LOGO

¿Tiene sentido tener fe hoy en día?
¿Dónde encontrar las respuestas a nuestras inquietudes más profundas?
¿Cuáles son las razones para creer?

  • Home  /
  • Evangelio   /
  • «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis»
«Pedid y se os dará; buscad y hallaréis» user_50_2the_importunate_neighbour___el_vecino_inoportuno__1895__national_gallery_of_victoria__australia (626×437) Full view

«Pedid y se os dará; buscad y hallaréis»

Domingo de la Semana 17ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 11, 1-13

«Señor, enséñanos a orar…»

Es significativo que la instrucción que Jesús nos ha dejado en la lectura del Evangelio de este Domingo, siga inmediata¬mente al episodio de Marta y María, que concluye con la sentencia de Jesús: «Hay necesidad de pocas cosas, o mejor, de una sola». Esa única cosa necesaria es la oración. Jesús nos enseña personalmente que la oración debe ser perseverante y confiada. Las palabras y las instrucciones de Jesús están motivadas por la petición de uno de sus discípulos. Pero esta petición no habría sido formulada si sus discípulos no hubieran visto antes a Jesús mismo orando. En efecto, el Evangelio dice: «Sucedió que, estando él orando en cierto lugar…». 

Ver orar a un santo cualquiera o a un hombre de Dios es un espectáculo maravilloso; pero ver orar a Cristo mismo debió ser sobrecogedor. Viendo orar a Jesús, este discípulo ha comprendido algo muy importante: la oración es algo que se aprende y, para hacer progresos en ella, es necesario tener un maestro que tenga experiencia en el tema. Todos hemos oído que multitudes seguían a Santa Bernardita cuando ella, movida por un impulso interior irresistible, corría a la gruta cercana a Lourdes a la cita con la celestial Señora. La gente no veía nada. Pero valía la pena levantarse al alba con lluvia y frío tan solo para verla a ella orar.

Cuando Jesús oraba nadie se habría atrevido a interrumpir su diálogo con el Padre. Pero «cuando terminó», los discípulos le expresan su anhelo de compartir esa misma experiencia: «Enséñanos a orar». Y Jesús satisface este deseo enseñándonos su oración: «Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino…». Muchos santos y místicos han compuesto hermosas oraciones. Para comprender la suprema belleza de ésta, bastaría detenerse en la primera palabra: «Padre». Aquí está contenida toda la experiencia de Cristo y toda su enseñanza.

Padre Nuestro…

Jesús ora a Dios llamándolo «Padre», como en la oración sacerdotal: «Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te glorifique a ti»» (Jn 17,1). Y nos enseña a nosotros a llamar a Dios de la misma manera: «Padre, santificado sea tu nombre…». El es Hijo de Dios por naturaleza, porque es de la misma sustancia divina que el Padre; pero nos enseña que también nosotros somos hijos de Dios, lo somos por adopción, por gracia. ¡Qué sorpresa para los discípulos! Ellos se esperaban cualquier cosa menos esta enseñanza.

Nadie podía enseñar a dirigirse a Dios con ese dulce nombre, sino el Hijo único de Dios, el único que sabe por experiencia que Dios es Padre. Jesús nos enseña que su discípulo también es adoptado como hijo de Dios y que, cuando ora, llamando a Dios «Padre», es incorporado a Cristo, de manera que es Cristo mismo quien ora en él. Esta unión del cristiano con Cristo en la oración la expresa magníficamente San Agustín: «Cristo ora por nosotros como sacerdote nuestro; ora en nosotros como Cabeza nuestra; es orado por nosotros como Dios nuestro. Reconozcamos, pues, en Él nuestra voz, y su voz en nosotros» (Ep. 85,1). Si esto es verdad en toda oración cristiana, lo es, sobre todo, en la oración que nos enseñó Jesús.

Además de reconocer nuestra filiación (ser hijos en el Hijo) debemos reconocer la santidad de Dios como expresión de su infinita perfección: «Santificado sea tu Nombre». Debemos anhelar la presencia en el mundo de la acción salvífica de Dios: «Venga tu Reino». Debemos confiar en la Providencia divina: «Danos cada día nuestro pan cotidiano». Debemos reconocernos pecadores ante Dios, pero confiar en su misericordia divina: «Perdónanos nuestros pecados». Debemos tener una actitud de misericordia con el prójimo: «Porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe». Finalmente, debemos confiar en que Dios no permitirá que suframos una tentación que, con la gracia divina, no podamos resistir: «No nos dejes caer en la tentación».

El amigo inoportuno 

Jesús propone dos parábolas cuya clave de comprensión es precisamente que Dios es Padre. En la parábola del amigo importuno, la conclusión está insinuada: si el dueño de casa accede a la súplica del que acude a él a medianoche, no por ser su amigo, sino por su importunidad, ¡cuánto más responderá Dios, que es Padre! Y si un padre de esta tierra, que siendo hombre es siempre malo, sabe dar cosas buenas a su hijo, ¡cuánto más el Padre celestial dará el Espíritu Santo, que es la suma de todo lo bueno, al que se lo pida! Jesús mediante la parábola del amigo importuno nos enseña que la oración dirigida a Dios con la actitud interior antes descrita debe ser perseverante. La parábola tiene esta conclusión: «Os aseguro que, si no se levanta a dárselos (los tres panes) por ser su amigo, al menos se levantará por su importunidad, y le dará cuanto necesite».

Siguiendo esta enseñanza, San Pablo exhorta: «Orad constantemente» (1Tes 5,17). Si aquel hombre se levanta y da a su importuno amigo «los tres panes» pedidos, Dios «le dará todo cuanto necesite». Así lo asegura el mismo Jesús: «Y todo cuanto pidáis con fe en la oración, lo recibiréis» (Mt 21,22). La condición «con fe» resume aquella actitud interior expresada en la oración enseñada por Jesús.

La segunda parábola está introducida por estas breves sentencias: «Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, golpead y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al que golpea se le abrirá». Ya está aflorando en nuestros labios esta objeción: ¿Por qué, entonces, yo he pedido a Dios algunas cosas y Él no me las ha concedido? Es porque hemos pedido a Dios cosas que Él sabe que no nos convienen. «Si un hijo le pide a su padre un pez ¿le dará acaso una culebra?» ¡Obviamente no!

Pero, ¿y si le pide una culebra? Si le pide una culebra, porque el padre lo ama, no le da lo que le pide, sino que le da un pez, que es lo que le conviene. Jesús concluye: «Si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!»». En esta petición no hay engaño, esta petición es irresistible para Dios, porque esta petición es siempre buena para sus hijos.

En la última parte de la lectura Jesús asegura que la oración hecha con actitud de amor filial obtiene siempre de Dios el don óptimo: «Si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan»». El Espíritu Santo es el bien máximo al que se puede aspirar. En efecto, «fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Gal 5,22-23).

Una palabra del Santo Padre: 

«Para esta pedagogía de la santidad es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración. El Año jubilar ha sido un año de oración personal y comunitaria más intensa. Pero sabemos bien que rezar tampoco es algo que pueda darse por supuesto. Es preciso aprender a orar, como aprendiendo de nuevo este arte de los labios mismos del divino Maestro, como los primeros discípulos: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11,1). En la plegaria se desarrolla ese diálogo con Cristo que nos convierte en sus íntimos: «Permaneced en mí, como yo en vosotros» (Jn 15,4).

Esta reciprocidad es el fundamento mismo, el alma de la vida cristiana y una condición para toda vida pastoral auténtica. Realizada en nosotros por el Espíritu Santo, nos abre, por Cristo y en Cristo, a la contemplación del rostro del Padre. Aprender esta lógica trinitaria de la oración cristiana, viviéndola plenamente ante todo en la liturgia, cumbre y fuente de la vida eclesial, pero también de la experiencia personal, es el secreto de un cristianismo realmente vital, que no tiene motivos para temer el futuro, porque vuelve continuamente a las fuentes y se regenera en ellas.

¿No es acaso un «signo de los tiempos» el que hoy, a pesar de los vastos procesos de secularización, se detecte una difusa exigencia de espiritualidad, que en gran parte se manifiesta precisamente en una renovada necesidad de orar? También las otras religiones, ya presentes extensamente en los territorios de antigua cristianización, ofrecen sus propias respuestas a esta necesidad, y lo hacen a veces de manera atractiva. Nosotros, que tenemos la gracia de creer en Cristo, revelador del Padre y Salvador del mundo, debemos enseñar a qué grado de interiorización nos puede llevar la relación con él».

Juan Pablo II, Carta Encíclica Novo Millennio Ineunte, 32-33

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.  

1. ¿Cómo vivo mi relación con Dios Padre? ¿Es algo cotidiano el rezarle a Dios?

2. Familia que reza unida…permanece unida ¿Cómo vivo la oración en mi familia? ¿Promuevo el rezar en familia?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 2777- 2801

Written by Rafael de la Piedra