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«La vida de uno no está asegurada por sus bienes»

Domingo de la Semana 18ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 12, 13-21

Las lecturas dominicales nos muestran dos formas concretas de vivir y de entender la propia existencia en el mundo. Existe el modo de vivir del hombre que olvida el fundamento de su existencia: «¿qué le queda a aquel hombre de toda su fatiga y esfuerzo con que se fatigó bajo el sol?» (Eclesiastés 1,2; 2¸21-23). La respuesta a esta incómoda pregunta la encontramos en la carta de San Pablo a los Colosenses. Existe el hombre que busca el fundamento en «las cosas de arriba, no en las de la tierra» (Colosenses 3,1-5.9-11).

El Evangelio (San Lucas 12, 13-21), por su parte, opone la vida de quien cifra toda su realización en el tener, en el poder y el dejarse llevar por los placeres; y atesora malsanamente riquezas para sí; y la vida de quien funda su existencia en el ser, y atesora así riquezas delante de Dios.

«¡Vanidad de vanidades…todo es vanidad!»

La Primera Lectura pertenece al libro del Eclesiastés (o Qohélet que significa «el predicador») fue escrito alrededor del siglo III a.C. El libro, que pertenece a la literatura sapiencial , empieza y acaba con la sentencia que es el tema central de este escrito: «todo es vaciedad sin sentido». El término vaciedad o vanidad se repite hasta 64 veces en un libro que es breve (consta de 12 capítulos cortos). El texto puede dar la impresión de un nihilismo o pesimismo que menosprecia todo cuanto constituye el mundo y la vida del hombre. Pero es más exacto decir que, al relativizar o desmitificar con realismo los valores terrenos y caducos (amor y trabajo, placer y sabiduría, éxito y prestigio, etc.); afirma con claridad meridiana que este mundo no puede ser el descanso final del afán y el esfuerzo humano. La verdadera sabiduría proviene «de lo alto» y nos ayuda a entender cómo todo esfuerzo en este «breve peregrinar» se prolonga en la eternidad a la que todos estamos llamados.

«Buscad las cosas de arriba…»

En la Segunda Lectura, que es el inicio de la parte exhortativa de la carta a los Colosenses (3,1ss), San Pablo expone las motivaciones profundas de la moral cristiana, a partir de la nueva condición del bautizado. Lo primero es la vida de hijos de Dios que nos es regalada por el bautismo. Lo segundo, necesariamente unido a lo primero, es una existencia acorde con tal vida en Cristo. Lo que somos fundamenta y posibilita lo que debemos ser, incompatible con la vieja condición del hombre terreno. La vida cristiana debe de estar centrada en la persona de Cristo y en la tensión y esperanza escatológicas: «Porque habéis muerto, y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con Él».

En la tensión escatológica entre el «ya» y el «todavía no», necesitamos remitirnos continuamente a los valores evangélicos para que sopesando los bienes aquí abajo, no perdamos de vista los valores verdaderamente valiosos: los eternos. Debemos de entender que es mucho más valioso e importante «el ser» y «las personas» que «el tener» y que las cosas valen «en cuanto» son medios para vivir de acuerdo a nuestra dignidad de hijos de Dios. De lo que se trata en esta vida es de «ser más» y no de «tener más»

Un problema judicial

El Evangelio de hoy nos narra un episodio real de la vida de Jesús y nos hace ver que los litigios entre herma¬nos por cuestiones de herencia son tan antiguos como el hombre mismo ya que se daban también en el tiempo de Jesús. En esta ocasión la multitud que se había reunido para escuchar a Jesús era particular-mente numerosa: «Se habían reunido miles de personas, hasta pisarse unos a otros» (Lc 12,1) y Jesús les enseñaba su doctrina. Entonces, alguien, considerando que Jesús podría ser un buen árbitro en el litigio con su hermano, alza la voz entre la gente: «Maestro, di a mi hermano que reparta la herencia conmigo». El hombre quiere exponer el conflicto para escuchar el juicio de Jesús y tener a todos los presentes como testigos de lo que él sentencie. Pero su intervención es inoportuna e impertinente. Interrumpe las «Palabras de vida eterna» que Jesús pronunciaba y que la multitud escuchaba maravillada, para hacer prevalecer su propio interés material.

De esa manera deja en evidencia que no escuchaba la Palabra de Jesús, sino que su atención estaba concentrada en los bienes caducos de esta tierra. Jesús rehúsa entrar en este asunto respondiéndole de manera cortante: «¡Hombre!¿quién me ha constituido juez o repartidor entre vosotros?». Vemos en este episodio cómo se realiza uno de los destinos que puede tener la Palabra de Dios cuando es proclamada: «Una parte de la semilla cayó en medio de abrojos, y creciendo los abrojos, la ahogaron… éstos son los que han oído la Palabra, pero es ahogada por las preocupaciones, las riquezas y los placeres de la vida, y no llega a madurez» (Lc 8,7.14). Este hombre hizo morir la Palabra en su raíz porque su corazón estaba en otro lugar.

Las enseñanzas sobre los bienes

Aunque Jesús no se interesa por las circunstancias del litigio sobre la herencia, sin embargo, toma pie de este hecho para exponer su propia enseñanza sobre la relación con los bienes de este mundo. Así Jesús se revela como el «Maestro» que realmente es. Cuando la atención de todos ha sido atraída sobre el asunto de la herencia y ya todos están metidos en este tema, Jesús aprovecha para hacer una advertencia: «Mirad y guardaos de toda codicia, porque, aun en la abundancia, la vida de uno no está asegurada por sus bienes». Y para corroborar esta enseñanza expone la parábola del hombre cuyos campos dieron una cosecha abundante.

Es un cuadro que no se puede reproducir sino con las mismas palabras: «Los campos de cierto hombre rico dieron mucho fruto; y pensaba entre sí, diciendo: ‘¿Qué haré, pues no tengo dónde reunir mi cosecha?’ Y dijo: ‘Voy a hacer esto: Voy a demoler mis graneros, y edificaré otros más grandes y reuniré allí mi trigo y mis bienes’». Hasta aquí el razonamiento es impecable. Es una medida de prudencia económica irreprensible.

Pero lo que sigue revela un egoísmo cerrado: «Entonces diré a mi alma: Alma, tienes muchos bienes en reserva para muchos años. Descansa, come, bebe, banquetea». Para darle mayor dramatismo, Jesús describe la reflexión del hombre rico como un diálogo con su propia alma. No asoma por ningún lado la preocupación por el prójimo; todo es disfrutar de su propio bienestar, y esto, sin molestias de ningún tipo y ¡por muchos años! Jesús había enseñado que toda la ley y los profetas, toda la verdad acerca del hombre se resumía en el mandamiento del amor, uno de cuyos versos dice: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Y aquí el rico, en medio de tanta abundancia, no piensa más que en regalarse a sí mismo; no ama más que a sí mismo.

Por eso, sigue esta conclusión terrible: «Dios le dijo: ‘¡Necio ! Esta misma noche te reclamarán el alma; las cosas que preparaste, ¿para quién serán?’». ¡Terrible ser llamado «necio» por Dios mismo! No toleramos que algún hombre nos llame «necio» y lo consideramos una afrenta inaceptable. Pero cuando actuamos como el hombre rico pensando sólo en nuestro propio bien, es Dios mismo quien nos da ese calificativo. Y tiene razón. Mientras el hombre trazaba planes de placeres mundanos para muchos años, su vida terminaría esa misma noche.

Error total de cálculo, necedad total. Esa alma a la cual se le proponía disfrutar por muchos años, sería llamada a dar cuenta ante Dios esa misma noche. Por eso la pregunta es válida: «¿Para quién serán las cosas que preparaste? ¿Quién va a disfrutar de lo que trabajaste con tanto esfuerzo y dedicación?» Obviamente la respuesta es ésta: «para otros». Es decir, para aquellos en quienes ni siquiera había pensado.

 «Enriquecerse en orden a Dios»

Hasta aquí la parábola. Ahora sigue la conclusión de Jesús: «Así es el que atesora riquezas para sí, y no se enriquece en orden a Dios». Enriquecerse en orden a Dios; ¿cómo se hace esto? Ya el Eclesiastés había observado que «Él da (Dios) sabiduría, ciencia y alegría a quien le agrada; más al pecador da la tarea de amontonar y atesorar para dejárselo a quien agrada a Dios» (Ecle 2,26). También lo sabemos de boca del mismo Jesús cuando le dice a otro hombre rico: «Cuanto tienes véndelo y repártelo entre los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos: luego, ven y sígueme» (Lc 18,22). Todo dinero dado a los pobres es dinero acumulado en el cielo, «donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven y roben» (Mt 6,20).

El secularismo actual tiene que dar una respuesta a este juicio de Jesús. En efecto, el secularismo es la doctrina formulada o la mentalidad difusa que sostiene que todo el destino del hombre acaba en esta tierra y que no hay una vida eterna más allá de este tiempo, más allá del «siglo presente» . Por eso se busca gozar al máximo en esta tierra, literal¬mente como el hombre necio de la parábola. La advertencia de Jesús contra esa mentalidad es contundente. Los bienes de esta tierra no nos pueden asegurar la vida. No nos pueden asegurar la vida terrena, pero mucho menos la vida eterna. Consciente del peligro que encierran las riquezas de este mundo, San Pablo nos exhorta a desapegar el corazón de ellas: «Hermanos, ya que habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra» (Col 3,1-2) ya que «donde está nuestro tesoro ahí estará nuestro corazón» (ver Mt 6, 21).

Una palabra del Santo Padre:

«Desearía pediros que recéis conmigo a fin de que los jóvenes que participaron en la Jornada mundial de la juventud puedan traducir esta experiencia en su camino cotidiano, en los comportamientos de todos los días; y que puedan traducirlos también en las opciones importantes de vida, respondiendo a la llamada personal del Señor. Hoy en la liturgia resuena la palabra provocadora de Qoèlet: «¡Vanidad de vanidades; todo es vanidad!» (1, 2).

Los jóvenes son particularmente sensibles al vacío de significado y de valores que a menudo les rodea. Y lamentablemente pagan las consecuencias. En cambio, el encuentro con Jesús vivo, en su gran familia que es la Iglesia, colma el corazón de alegría, porque lo llena de vida auténtica, de un bien profundo, que no pasa y no se marchita: lo hemos visto en los rostros de los jóvenes en Río. Pero esta experiencia debe afrontar la vanidad cotidiana, el veneno del vacío que se insinúa en nuestras sociedades basadas en la ganancia y en el tener, que engañan a los jóvenes con el consumismo.

El Evangelio de este domingo nos alerta precisamente de la absurdidad de fundar la propia felicidad en el tener. El rico dice a sí mismo: Alma mía, tienes a disposición muchos bienes… descansa, come, bebe y diviértete. Pero Dios le dice: Necio, esta noche te van a reclamar la vida. Y lo que has acumulado, ¿de quién será? (cf. Lc 12, 19-20).

Queridos hermanos y hermanas, la verdadera riqueza es el amor de Dios compartido con los hermanos. Ese amor que viene de Dios y que hace que lo compartamos entre nosotros y nos ayudemos. Quien experimenta esto no teme la muerte, y recibe la paz del corazón. Confiemos esta intención, la intención de recibir el amor de Dios y compartirlo con los hermanos, a la intercesión de la Virgen María».

Papa Francisco. Ángelus 4 de agosto de 2013.

 Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. Vive como si fuera el último día de tu vida. ¿Qué harías? ¿Qué dejarías de hacer? ¿Por qué no vivir sopesando el peso de cada uno de nuestros actos a la luz del texto evangélico? Vivamos con humildad el horizonte de eternidad que el Señor nos invita a vivir.

2. Lee y medita el texto del libro de la Sabiduría 15, 9-13. ¿Qué conclusiones puedes sacar?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 2534- 2557.

https://www.youtube.com/watch?v=ducWFWW8VT4

Written by Rafael De la Piedra