento me gustaría expresar un pensamiento que en los últimos años me ha aferrado cada vez más, sobre todo teniendo en cuenta el hecho de que las distintas culturas y religiones entran en relación las unas con las otras.

En el ámbito de las distintas culturas y religiones está presente una gran literatura, una gran arquitectura, una gran pintura y grandes esculturas. Y en todas partes está también la música. Y sin embargo, en ningún ámbito cultural hay música de una grandeza comparable a la que nació en el ámbito de la fe cristiana. De Palestrina a Bach y a Händel, hasta Mozart, Beethoven y Bruckner, la música occidental es algo único, que no tiene igual en otras culturas. Y esto creo que debe hacernos pensar.

Ciertamente, la música occidental supera en mucho el ámbito religioso y eclesial. Pero ella encuentra a pesar de todo su origen más profundo en la liturgia, en el encuentro con Dios. En Bach, para el que la gloria de Dios representa el fin de toda la música, esto es del todo evidente. La respuesta grande y pura de la música occidental se ha desarrollado en el encuentro con ese Dios que, en la liturgia, se hace presente a nosotros en Jesucristo.

Esa música, para mí, es una demostración de la verdad del cristianismo. Allí donde se desarrolla una respuesta así, ha sucedido un encuentro con la verdad, con el verdadero Creador del mundo. Por esto la gran música sacra es una realidad de rango teológico y de significado permanente para la fe de toda la cristiandad, si bien no es en absoluto necesario que sea ejecutada siempre y en todas partes.

Por otra parte está claro, sin embargo, que no puede desaparecer de la liturgia y que su presencia puede ser un modo muy especial de participación en la celebración sagrada, en el misterio de la fe.

Si pensamos en la liturgia celebrada por San Juan Pablo II en cada continente, vemos toda la amplitud de las posibilidades expresivas de la fe en el acontecimiento litúrgico; y vemos también que la gran música de la tradición occidental no es ajena a la liturgia, sino que ha nacido y crecido en ella, contribuyendo así a darle siempre forma de nuevo. No conocemos el futuro de nuestra cultura y de la música sacra. Pero una cosa me parece clara: donde realmente acontece el encuentro con el Dios vivo que en Cristo viene hacia nosotros, allí nace y crece nuevamente también la respuesta, cuya belleza procede de la verdad misma.

La actividad de las dos universidades que me han otorgado este doctorado honoris causa -por el cual doy gracias de nuevo de todo corazón- representa una contribución esencial para que el gran don de la música que proviene de la tradición de la fe cristiana permanezca vivo y sea de ayuda para que la fuerza creadora de la fe no se extinga en el futuro.

Por esto les agradezco de corazón a todos no sólo el honor que me han concedido, sino también todo el trabajo que desarrollan al servicio de la belleza de la fe. ¡Que el Señor les bendiga a todos!

Written by Rafael De la Piedra