LOGO

¿Tiene sentido tener fe hoy en día?
¿Dónde encontrar las respuestas a nuestras inquietudes más profundas?
¿Cuáles son las razones para creer?

Médicos deprimidos de cara al dolor humano 1122_dolor_ Full view

Médicos deprimidos de cara al dolor humano

Es propio del arte médica tratar con la vida, la muerte, el sufrimiento y el dolor humano. ¿Qué aporta la fe cristiana a esta comprensión y a la actitud interior y exterior que tenemos frente al dolor y al sufrimiento? Les comparto un excelente – aunque un poco largo – artículo sobre este tema. Los vídeos son muy buenos. 

Guerrero & Arteaga / http://www.portaluz.org

Afirma la Sagrada Escritura que el Señor Jesús pasó curando las dolencias de muchos (Mt 4, 23; 9, 35; 10, 1; Lc 4, 40), experimentó el dolor personalmente, fue llamado «Varón de dolores», «acostumbrado al sufrimiento». Al llevar a cumplimiento las profecías del siervo sufriente (de Isaías 42-52), nos regala la salvación por el camino del sufrimiento (Mc 3, 5; Lc 19, 41; Jn 11, 35; 13, 21) y particularmente en su Pasión no como algo accidental o marginal sino como esencial a su obra salvadora. En el corpus paulino hay una mística del dolor que informa la vida de los discípulos (cf. 1 Cor 4, 9-13; Col 1, 24). ¿Qué valor tiene esa comprensión hoy?, ¿esas actitudes, tienen valor universal?

De esta manera se aborda en este ensayo primeramente el hecho del dolor humano (a), luego un intento por comprender el dolor humano a la luz de la fe cristiana (b), y finalmente se entregan algunas pistas para encarar el dolor humano (c). Reconocemos que en un tema así, de alguna manera, reflexionamos sobre nuestro dolor, nuestra comprensión y tratamos de nuestras propias actitudes frente a él. Por eso planteamos preguntas pistas más que respuestas acabadas.

«Estoy cursando una depresión grave, me he metido mucho en el dolor de los pacientes, no he podido aliviarlos a todos, el duelo me está matando… Cuídate, que no te pase lo mismo», afirmaba un doctor argentino en un reciente congreso médico en Santiago de Chile(1) .

¿Cuál es la postura de un médico cristiano frente al dolor y el sufrimiento?, ¿puede ser la fe una ayuda eficaz para tratar el dolor y además ayudar a quien acompaña al que sufre? Cabe destacar que en el universo de personas que sufren o consultan por dolor, nos encontramos con una gran mayoría que arrastra dolores físicos o sufrimientos espirituales que si bien no son de una gran intensidad, terminan por vencer las resistencias o la capacidad para sobrellevarlo. Esto adquiere mayor significado cuando el dolor que se experimenta carece de sentido o es percibido como un fenómeno de connotación radicalmente negativa. Existen, además, dolores que por su intensidad o naturaleza son capaces de barrer con toda capacidad humana de defensa, sublimación o aceptación. Estos dolores incluso atentan contra la dignidad humana de quien los padece y representan una urgencia desde el punto de vista terapéutico.

Frente a esa población doliente se encuentra el personal de la salud, la mayoría de las veces capacitados para manejar el dolor como un elemento útil en el diagnóstico y evaluación de una terapia que apunta al cuadro causal, y no al manejo del dolor como un fenómeno complejo, que muchas veces sobrepasa al simple cuadro que lo desencadena.

a. El hecho del dolor humano

Tal vez lo primero que habrá que aclarar es la naturaleza o definición del dolor. En términos teológicos generales se puede decir que el dolor es el efecto del mal en la persona humana(2) . Su experiencia es universal y su realidad multifacética. Nadie se puede sustraer a esa experiencia y su realidad. Es también un escándalo, porque aparece como un obstáculo y frustración a los deseos y anhelos más profundo que habitan en el corazón humano; por lo tanto, en toda la historia el ser humano ha realizado esfuerzos por comprenderlo intelectualmente y por combatirlo con eficacia. Ya lo afirmaba Juan Pablo II en su carta apostólica Salvifici Doloris dedicada al tema del sufrimiento humano: «El sufrimiento humano despierta compasión, suscita también respeto, y en cierto modo también intimida. Efectivamente, en él se encierra la magnitud de un auténtico misterio».

Tal vez el dolor más inmediato es el dolor físico, que afecta nuestra comprensión de lo que somos, de nuestra estructura interior. El dolor corporal me recuerda que no solo tengo cuerpo sino que soy cuerpo. Desde la reflexión racional se puede hacer un acercamiento a lo humano en tres niveles: a su dimensión corporal y la relación del hombre con el mundo; a su dimensión psíquica y la relación del hombre con los demás, y a la dimensión espiritual, a la relación del hombre con lo trascendente. Dimensiones que están profundamente interconectadas. El ser humano se experimenta en primer lugar como un organismo unitario, como un ser vivo que nace, que se reproduce, y que no se explica como artefacto o máquina, sino que tiene un «principio vital». Es necesario que cada dimensión nos pueda explicar al hombre entero y no fragmentariamente(3) .

La corporalidad humana es en sí objeto de diversas ciencias (Biología, Medicina, Anatomía). Pero además de un objeto (tengo cuerpo), se puede estudiar cómo aparece al sujeto humano, cómo aparece en mí conciencia. Mi cuerpo es observable, lo puedo colocar ante mí. Y mi cuerpo es parte de mi sujeto, constituye mi ser, no está frente a mí, ‘es yo mismo’ (soy cuerpo). El cuerpo es ante todo un «organismo», es decir, materia organizada que forma parte de la naturaleza: Lentamente nos vamos dando cuenta que por mi cuerpo soy parte del mundo sensible.

Hay diversas formas de explicar el cuerpo como un organismo. El cuerpo se manifiesta así como una totalidad organizada (unidad de varios elementos que convergen al bien de la totalidad), una totalidad estructurada (los diversos grados de ser y las funciones en el cuerpo son animadas e interrelacionadas de tal manera, que cuando son vivas, constituyen mi cuerpo, al que en su totalidad poseo, animo y dirijo), una totalidad centrada (mi cuerpo no actúa desde afuera, sino desde dentro).

Pero hay otra dimensión de la corporalidad, la subjetividad de mi cuerpo. Aspecto inseparable de lo anterior. Nos aclara la relación del yo con mi cuerpo, que es más que una «cosa», un objeto. De la experiencia desprendo que tengo cuerpo, y más aún, soy cuerpo. Mis miembros son míos, pero no son idénticos a mi yo. Yo no soy totalmente mi cuerpo, y muchas veces no puedo manejar mis miembros a mi antojo, ponen resistencia (es el caso de la enfermedad). El cuerpo me hace presente en el mundo, una presencia física (estoy en el mundo) e intencional (soy en el mundo). A esto lo llamamos mundaneidad.

Es algo más que estar en el mundo, es hacer el mundo «humano». Estamos abiertos al mundo, el mundo es tarea nuestra y lo que media entre mí yo y el mundo es mi cuerpo. «El cuerpo es el medio donde toman forma concreta las posibilidades humanas, porque el hombre solo se realiza en su comunión con las cosas y con los hombres. Actuando sobre la naturaleza y tratando con sus semejantes es como el existente humano se cumple en su calidad de persona y alcanza su plenitud de ser. Esta función es ejercida mediante el cuerpo, o en instalación corpórea, único medio para conectar con el mundo y hacerse presente en él»(4) . La manera natural de ser es en el espacio y en el tiempo.

La enfermedad nos enfrenta con lo corporal, con su dinámica y con la estructura íntima de mi ser. Pues descubrimos una dificultad en la armonía básica de nuestra estructura interior. El dolor nos lleva a percibir el cuerpo no como aliado, sino como un otro, independiente, rebelde, opresor. Se vuelve un objeto. También nos desarticula la relación con los demás, pues el enfermo o doliente, forzado a la inactividad, apartado de sus compromisos habituales, entregado al cuidado de otros, encerrado a menudo en un ambiente reducido, experimenta la soledad y también la dependencia a otros. La enfermedad y el dolor nos permiten experimentar fuertemente la finitud. Nuestras heridas nos permiten entrar en lo más interior que hay en nosotros, en nuestros miedos y esperanzas.

El dolor pone en evidencia nuestra fragilidad y la precariedad de nuestra creaturalidad. Nos permite comprendernos como finitos y limitados. De alguna manera esto nos hace plantearnos preguntas por lo trascendente. El dolor evoca siempre a la muerte, donde el enigma de la persona humana llega a su cumbre. Apartado de las ocupaciones y vínculos habituales, el paciente experimenta la contingencia de la vida, el mundo marcha (tal vez bien) sin él, y no se detiene, no lo espera. En definitiva, el dolor es un desafío a la libertad humana, invita a la reunificación de las dimensiones del sujeto, a la restitución de la comunicación con los demás y a la integración de la finitud y la muerte. De este modo, el sufrimiento puede ser definido como el estado de malestar severo asociado con eventos que amenazan la integridad de la persona(5) .

En suma, el dolor invita a una reflexión «metafísica», pues va más allá de la alteración de las funciones somáticas, es una situación «existencial», abarca todas las dimensiones de nuestra existencia. Influye más allá de lo corporal, al núcleo de la existencia, a nuestra libertad. No es tanto una desgracia o un desorden, es parte de nuestra existencia y hay que saber vivir con él, luchas contra él, pues amenaza la existencia y tenemos que saber integrarlo.

b. El dolor humano a la luz de la fe cristiana

La Sagrada Escritura, fuente básica para la revelación y dato de la fe cristiana, no oculta los aspectos sombríos de la existencia humana. Al contrario, los plantea con un crudo realismo. Aunque su visión del dolor y de la enfermedad depende radicalmente de su entorno cultural (en diversos aspectos ya superado), y nunca se aborda por sí mismo (no tiene una curiosidad científica), sino que intenta ubicar su lugar en la historia de la salvación y cómo enfrentarlo a la luz de la fe, nos entrega datos valiosos. Israel cree en un Dios bueno, que ha creado todo bueno y que no es responsable por el mal en el mundo; también experimenta el dolor, el sufrimiento y el mal. Es parte de la ambigüedad de la vida. La experiencia de Dios no resuelve esa oscuridad o contradicción, sino que a veces la hace más escandalosa todavía(6).

Ahora, la fe de Israel experimenta que el dolor, el sufrimiento, la fatiga, la muerte, no forman parte del plan original de Dios, sino que han sido introducidos en la historia por el pecado. Dios es el Dios de la vida, la enfermedad y el dolor son un signo visible de un quiebre en ese designio de Dios por el pecado humano. Aunque hay un gran avance en el desarrollo de estas convicciones antiguas, el enigma sigue abierto. Un paradigma de esa búsqueda de soluciones al tema es todo el libro de Job, que pone en crisis la doctrina tradicional de la retribución. El sufrimiento y el dolor no desmienten el amor de Dios. Invitan a enfrentarlo con fe y esperanza, pues Dios libera del dolor y de la muerte y lo consumará definitivamente.

El Nuevo Testamento no se aleja mucho del Antiguo en su comprensión de la enfermedad. Los evangelios ven en el dolor una consecuencia del pecado y un signo del poder del demonio sobre el ser humano (cf. Lc 13, 16), sin embargo rechaza una concepción de la enfermedad como castigo por el pecado (Jn 9, 3; 11, 4). Jesús, adaptándose a su ambiente, es invitado a visitar a los enfermos o lo hacía por propia iniciativa y realizaba para ellos poderosos milagros, pues es una prueba de la misericordia divina y de la cercanía del Reino(7) . Su actividad taumatúrgica es un anticipo de la salvación definitiva, de todos, de todas las dimensiones de la persona humana. Jesús sana por la palabra (Mc 2, 11; 10, 52) y por los gestos (Mc 6, 5; 7, 33-34; 8, 23-25). Incluso a alguno le bastaba tocar su manto para ser sanado (Mc 5, 25). Jesús no se contenta con hacer algunos signos de su obra salvífica con los enfermos, sino que ordena a los discípulos hacerlo en su nombre (cf. Mc 6, 13). No consuela con un más allá mejor de manera espiritualista, sino que su salvación incorpora todo lo humano, ofrece ahora algunos signos de esa salvación futura, signos siempre provisionales, pues a nadie eximió de la mortalidad. Jesús llegó a señalar que entre los signos que deciden nuestro destino final está nuestra actitud con los enfermos y se llegó a identificar con el más pequeño de ellos (Mt 25, 31-46).

A la luz de la praxis de Jesús y especialmente de lo que Él mandó a sus discípulos, la Iglesia primitiva se preocupó de los enfermos (Sant, 5, 13-16)(8) . Los discípulos realizaron muchas curaciones en nombre de Jesús (pues Él es quien las realiza con la fuerza del Espíritu en medio de su Iglesia). La Iglesia reconoce en las sanaciones uno de los signos del tiempo mesiánico, ella realizó una pastoral de los enfermos y se acerca al dolor humano a la luz de la Pasión de Cristo (Col 1, 24; 2 Cor 12, 7-10).

c. Encarando el dolor humano

El episodio del médico argentino, narrado al comienzo, nos invita a reflexionar sobre la forma en que el dolor de un tercero puede ser asumido por aquellas personas que por diversos motivos o circunstancias se ven jugando un papel activo en el cuidado de un paciente doliente.

El cuadro de depresión debida a la acumulación de procesos de duelos irresolutos o mal manejados en la persona del tratante (médico, paramédico o cuidador responsable) es conocido como Burn-out syndrome(9) .

Corresponde a la tipificación nosológica de un cuadro al que están expuestos todos los profesionales y cuidadores de pacientes que sufren dolor crónico, cursan enfermedades terminales o se encuentran en estados vegetativos. El temor consciente o inconsciente a verse expuesto a este cuadro, o lo que simplemente podemos llamar miedo al sufrimiento, determinan la adopción de una serie de conductas defensivas tendientes a minimizar el «excesivo» contacto con el dolor. Estas van desde su negación hasta el abandono del paciente.

Jesús, al aceptar y vivir su Pasión como evento doloroso (culminación de su existencia terrena, por tanto también su experiencia del dolor), hace del dolor humano un instrumento fundamental para su acción salvadora. Cambia la connotación negativa radical que tiene el dolor desde el origen (pues para Él el dolor no puede ser fruto del pecado sino consecuencia del pecado humano y de asumir una existencia terrena, limitada y finita). Por otra parte, no transforma el dolor en un bien deseable, pues lucha contra él. Cristo acepta, obedece, pero no busca el sufrimiento.

Parece que el camino se orienta por un tratamiento integral del dolor y el sufrimiento de los pacientes. Por otra parte, ¿cómo tratar un problema que no puede ser medido o comprendido en todas sus facetas? ¿Cómo evitar que la acumulación de dolores terminen por anular nuestra capacidad de actuar objetivamente o de sumirnos en el pozo de la depresión?

Jesús no rehuye sino que se involucra con el dolor del hombre y así lo manda a sus discípulos. La necesidad de involucrarnos con el dolor ajeno parece inexcusable, como instrumento necesario para visualizar los parámetros subjetivos, comunitarios y trascendentes que constituyen el dolor humano, y posibilitar su real dimensión y adecuado manejo. Además, parece necesario impulsar el accionar por la compasión y la misericordia. Estos parecen elementos fundamentales que evitan que la labor curativa se transforme en una mera aplicación de técnicas analgésicas, desprovista de lo que llamamos «humanidad» y carente de lo necesario para ajustarse a los requerimientos personales más íntimos de todo paciente.

La decisión de exponernos «de cara» al dolor, nos somete al riesgo de la autodestrucción gradual, lenta y segura. La prevención del sobrecalentamiento motiva variadas conductas entre los integrantes de unidades de dolor y cuidados paliativos, que van desde las terapias grupales y ejercicios de duelo hasta la incorporación en talleres de pintura y cerámica. Evidentemente, el sufrimiento humano intimida y proyectado sobre nuestras vivencias genera angustia. Es difícil encontrar en él la necesaria gratificación que en forma inconsciente perseguimos, máxime si nos «hacemos cargo» de él y no logramos aliviarlo plenamente. En este punto, la motivación puede jugar un papel fundamental. Cifrar exclusivamente nuestras expectativas en el solo acto terapéutico de aliviar el dolor y el sufrimiento reviste un alto riesgo de frustración e insatisfacción. Pues muchas veces el alivio es parcial, o solo se logra cambiar el dolor por otros síntomas indeseables.

La propuesta que sugiere este ensayo se orienta a lograr que nuestro accionar esté motivado por una auténtica compasión y misericordia, lo que implica, como lo afirman dichos conceptos, disponer el corazón de nuestro ser sensible en sintonía con el que sufre. En Jesucristo tenemos un modelo, que lo enseña a los suyos. Las expectativas no pueden estar exclusivamente en el acto terapéutico, sino en el deseo misericordioso de aliviar la carga de un hermano doliente, del mismo Cristo doliente, sustentado en un impulso amoroso. Si no se logra el alivio de todo el dolor físico o espiritual, el esfuerzo se justifica por la entrega de amor y compasión en sí, donde es posible encontrar la auténtica gratificación interior que nutre nuestro espíritu y nos ayuda a combatir el temido Burn-out syndrome. Evitando basar todas nuestras expectativas en un éxito terapéutico exclusivo, el que no siempre nos estará dado alcanzar.

De esta manera, el adecuado enfrentamiento del dolor requiere algo más que la adquisición de destrezas farmacológicas e intervencionistas, sintonía con la complejidad y con el misterio que el dolor y la persona humana encierra. Parece indispensable que a las futuras generaciones de profesionales de la salud se les prepare en aquellos elementos que les permitan aproximarse y enfrentar sanamente el dolor de los pacientes a los que estarán llamados a aliviar. Es necesario restablecer principios muchas veces olvidados de la paliación y la ortotanasia; capacitar a los médicos del futuro para asistir pastoralmente a los pacientes en etapa terminal, cuando sea necesario y en la medida de lo posible. Así, el enfrentamiento con el dolor generará menos repulsión, angustia o frustración en quienes están llamados a tratarlo.

Aliviar y acompañar compasivamente el dolor humano, de manera activa -a veces en silencio- cuando se han visto superados todos los esfuerzos humanos y no se ha logrado el objetivo de superar el dolor, permitir que el paciente encuentre un sentido a su dolor, parece que apunta directamente a la esencia de lo que significa ser «médico». Y parece que eso no se hace sin apoyo de la fe, oración y de la comunidad de creyentes(10).

Citas:
1: Congreso de CLASA, Santiago 1997.
2: «El dolor es la experiencia humana del mal» (A. Bonora en Mal/Dolor, en P. Rossano, G. Ravasi, A Girlanda, Nuevo Diccionario de teología Bíblica, Ediciones Paulinas, Madrid 1990, 1090). También se pueden ver el artículo de J. Scharbert, Dolor, en H. Fries, Conceptos Fundamentales de Teología, Edición Cristiandad; Madrid 19792, vol. 1, 377-384; los libros de C. S. Lewis, El problema del dolor, Editorial Universitaria, Santiago 19944; Una pena observada, Editorial Andrés Bello, Santiago 1994; y de M. Serentha, El sufrimiento humano a la luz de la fe, Ediciones Mensajero, Bilbao 1995. Allí afirma: «Nos encontramos frente a un hecho que supera la posibilidad de comprensión adecuada: por la multiplicidad de aspectos que tiene, por la radicalidad de los problemas que plantea, por el grado de compromiso personal (antropológico) que implica» (ibídem, 7).
3: Cf. J. Vélez Correa, El hombre, un enigma. Antropología Filosófica. CELAM, Santa Fe de Bogotá 1995.
4: Juan de Sahagún Lucas, Las dimensiones del hombre. Antropología Filosófica, 154s.
5: El sufrimiento se extiende más allá de lo físico, se presenta con o sin dolor, se origina en este contexto cuando se percibe una inminente destrucción de la persona, y persiste hasta que la integridad de la persona es restaurada de una u otra forma. «The Nature of Suffering and the Goals of Medicine». Cassel, E. N.E.J.M. V: 306, Nº 11. 1992.
6: Una completa consideración del dolor a la luz de la fe judeocristiana debería hacer un amplio recorrido por las etapas diversas de la historia de la salvación, analizando el dolor a luz de la creación, del pecado, de la salvación y de la esperanza.
7: La actitud de Jesús con los enfermos es notable. El viene a sanarlos, pues la enfermedad hay que vencerla. Pero no los sana a todos; la enfermedad siempre presente será un signo de que la llegada del reino definitivo está pronta. El dolor tiene así un significado salvífico-redentor. La enfermedad hay que vencerla, pero hay que aprovecharla, pues tiene un mensaje, que se desvela plenamente en la Pasión y Muerte de Jesucristo.
8: Acerca de la unción de los enfermos, como sacramento, ver de A. Arteaga, «¡Toma tu camilla y levántate! Reflexiones sobre la Unción de los Enfermos», en La Revista Católica 1.124 (1999), 291-296.
9: Burn-out syndrome. Cuadro gatillado por situaciones de estrés prolongado. La persona afectada sufre insomnio, depresión, cefaleas, impedimentos para enfrentar las situaciones que generan el estrés (fobia laboral) y en casos extremos crisis de pánico.
10: Hay una acción evangelizadora irrenunciable de la comunidad cristiana en el campo del dolor y de la salud. Promoviendo una vida más sana, descubriendo la fuerza sanante de la fe, aprendiendo un estilo de vida evangélico y sano, promoviendo una salud integral, cultivando una actitud sana ante el dolor y sufrimiento (sin buscarlo arbitrariamente, eliminando el sufrimiento innecesario, quitando en lo posible el sufrimiento de los demás, sufriendo por querer eliminar el sufrimiento, asumiendo en comunión con el crucificado el sufrimiento inevitable) y evangelizando los procesos de curación.

Fuente: Ars Médica

Written by Rafael De la Piedra