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Papa Francisco: La Navidad consiste en que Dios está siempre ahí, esperándonos

Ciudad del Vaticano, 24 de diciembre de 2014 (Zenit.org). En una basílica de San Pedro iluminada y llena de flores, a las 21,30 locales, el papa Francisco entró con el cortejo que se dirigió hacia el altar para descubrir una imagen del Niño Dios, detrás de la cual estaba el libro del Evangelio. Mientras, se escuchaba el canto de la Kalenda. En el cortejo participaron también diez niños con vestidos tradicionales, de diversos países del mundo: Italia, Europa, Corea y Filipinas, quienes pusieron ramos de flores a los pies de la hermosa imagen de madera policromada del Niño Jesús.

A continuación el Santo Padre presidió la celebración de la santa misa, vestido con paramentos blancos, con dorado, la cual fue concelebrada por 30 cardenales y varios centenares entre obispos y sacerdotes. Al lado del altar estaba expuesta una imagen de la Virgen con el Niño, donada por el presidente de Brasil, Joao Goulart en 1963, decorada con gran cantidad de flores blancas y hojas verdes, así como la base de las columnas del dosel del Bernini. Después de la entonación del Gloria, se oyeron las campanas que repicaban y sonido del órgano profundo y alegre. El Evangelio cantado hoy contenía el párrafo:»No teman, porque les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: 
Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor”. 

A continuación, la homilía completa de la Santa Misa de Nochebuena en la Solemnidad de la Natividad del Señor:

“El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de sombras y una luz les brilló”. “Un ángel del Señor se les presentó [a los pastores]: la gloria del Señor los envolvió de claridad”. De este modo, la liturgia de la santa noche de Navidad nos presenta el nacimiento del Salvador como luz que irrumpe y disipa la más densa oscuridad. La presencia del Señor en medio de su pueblo libera del peso de la derrota y de la tristeza de la esclavitud, e instaura el gozo y la alegría.

También nosotros, en esta noche bendita, hemos venido a la casa de Dios atravesando las tinieblas que envuelven la tierra, guiados por la llama de la fe que ilumina nuestros pasos y animados por la esperanza de encontrar la “luz grande”. Abriendo nuestro corazón, tenemos también nosotros la posibilidad de contemplar el milagro de ese niño-sol que, viniendo de lo alto, ilumina el horizonte.

El origen de las tinieblas que envuelven al mundo se pierde en la noche de los tiempos. Pensemos en aquel oscuro momento en que fue cometido el primer crimen de la humanidad, cuando la mano de Caín, cegado por la envidia, hirió de muerte a su hermano Abel.

También el curso de los siglos ha estado marcado por la violencia, las guerras, el odio, la opresión. Pero Dios, que había puesto sus esperanzas en el hombre hecho a su imagen y semejanza, aguardaba pacientemente. Esperó durante tanto tiempo, que quizás en un cierto momento hubiera tenido que renunciar. En cambio, no podía renunciar, no podía negarse a sí mismo. Por eso ha seguido esperando con paciencia ante la corrupción de los hombres y de los pueblos.

A lo largo del camino de la historia, la luz que disipa la oscuridad nos revela que Dios es Padre y que su paciente fidelidad es más fuerte que las tinieblas y que la corrupción. En esto consiste el anuncio de la noche de Navidad. Dios no conoce los arrebatos de ira y la impaciencia; está siempre ahí, como el padre de la parábola del hijo pródigo, esperando atisbar a lo lejos el retorno del hijo perdido.

La profecía de Isaías anuncia la aparición de una gran luz que disipa la oscuridad. Esa luz nació en Belén y fue recibida por las manos tiernas de María, por el cariño de José, por el asombro de los pastores. Cuando los ángeles anunciaron a los pastores el nacimiento del Redentor, lo hicieron con estas palabras: “Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre”.

La “señal” es la humildad de Dios llevada hasta el extremo; es el amor con el que, aquella noche, asumió nuestra fragilidad, nuestros sufrimientos, nuestras angustias, nuestros anhelos y nuestras limitaciones. El mensaje que todos esperaban, que buscaban en lo más profundo de su alma, no era otro que la ternura de Dios: Dios que nos mira con ojos llenos de afecto, que acepta nuestra miseria, Dios enamorado de nuestra pequeñez.

Esta noche santa, en la que contemplamos al Niño Jesús apenas nacido y acostado en un pesebre, nos invita a reflexionar. ¿Cómo acogemos la ternura de Dios? ¿Me dejo alcanzar por él, me dejo abrazar por él, o le impido que se acerque? “Pero si yo busco al Señor” podríamos responder–. Sin embargo, lo más importante no es buscarlo, sino dejar que sea él quien me encuentre y me acaricie con cariño.

Ésta es la pregunta que el Niño nos hace con su sola presencia: ¿permito a Dios que me quiera? Y más aún: ¿tenemos el coraje de acoger con ternura las situaciones difíciles y los problemas de quien está a nuestro lado, o bien preferimos soluciones impersonales, quizás eficaces pero sin el calor del Evangelio? ¡Cuánta necesidad de ternura tiene el mundo de hoy!

La respuesta del cristiano no puede ser más que aquella que Dios da a nuestra pequeñez. La vida tiene que ser vivida con bondad, con mansedumbre. Cuando nos damos cuenta de que Dios está enamorado de nuestra pequeñez, que él mismo se hace pequeño para propiciar el encuentro con nosotros, no podemos no abrirle nuestro corazón y suplicarle: “Señor, ayúdame a ser como tú, dame la gracia de la ternura en las circunstancias más duras de la vida, concédeme la gracia de la cercanía en las necesidades de los demás, de la humildad en cualquier conflicto”.

Queridos hermanos y hermanas, en esta noche santa contemplemos el misterio: allí “el pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande”. La vio la gente sencilla, dispuesta a acoger el don de Dios. En cambio, no la vieron los arrogantes, los soberbios, los que establecen las leyes según sus propios criterios personales, los que adoptan actitudes de cerrazón. Miremos al misterio y recemos, pidiendo a la Virgen Madre: “María, muéstranos a Jesús”.

Written by Rafael De la Piedra