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«Recibid el Espíritu Santo»

Domingo de Pentecostés. Ciclo B

Lectura del Santo Evangelio según San Juan 20, 19- 23

El Espíritu Santo que el Señor había prometido a sus apóstoles, se derrama hoy abundantemente sobre ellos y los llena de un santo celo para anunciar la «Buena Noticia» de la Resurrección del Señor. El libro de los Hechos de los Apóstoles (Hechos de los apóstoles 2, 1-11) nos narra el acontecimiento de Pentecostés. Los discípulos reunidos en oración con María, son iluminados por la acción del Espíritu santificador e inician sin temor y con «parresia» su actividad evangelizadora. San Pablo, en la primera carta a los Corintios, subraya que sólo gracias a la acción del Espíritu podemos llamar a Cristo, el Señor; es decir, sólo gracias al Espíritu Santo podemos proclamar su divinidad (primera carta de San Pablo a los Corintios 12, 3b-7. 12-13). El Evangelio nos presenta a Jesús Resucitado que confiere a sus apóstoles poder para perdonar los pecados por la recepción del Espíritu Santo. En la predicación, en la proclamación de la fe, en la administración de los sacramentos; es el Espíritu Santo quien obra y da fuerzas a los apóstoles (San Juan 20, 19- 23). 

La promesa del Padre…

El relato de lo que ocurrió el día de Pentecostés está en el segundo capítulo del libro de los Hechos de los Apóstoles, que es la primera lectura obligada de la liturgia de este día. Poco antes de ascender a los cielos el Señor Jesús les dijo a sus discípulos: «les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre» (Hch 1,4). Sin duda los discípulos se deben de haberse preguntado: ¿de qué promesa está hablando? Jesús les dice: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra» (Hch 1,8). Luego ascendió a los cielos. Después de esta precisa instrucción nadie se atrevió de moverse de Jerusalén. La «promesa del Padre» habría de ser un don invalorable que nadie quería dejar de recibir.

Así los apóstoles, volviendo de la Ascensión, subieron a la instancia superior, donde vivían y se pusieron a esperar. Allí estaba toda la Iglesia fundada por Jesús alrededor de la Madre. Pero no se puede decir que estaba pasiva, ya que «Todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos» (Hch 1,14).

La fiesta del Espíritu: Pentecostés

La promesa del Padre se cumple el día de Pentecostés, que era fiesta judía que se celebraba cincuenta días después de la Pascua de los judíos (ver Lev 23, 15-16). Originalmente era una fiesta agrícola que celebraba la siega; pero ya que se celebraba cincuenta días después de la Pascua, que conmemoraba la salida de Egipto; pronto esta fiesta se asoció al don de la ley en el Sinaí y en ella se celebraba la renovación de la alianza con el Señor. En el Talmud se transmite la sentencia del Rabí Eleazar: «Pentecostés es el día en que fue dada la Torah (la ley)».

Leemos en el texto de San Lucas que los apóstoles se quedaron llenos del Espíritu Santo y se pusieron a «hablar en distintas lenguas, según el Espíritu les permitía expresarse». El «viento impetuoso» es un signo del Espíritu de Dios, que llenando el corazón de cada uno, da vida a la Iglesia. La Iglesia es la nueva creación de Dios que es animada por el soplo del Espíritu Santo a semejanza de la primigenia creación. Leemos en el libro del Génesis este hecho maravilloso: «Entonces Yahveh Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente» (Gn 2,7).

Es el mismo gesto de Jesucristo resucitado que nos relata el Evangelio de este Domingo. Apareciendo ante sus apóstoles congregados aquel primer día de la semana, después de saludarlos y mostrarles las heridas del cuerpo, Jesús sopla sobre ellos y les dice: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20, 22). El soplo de Cristo es el Espíritu Santo y tiene el efecto de dar vida a la naciente Iglesia. En esta forma, Jesús reivindica una propiedad divina: su soplo es soplo divino, su soplo es el Espíritu de Dios. Un soplo que produce esos efectos solamente puede ser emitido por Dios mismo. Esto lo hace explícito Tomás al decir esa misma tarde: «Señor mío y Dios mío».

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El perdón de los pecados

«A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos», les dijo Jesús. El perdón de los pecados es una prerrogativa exclusiva de Dios tenían razón los fariseos cuando en cierta ocasión protestaron «¿Quién puede perdonar los pecados sino Dios?» (Mc 2,7). En esa ocasión Jesús demostró que Él puede perdonar los pecados; y aquí nos muestra que puede también conferir este poder divino a los apóstoles y sus sucesores. Y lo hace comunicándoles su Espíritu.

Es que justamente el perdón de los pecados es como una nueva creación; es un paso de la muerte a la vida; y solamente Dios es el autor y el dador de la vida. Leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica: «Puesto que hemos muerto, o, al menos, hemos sido heridos por el pecado, el primer efecto del don del Amor es la remisión de nuestros pecados. La Comunión con el Espíritu Santo (2 Cor 13, 13) es la que, en la Iglesia, vuelve a dar a los bautizados la semejanza divina perdida por el pecado» .

El don del amor

El Espíritu de Dios se comunica al hombre por medio de los sacramentos en la Iglesia. Recordemos que: «Para entrar en contacto con Cristo, es necesario primeramente haber sido atraído por el Espíritu Santo. Él es quien nos precede y despierta en nosotros la fe. Mediante el Bautismo, primer sacramento de la fe, la Vida, que tiene su fuente en el Padre y se nos ofrece por el Hijo, se nos comunica íntima y personalmente por el Espíritu Santo en la Iglesia» .

Hay un sacramento cuyo efecto propio «es la efusión especial del Espíritu Santo, como lo fue concedida en otro tiempo a los apóstoles el día de Pentecostés» , es el sacramento de la confirmación. El Espíritu Santo actúa en lo más íntimo de la persona. Actúa iluminando la inteligencia de la persona para que pueda conocer a Cristo y así poder exclamar: «¡Jesús es Señor!» (1Cor 12,3b); y habilitando la voluntad, para que pueda amar a Dios y al prójimo: «Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama ¡Abbá , Padre!» (Ga 4,4).

Sin el don del Espíritu Santo, el hombre no puede ni amar ni conocer a Dios. En efecto: «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,5), y sólo «el que ama conoce a Dios, porque Dios es amor» (1Jn 5,7.8). El Espíritu Santo nos concede conocer a Dios, y lo hace infundiendo en nosotros el amor. ¡No podemos despreciar este magnífico don! ¿Qué diríamos si uno de los apóstoles, desobedeciendo el mandato de Jesús, se hubiese ausentado de Jerusalén y no hubiera estado allí el día de Pentecostés? Ese apóstol se habría privado de la promesa del Padre y de los dones divinos. En realidad no sería apóstol del Señor. Ésta es exactamente la misma situación del cristiano que desdeña recibir el sacramento de la confirmación o, en su caso, que se cierra y no vive de acuerdo a las mociones del Espíritu.

Una palabra del Santo Padre:

“Los teólogos antiguos decían: el alma es una especie de barca de vela; el Espíritu Santo es el viento que sopla la vela para hacerla avanzar; la fuerza y el ímpetu del viento son los dones del Espíritu. Sin su fuerza, sin su gracia, no iríamos adelante. El Espíritu Santo nos introduce en el misterio del Dios vivo, y nos salvaguarda del peligro de una Iglesia gnóstica y de una Iglesia autorreferencial, cerrada en su recinto; nos impulsa a abrir las puertas para salir, para anunciar y dar testimonio de la bondad del Evangelio, para comunicar el gozo de la fe, del encuentro con Cristo. El Espíritu Santo es el alma de la misión.

Lo que sucedió en Jerusalén hace casi dos mil años no es un hecho lejano, es algo que llega hasta nosotros, que cada uno de nosotros podemos experimentar. El Pentecostés del cenáculo de Jerusalén es el inicio, un inicio que se prolonga. El Espíritu Santo es el don por excelencia de Cristo resucitado a sus Apóstoles, pero Él quiere que llegue a todos.

Jesús, como hemos escuchado en el Evangelio, dice: «Yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros» (Jn 14,16). Es el Espíritu Paráclito, el «Consolador», que da el valor para recorrer los caminos del mundo llevando el Evangelio. El Espíritu Santo nos muestra el horizonte y nos impulsa a las periferias existenciales para anunciar la vida de Jesucristo. Preguntémonos si tenemos la tendencia a cerrarnos en nosotros mismos, en nuestro grupo, o si dejamos que el Espíritu Santo nos conduzca a la misión. Recordemos hoy estas tres palabras: novedad, armonía, misión.

La liturgia de hoy es una gran oración, que la Iglesia con Jesús eleva al Padre, para que renueve la efusión del Espíritu Santo. Que cada uno de nosotros, cada grupo, cada movimiento, en la armonía de la Iglesia, se dirija al Padre para pedirle este don. También hoy, como en su nacimiento, junto con María, la Iglesia invoca: «Veni Sancte Spiritus! – Ven, Espíritu Santo, llena el corazón de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor». Amén”.

Francisco. Solemnidad de Pentecostés. 19 de mayo de 2013.

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. ¿Cómo vivo mi relación con el Espíritu Santo? Lo primero que deberíamos hacer es conocer quién es el Espíritu Santo para poder amarlo y así ser dócil a sus mociones.

2. ¿Tengo el mismo ardor o celo apóstolico que los apóstoles? Seamos sinceros…¿Qué voy a hacer para poder llevar la Buena Nueva en los lugares donde trabajo o estudio?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales 243- 246.252. 683 – 686. 731 – 747. 767.

Written by Rafael De la Piedra