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«Levántate y vete; tu fe te ha salvado»

Domingo de la Semana 28ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C – 13 de octubre de 2019

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 17, 11-19

La obediencia de la fe y la gratitud ante los dones de Dios nos ayudan a leer unitariamente los textos de este Domingo. Los diez leprosos se fían de la palabra de Jesús y se ponen en camino para presentarse a los sacerdotes, a fin de que reconocieran que están curados de la lepra y sólo uno se volvió para agradecer el milagro (San Lucas 17, 11-19). Naamán, el sirio, obedece las palabras del profeta Eliseo, a instancias de sus siervos, sumergiéndose siete veces en el Jordán, con lo que quedó curado de la lepra.

En acto de gratitud promete ofrecer solamente a Yahvé holocaustos y sacrificios (segundo libro de los Reyes 5,14-17). La obediencia de la fe y su gratitud ante la salvación que proviene de Jesús hacen que San Pablo termine en cadenas y tenga que sufrir no pocos padecimientos (segunda carta de San Pablo a Timoteo 2, 8-13).

 ¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!

El relato evangélico de este Domingo relata un episodio real de la vida de Jesús que refleja la conducta humana en general: sólo una de cada diez personas que han recibido un beneficio lo reconoce y agradece. Y esta conducta, lamentablemente, es aún más evidente cuando se refiere a los beneficios recibidos de parte de Dios.

Mientras Jesús iba de camino a Jerusalén, salen a su encuentro diez leprosos. Dada su condición de segregados, sólo desde una prudente distancia se atreven a gritar: «¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!» . La ley exigía que los sacerdotes certificaran la mejoría de quien había sido afecto de lepra. Jesús los manda a presentarse a los sacerdotes y, por el camino, quedan curados. Viéndose curados, nueve de ellos seguramente empezaron a pensar en la restitución a sus hogares, a sus amigos, a la vida social normal, etc.; y se olvidaron que habían recibido un beneficio; no reconocieron que alguien había tenido compasión de ellos.

Uno sólo de los diez leprosos tiene la actitud justa: «Viéndose curado, se volvió glorificando a Dios en alta voz; y, postrándose rostro en tierra a los pies de Jesús, le daba gracias». El Evangelio recalca la nacionalidad del único que volvió a dar gracias a Jesús: «Éste era un samaritano». También Jesús lo nota y pregunta: «¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero?». Podemos concluir que los otros nueve leprosos eran judíos.

 La gratitud y la ingratitud

¿Es real esta proporción: uno de diez? ¿Es tan común la ingratitud? La gratitud es parte de la justicia; tiene por objeto reconocer y recompensar de algún modo al bienhechor por el beneficio recibido. En este caso, el único que lo hizo, no pudiendo recompensar de otra manera, «postrándose a los pies de Jesús, le daba gracias». Conviene aquí citar un texto clásico de Santo Tomás de Aquino acerca de esta virtud: «La gratitud tiene diversos grados. El primero es que el hombre reconozca que ha recibido un beneficio; el segundo es que alabe el beneficio recibido y dé gracias por él; el tercero es que retribuya, a su debido tiempo y lugar, según sus posibilidades. Pero, dado que lo último en la ejecución es lo primero en la decisión, el primer grado de ingratitud es que el hombre no retribuya el beneficio; el segundo es que lo disimule, como restándole valor; el tercero y más grave es que no reconozca haber recibido beneficio alguno, sea por olvido o por alguna otra razón» (Suma Teológica, II-II, q. 107, a. 2 c.).

La ingratitud es entonces una injusticia, más o menos grave, según su grado. El que sufre esta injusticia siente dolor. Muchas veces es el pago de las personas que más se ama. ¡Cuántos padres hay que sufren en silencio este dolor causado por la ingratitud de sus hijos! Pues mayor es el dolor cuanto mayor es el beneficio que no se reconoce y retribuye. Este dolor también lo sintió Jesús. Jesús no se queja de la injusticia sufrida de parte de los nueve; Él es «varón de dolores y habituado a padecer» (Is 53,3), y estaba destinado a sufrir injusticias mucho mayores. Pero, para educación nuestra, expresa su incredulidad por la ingratitud de los nueve: «¿No quedaron limpios los diez? Los otros nueve ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero?».

Este es nuestro comportamiento más frecuente con Dios. De Él lo hemos recibido absolutamente todo, comenzando por el invalorable don de la vida; pero, difícilmente lo reconocemos y tanto menos le agradecemos como es debido. Un antiguo poema citado por San Pablo, dice: «En Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hechos 17,28). Y en otra ocasión San Pablo pregunta: «¿Qué tienes que no hayas recibido?» (1Cor 4,7). Por eso resulta ejemplar y proverbial la actitud del justo Job cuando, al verse privado de sus hijos y de todos sus bienes, reconoce: «Desnudo salí del vientre de mi madre, desnudo allá retornaré. El Señor dio, el Señor quitó: ¡Sea bendito el nombre del Señor!» (Job 1,21).

 ¡Tu fe te ha salvado!

Hemos recibido de Dios la existencia y todos nuestros bienes; pero sin duda el mayor beneficio que hemos recibido es la salvación, es decir, la posibilidad de compartir su vida divina y gozar de su eternidad feliz. Este es un don tan absolutamente gratuito que se llama precisamente «gracia». Para obtenernos este don el precio que se debió pagar fue la muerte de Cristo en la cruz. «Habéis sido rescatados no con oro o plata, sino al precio de la sangre preciosa de Cristo» (ver 1Ped 1,19). A este elevado precio se nos concedió la salvación y ella llegó a nosotros a través de la predicación del Evangelio y de los sacramentos de vida. Es justo que quienes reconocemos este beneficio de valor infinito, expresemos nuestra gratitud, «glorificando a Dios en voz alta… y dando gracias a Jesús».

Jesús no se queja por la ingratitud hacia Él, como si esperara un reconocimiento o estuviera resentido, porque no se le dio. Jesús lo lamenta por ellos, por los nueve que no volvieron «a dar gloria a Dios»; lo lamenta porque de esa manera se privaron de un don infinitamente mayor que la curación de la lepra; se privaron del don de la salvación que Él quería concederles. Por eso, sólo al que volvió pudo hacerle este don: «Le dijo: ‘Levántate y vete; tu fe te ha salvado»». Este don de la salvación, que es el único que interesa verdaderamente a Jesús, Él quería dárselo a los diez, sobre todo, a los otros nueve que eran judíos; lo pudo dar, gracias a su fe, sólo a un buen samaritano.

La curación de Naamán

La curación del sirio Naamán es un milagro que podría haberse convertido en un asunto de política internacional ya que sirios, arameos e israelitas mantenían una paz muy inestable que podía ser aprovechada por las bandas de guerrillas para sus propios fines. La enfermedad que vemos en este pasaje no debe de haber sido propiamente lepra: si lo fuera, el contagio lo apartaría de todo cargo público, así como de acompañar al rey al templo. Se trata, sin duda, de una enfermedad crónica de la piel que, a juzgar por 2Re 5, 27; podría ser leucodermia o vitíligo (ver Lev 13). El asunto comienza con una ocurrencia de una criada que habían traído de Israel: «Ah, si mi señor pudiera presentarse ante el profeta que hay en Samaría, él le curaría la lepra» (2Re 5, 3). De ésta sube a la señora, de ella a su marido, del marido al rey de Siria, de éste al rey de Israel, de éste al profeta.

El contrapunto lo descubrimos en el movimiento de humillación: Naamán el magnate tiene que bajar del rey al profeta, de éste a un criado, después baja al Jordán; y una vez curado y convertido, pedirá tierra para postrarse en Siria confesando a Yahveh. La curación está expresada en dos formas: una es «librar de»; es una forma precisa y es empleada por la criada, el rey de Siria, el rey de Israel y Naamán. La otra es «limpiar», fórmula típica del culto (ver Lev 13-16) y ésta es empleada por Eliseo, Naamán con desprecio, los criados y el narrador. La distinción es significativa: Naamán parece tomarla en sentido profano para lavarse y limpiarse no necesita ni Jordán ni profeta, lo que él quiere es curarse de una enfermedad. Eliseo subraya la visión sacra al mandar que se bañe siete veces: el río de Israel con la palabra profética devolverán la «verdadera limpieza». De hecho, Naamán termina proclamando admirablemente que: «Ahora conozco bien que no hay en toda la tierra otro Dios que el de Israel».

Los milagros de Jesús

La estadística narrativa de los milagros de Jesús es muy amplia: unos treinta y cinco en total, de los cuales treinta se encuentran en los tres evangelistas sinópticos y cinco en Juan: La mayor parte de los milagros de Jesús son curaciones de enfermos y endemoniados, hay también de resurrecciones de muertos como el hijo de la viuda de Naim, Lázaro y la hija de Jairo; asimismo, algunos portentos sobre la naturaleza: tempestad calmada, caminar sobre las aguas, pesca milagrosa, agua convertida en vino, multiplicación de los panes. Hacer milagros no fue algo exclusivo de Jesús, si bien Él los realiza con potestad propia y no vicaria.

Pero también los apóstoles realizaron milagros a partir de la potestad delegada por Jesús a ellos. Asimismo, en el Antiguo Testamento vemos, entre otros, los impresionantes prodigios obrados por Elías y Eliseo. Los milagros no sustituyen ni sustentan nuestra fe, sino que la hacen entrar en un orden de exigencia más elevado. En el Nuevo Testamento las circunstancias y las lecciones a partir de los milagros son tan interesantes como los milagros mismos. El Evangelio de este Domingo es un claro ejemplo de esto.

¿Somos mal agradecidos?

Nosotros tenemos una forma muy especial de poder agradecerle a Dios el don de la vida eterna. Lo podemos hacer ofreciéndole en retribución algo que Él mismo ha puesto en nuestras manos: se trata de la participación en la Eucaristía dominical, que literalmente significa «acción de gracias». Pero, precisamente en ella, no participa más o menos el 10% de los católicos. Ese 10% parece escuchar la suave queja del Señor: «¿No he muerto yo en la cruz por todos? ¿El otro 90% dónde está?» Esta vez sí le debe doler nuestra ingratitud, porque el beneficio que Él nos hizo es infinito. Por eso nuestra indiferencia es ofensiva. ¡Hagamos de la misa el corazón de nuestro Domingo «día del Señor»!

Una palabra del Santo Padre:

«El Evangelio de este domingo presenta a Jesús curando a diez leprosos, de los cuales sólo uno, samaritano y por tanto extranjero, vuelve para darle las gracias (Cf. Lucas 17, 11-19). El Señor le dice: «Levántate y vete; tu fe te ha salvado» (Lucas 17, 19).

Este pasaje evangélico nos invita a una reflexión doble. Ante todo, hace pensar en dos niveles de curación: uno más superficial, afecta al cuerpo; el otro, más profundo, a lo íntimo de la persona, lo que la Biblia llama el «corazón», y de ahí se irradia a toda la existencia. La curación completa y radical es la «salvación». El mismo lenguaje común, al distinguir entre «salud» y «salvación», nos ayuda a comprender que la salvación es mucho más que la salud: es, de hecho, una vida nueva, plena, definitiva. Además, aquí Jesús, como en otras circunstancias, pronuncia la expresión: «tu fe te ha salvado». La fe salva al hombre, restableciéndole en su relación profunda con Dios, consigo mismo y con los demás; y la fe se expresa con el reconocimiento. Quien, como el samaritano curado, sabe dar las gracias, demuestra que no lo considera todo como algo que se le debe, sino como un don que, aunque llegue a través de los hombres o de la naturaleza, en última instancia proviene de Dios. La fe comporta, entonces, la apertura del hombre a la gracia del Señor; reconocer que todo es don, todo es gracia. ¡Qué tesoro se esconde en una pequeña palabra: «gracias»!

Jesús cura diez enfermos de lepra, enfermedad que entonces era considerada como una «impureza contagiosa», que exigía un rito de purificación (Cf. Levítico 14,1–37). En realidad, la lepra que realmente desfigura al hombre y a la sociedad es el pecado. El orgullo y el egoísmo engendran en el espíritu indiferencia, odio y violencia. Sólo Dios, que es Amor, puede curar esta lepra del espíritu, que desfigura el rostro de la humanidad. Al abrir el corazón a Dios, la persona que se convierte es sanada interiormente del mal».

Benedicto XVI. Ángelus 14 de octubre de 2007

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. ¿Somos agradecidos con los dones que Dios diariamente nos otorga gratuitamente? Pensemos con sinceridad y elevemos diariamente una oración de «acción de gracias» por todos los dones recibidos.

2. «Si hemos muerto con Él, también viviremos con Él, si nos mantenemos firmes, también reinaremos con Él», nos dice San Pablo. ¿Soy fiel a mi fe? Pidamos al Señor el don de la fidelidad a nuestras promesas bautismales de donde proviene mi fe.

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 168- 175. 547-550. 1500- 1510.

Written by Rafael de la Piedra