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¿Tiene sentido tener fe hoy en día?
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¿Cuáles son las razones para creer?

«Muchacha a ti te digo, levántate» ressurection-of-jairus-daughter-1871 Full view

«Muchacha a ti te digo, levántate»

Domingo de la Semana 13ª del Tiempo Ordinario. Ciclo B

Lectura del Santo Evangelio según San Marcos 5, 21-43

El Evangelio de hoy nos enseña que la muerte no es un error en la obra creadora de Dios, que no es inherente a la creación, y que las criaturas pueden ser salvadas de la muerte teniendo fe en Aquel que es la vida misma. Ya en el Antiguo Testamento se había llegado a esa convicción, como lo expresa el libro de la Sabiduría: «Dios no creó la muerte… En efecto, Él ha creado todo para la existencia… no está en las criaturas el veneno de la muer¬te… Sí, Dios ha creado al hombre para la inmortalidad… Pero la muerte entró en el mundo por envidia del diablo» (Sabiduría 1, 13-15; 2, 23-24). Como se ve, este texto vuelve sobre la antigua historia del Génesis: por tentación de la serpiente, nuestros primeros padres pecaron y de esa manera gustaron el veneno de la muerte, que a partir de ellos se transmite a todos los hombres.

Pero no fue así al principio; al principio Dios creó al hombre para la inmortalidad. Y no es así ni siquiera ahora, pues ahora Dios crea a todos los hombres para la salvación; quiere que todos los hombres se salven y gocen de la vida eterna. Es por eso que Jesucristo «se hizo pobre para que nos enriqueciéramos con su pobreza» (Segunda carta de San Pablo a los Corintios 8, 7.9.13-15) mostrándonos que todos somos hermanos en Cristo Jesús ya que todos estamos llamados a la vida eterna. Finalmente vemos en el Evangelio como Jesús cura tanto a la hemorroísa como a la hija de Jairo, uno de los jefes de la Sinagoga. ¿Qué hace que sucedan estos bellos milagros? La fe en aquel que es la Vida misma y que tiene poder sobre la muerte (San Marcos 5, 21-43).

 «No temas; sólo ten fe»

En la lectura del Evangelio de San Marcos tenemos dos episodios de salvación, es decir, dos casos en que la muerte y la enfermedad son vencidas. De ellos podemos deducir que la salvación es el encuentro de dos cosas: del poder de Cristo y de nuestra fe en Él. Ninguna de ellas bastaría por sí sola; tiene que ser el encuentro de ambas. Uno de los beneficiados fue uno de los «jefes de la sinagoga». Sin duda debió ser una persona importante, puesto que el Evangelio nos conserva su nombre: Jairo. Está en la categoría de otras personas influyentes que creyeron en Jesús, como es el caso de Nicodemo y de José de Arimatea.

Jairo «cae a los pies de Jesús y le suplica con insistencia, diciendo: ‘Mi hija está a punto de morir; ven, impón tu mano sobre ella, para que se salve y viva’». El mismo episodio narrado por San Lucas añade que la niña moribunda era unigénita y que tendría unos doce años de edad. La curiosidad de la gente, al ver la actitud humilde de este hombre, debió ser grande, pues el Evangelio observa: «Le seguía un gran gentío que lo oprimía». Jairo hace un acto de fe magnífico en el poder de Cristo. Cree que Jesús puede salvar a su hija que está enferma de muerte; que para eso basta que Jesús le imponga las manos. Jesús no puede rechazar una súplica presentada con esa confianza y se fue con él. Pero lo detiene la multitud y lo demora el diálogo con la mujer que sufría flujo de sangre. Mientras el Evangelio transcurre en su relato de esta situación, podemos imaginar el nerviosismo de Jairo, para el cual cada minuto es importante.

Y precisamente en ese momento, llegan algunos enviados de su casa a decirle: «Tu hija ha muerto: ¿a qué molestar ya al maestro?». Queda clara la falta de fe de estos mensajeros. Aparentan preocupación por no incomodar a Jesús, pero en realidad, no creen que Jesús pueda hacer algo. Era comprensible que Jairo, angustiado por la gravedad de su hijita, quisiera intentar todo mientras la niña vivía y quedaba alguna esperanza; pero ahora no tiene sentido seguir insistiendo, porque la niña está muerta. Nos gustaría poder penetrar en el ánimo de Jairo para saber si su fe traspasaba este límite; si creía que Jesús podía hacer algo aunque su hijita hubiera muerto; si era necesario seguir suplicando a Jesús; si seguía teniendo fe. Jesús se nos adelanta y dice al padre angustiado: «No temas; sólo ten fe». Llegan a la casa de Jairo y ya está en acto todo el aparato fúnebre. Al ver este espectáculo, Jesús dice: «¿Por qué alborotáis y lloráis? La niña no ha muerto; está dormida». El que ha llegado es el mismo que ha dicho: «Yo soy la vida» (Jn 14,6).

Los presentes opinan que Jesús está desubicado y se burlan de Él. Pero esa burla pronto se transformará en asombro y estupor. Cuando Jesús llega ante la niña, que yacía muerta, la toma de la mano y le ordena: «Talitá kum» (¡Muchacha, a ti te digo, levántate!). El hecho debió ser tan impresionante que los discípulos recordaban las palabras literales que Jesús había pronunciado en arameo y así nos las han transmitido. La niña se levantó y se puso a andar. Es comprensible que todos «quedaron fuera de sí, llenos de estupor». Jesús es el único que permanece sereno. Y también la niña. Mientras los demás no atinaban a nada, Jesús observa que, después de la larga enfermedad y de su consiguiente debilidad, ahora ella está tan sana que necesi¬ta alimentarse: «les dijo que le dieran de comer». ¡Hasta de esto se preocupó el Señor!

«Hija, tu fe te ha salvado»

El episodio intermedio, el que causó la demora de Jesús es igualmente hermoso. Una mujer que desde hacía doce años perdía sangre continuamente y nada había podido sanarla habiendo gastado todos sus bienes en las dolorosas curaciones de ese tiempo . Perdida toda fe en la medicina, la enferma halló su medicina en la fe: «Si logro tocar aunque sólo sea sus vestidos, me salvaré». Y de hecho se salva porque se encuentran las dos cosas que operan la salvación: el poder de Cristo y la fe de la mujer. ¿Por qué lo hace a escondidas y no le pide a Jesús abiertamente que la cure, como hacen otros? Porque su enfermedad es vergonzosa y la hacía impura, con una impureza contagiosa. Según la ley «cuando una mujer tenga flujo de sangre… quedará impura mientras dure el flujo de su impureza… Quien la toque será impuro hasta la tarde» (Lv 15,19.25).

Ella no vacila en tocar a Jesús; está segura de que Él no puede quedar impuro, porque Él es la fuente de toda pureza. Cuando lo tocó, «inmediatamente se le secó la fuente de sangre y sintió en su cuerpo que quedaba sana del mal». Jesús percibió en ese instante «la fuerza (dynamis) que había salido de Él» y pregunta. «¿Quién me ha tocado los vestidos?»». ¡Todos le han tocado los vestidos! Por eso los apóstoles hacen notar lo absurdo de su pregunta: «Estás viendo que la gente te oprime y preguntas: ¿Quién me ha tocado?». Pero Jesús sabe lo que dice; quiere conocer a la mujer que ha demostrado tener una fe enorme en su poder sanador y reconciliador. La mujer «se acercó atemorizada y temblorosa, se postró ante Él y le contó toda la verdad».

Jesús al ponerla en evidencia no quiere avergonzarla, sino darle algo mayor que la salud: quiere que ella goce de una palabra suya, y no cualquier palabra sino esta palabra magnífica: «Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu enfermedad». Es la única vez en todo el Evangelio en que Jesús llama a alguien «hija». Revela un profundo afecto por esta mujer, porque ella sufría y se sentía marginada por su enfermedad, y sobre todo, porque tenía una fe tan grande. Es que Jesús se deja impresionar por la fe de los hombres y cuando ve una fe grande no deja de expresar su admiración y de manifestar su poder salvador.

«Dios no hizo la muerte»

La muerte no hacía parte del amoroso Plan de Dios y es consecuencia directa del pecado que entra en el mundo «por envidia del diablo» que tienta al hombre. San Pablo nos dice que «por el pecado entró la muerte» y «así alcanzó a todos los hombres» (Rm 5,12). Dios crea todo por amor y quiere compartirnos su eternidad. «Unid vuestro corazón a la eternidad de Dios y seréis eternos como Él», nos dice bellamente San Agustín. Las rupturas y los desórdenes actuales no son sino manifestación de esa primera ruptura fruto del orgullo y de la autosuficiencia. «Del orgullo de la desobediencia proviene la pena de la naturaleza» (San Agustín). Los hombres que viven de espaldas al amor de Dios dirán «la vida es corta y triste, no hay remedio en la muerte del hombre, ni se sabe de nadie que haya vuelto del Hades. Por azar llegamos a la existencia…al apagarse el cuerpo se volverá ceniza y el espíritu se desvanecerá como aire inconsistente» (Sb 2, 1-3).

La maligna tentación del inmanentismo materialista. ¡Qué lamentable vigencia encontramos en estas palabras! Los que piensan de esa manera son aquellos «que los ciega su maldad, (que) no conocen los secretos de Dios, (que) no esperan recompensa por la santidad, ni creen en el premio de las almas intachables» (Sb 2, 21-22). Sin embargo nosotros creemos y sabemos que nuestro Señor Jesucristo nos ha abierto las puertas de la eternidad y que esta vida no es sino una preparación para la vida eterna. «Aunque el tiempo rige nuestras obras, la eternidad debe, sin embargo, hallarse en nuestra intención», dirá San Gregorio.

Una palabra del Santo Padre:

«La vida que el Hijo de Dios ha venido a dar a los hombres no se reduce a la mera existencia en el tiempo. La vida, que desde siempre está “en Él” y es “la luz de los hombres” (Jn 1, 4), consiste en ser engendrados por Dios y participar de la plenitud de su amor: “A todos los que lo recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre; el cual no nació de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre, sino que nació de Dios” (Jn 1, 12-13).

A veces Jesús llama esta vida, que El ha venido a dar, simplemente así: “la vida”; y presenta la generación por parte de Dios como condición necesaria para poder alcanzar el fin para el cual Dios ha creado al hombre: “El que no nazca de lo alto no puede ver el Reino de Dios” (Jn 3, 3). El don de esta vida es el objetivo específico de la misión de Jesús: Él “es el que baja del cielo y da la vida al mundo” (Jn 6, 33), de modo que puede afirmar con toda verdad: “El que me siga… tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12).

Otras veces Jesús habla de “vida eterna”, donde el adjetivo no se refiere sólo a una perspectiva supratemporal. “Eterna” es la vida que Jesús promete y da, porque es participación plena de la vida del “Eterno”. Todo el que cree en Jesús y entra en comunión con El tiene la vida eterna (cf. Jn 3, 15; 6, 40), ya que escucha de El las únicas palabras que revelan e infunden plenitud de vida en su existencia; son las “palabras de vida eterna” que Pedro reconoce en su confesión de fe: “Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que Tú eres el Santo de Dios” (Jn 6, 68-69). Jesús mismo explica después en qué consiste la vida eterna, dirigiéndose al Padre en la gran oración sacerdotal: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y al que Tú has enviado, Jesucristo” (Jn 17, 3). Conocer a Dios y a su Hijo es acoger el misterio de la comunión de amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en la propia vida, que ya desde ahora se abre a la vida eterna por la participación en la vida divina.

Por tanto, la vida eterna es la vida misma de Dios y a la vez la vida de los hijos de Dios. Un nuevo estupor y una gratitud sin límites se apoderan necesariamente del creyente ante esta inesperada e inefable verdad que nos viene de Dios en Cristo. El creyente hace suyas las palabras del apóstol Juan: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!… Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es” (1 Jn 3, 1-2).

Así alcanza su culmen la verdad cristiana sobre la vida. Su dignidad no sólo está ligada a sus orígenes, a su procedencia divina, sino también a su fin, a su destino de comunión con Dios en su conocimiento y amor. A la luz de esta verdad san Ireneo precisa y completa su exaltación del hombre: “el hombre que vive”» es “ gloria de Dios”, pero “la vida del hombre consiste en la visión de Dios” ».

San Juan Pablo II. Encíclica Evangelium Vitae, 37-38.

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. Nada puede detener el poder salvador de Dios revelado en Jesucristo cuando es acogido con fe. Ni siquiera la muerte es obstáculo, pues ella también es vencida por Cristo. ¿Qué tan sólida es mi fe en Jesucristo? ¿Confío en el poder reconciliador de Jesús?

2. San Pablo nos recuerda que la verdadera riqueza provienen del Señor Jesús que «siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza». ¿Creo en estas palabras? ¿Cuál es mi riqueza? ¿Dónde está mi corazón?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 295. 356. 646. 1502-1505. 1006-1011.

https://www.youtube.com/watch?v=-i6TD-_ADYI

Written by Rafael De la Piedra