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¿Tiene sentido tener fe hoy en día?
¿Dónde encontrar las respuestas a nuestras inquietudes más profundas?
¿Cuáles son las razones para creer?

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«También vosotros, estad preparados»

Domingo de la Semana 19ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 12, 32-48

La misteriosa solidaridad

La exhortación que Jesús al inicio del Evangelio, continúa y se relaciona con la lectura del Domingo pasado: el desprendimiento de los bienes materiales en aras de la solidaridad fraterna: «Vended vuestros bienes y dad limosna…porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón». Así lo resalta fuertemente la primera lectura que es una evocación «sapiensal» y agradecida de la primera pascua a la salida de los israelitas de Egipto: «Porque los justos, hijos de los santos, te ofrecían en secreto el sacrificio, y concordes establecieron esta ley de justicia, que los justos se ofrecían a recibir igualmente los bienes como los males». Sin duda nos llama poderosamente la atención la misteriosa solidaridad que une a toda la humanidad en un mismo destino. ¡Cuánto más deberíamos de tenerla en cuenta al ser todos miembros de un mismo Cuerpo en Cristo Jesús!

El pequeño rebaño de Dios

El Evangelio de este Domingo comienza con unas palabras extraordinariamente consoladoras de Jesús. Ellas son la conclusión de su enseñanza acerca de la confianza en su amorosa Providencia: «No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros a vosotros el Reino». Jesús llama al grupo de sus discípulos «pequeño rebaño». Esta es la única vez que se usa esta metáfora en el Evangelio de Lucas.

Por eso para entender su sentido, como ocurre con muchos temas del Evangelio, es necesario recurrir al antecedente del Antiguo Testamento. Allí esta metáfora es corriente: el rebaño es el pueblo de Israel y su pastor es Dios. El fiel expresaba su confianza en Dios cantando: «El Señor es mi pastor, nada me falta… aunque pase por valle tenebroso, nada temo, porque tú vas conmigo; tu vara y tu cayado me sosiegan» (Sl 23,1.4). Se entiende que el pastor es Dios. Con este pastor el rebaño no tiene nada que temer.

Jesús llama a sus discípulos de «pequeño rebaño» no sólo porque son poco numerosos, sino, sobre todo, porque está compuesto por gente sencilla, por gente de poco peso en el mundo. Es claro que Jesús en su vida no fue seguido por la gente importante (ver Jn 7,47-48). Es más, si alguien se tiene por «importante», tiene que hacerse pequeño para entrar en este rebaño: «Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos» (Mt 18,3; cf. Lc 18,17).

Las cosas que pasan…

Cada persona maneja un volumen más o menos grande de información para su vida en esta tierra. Y esto es verdad a todo nivel. Por decir lo menos, todos conocen los precios de los artículos de consumo habitual, el recorrido de los autobuses de la ciudad, los programas de televisión o de radio que le interesan, los equipos de fútbol y su formación, los entrenadores, etc.

Pero toda esa información se refiere a cosas que van cambiando: manejamos un cúmulo inmenso de información acerca de cosas que envejecen, se deterioran y pasan. Acerca de todo eso, nos dice «la Imitación de Cristo» con incuestionable verdad: «Todas las cosas pasan, y tú con ellas».

Es oportuno examinarnos para ver cuánta dedicación y tiempo le damos aquellas otras cosas que no pasan, porque son eternas. ¿Leemos el Evangelio cada día un tiempo equivalente al que destinamos a leer el diario o a ver las noticias en TV? ¿Qué es más importante para nosotros, los bienes de esta tierra o los bienes eternos? ¿Dónde está nuestro tesoro? Estas mismas preguntas hacía Jesús a los hombres de su tiempo ofreciéndonos un criterio que es sumamente claro: «Donde está tu tesoro, allí estará tu corazón».

Dicho en otras palabras: aquello que ocupa tu atención, eso es tu tesoro. Si nuestra vida es gobernada por información banal y superflua, quiere decir que nuestro tesoro son los bienes de esta tierra, aunque digamos otra cosa, o queramos engañarnos. Escuchemos la recomendación del Señor: «Haceos bolsas que no se deterioran, un tesoro inagotable en los cielos, donde no llega el ladrón, ni la polilla».

Los bienes de esta tierra son caducos, duran poco, se deterioran y defraudan; en el contexto del destino eterno del hombre son menos que nada. Atesorar esos bienes, diría el sabio Qohelet, es esfuerzo inútil, es como «atrapar vientos» (Ecle1,14). San Pablo nos dice: «Juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas y las tengo por basura» (Fil 3,7-8).

¡Estar preparados…!

En seguida Jesús nos exhorta a estar vigilantes, como están los siervos que esperan a su señor para abrirle apenas llegue. La venida del Hijo del hombre puede considerarse bajo un doble aspecto y ambas exigen estar bien preparados. Una se refiere a su venida al fin del tiempo, para poner fin a la historia. Entonces «vendrá con gloria a juzgar a los vivos y a los muertos». De ésta no sabemos «ni el día ni la hora». Por eso la actitud cristiana es vivir en permanente espera. Sin embargo muchos pensarán: «para esa última venida de Cristo falta mucho». Admitamos que sea así.

En todo caso, podemos acotar con bastante precisión el momento de su otra venida, la que pondrá fin a mi propia vida en esta tierra. Ocurrirá en cualquier momento. La actitud que Jesús reprueba es la del que dice: «Mi señor tarda en venir» y, por eso, se despreocupara y dejara de vigilar.

Todo esto se aclara más si se considera que está dicho por Jesús como un comentario a la parábola sobre aquel hombre que había atesorado riquezas para disfrutar «muchos años». La conclusión de esa parábola era ésta: «Dios le dijo: ¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma; las cosas que preparas¬te ¿para quién serán?» (Lc 12,20). El mayor desastre sería que llegara el Hijo del hombre y nos encontrara distraídos y des¬preocupados, demasiado absorbidos por las cosas de esta tierra. Al que se encuentre en ese caso, dice Jesús, «lo separará y le señalará su suerte entre los infieles». En cambio, para el que tiene su tesoro en el cielo y espera con gozo la venida del Señor, dice esta bienaventuranza: «Dichoso aquel siervo a quien su señor, al llegar, encuentra así. En verdad os digo que lo pondrá al frente de toda su hacienda».

 ¿Para nosotros o para todos?

Ante la parábola sobre la vigilancia, Pedro interviene para preguntar a Jesús: «Señor, ¿dices esta parábola para nosotros o para todos?» Pedro establece una diferencia entre ellos -se refiere a los Doce- que estaban siempre con Jesús, que habían sido instruidos por Él y que recibirían la responsabilidad de continuar su misión salvífica, y todos los demás hombres.

Jesús en su respuesta alude directamente a Pedro y a los demás apóstoles hablando del «administrador fiel y prudente a quien el señor pondrá al frente de su servidumbre», y reconoce que hay una diferencia. Si son fieles recibirán mayor recompensa; pero si son infieles recibirán mayor castigo. En efecto, el siervo que desobedece, conociendo la voluntad de su señor, «recibirá muchos azotes»; en cambio, el que obra contra la voluntad de su señor, sin conocerla, «recibirá pocos azotes». Jesús concluye advirtiendo: «A quien se le dio mucho, se le reclamará mucho; y a quien se confió mucho, se le pedirá más».

Una palabra del Santo Padre:

«Con el propósito de esclarecer el conflicto que se había creado entre capital y trabajo, León XIII defendía los derechos fundamentales de los trabajadores. De ahí que la clave de lectura del texto leoniano sea la dignidad del trabajador en cuanto tal y, por esto mismo, la dignidad del trabajo, definido como “la actividad ordenada a proveer a las necesidades de la vida, y en concreto a su conservación”. El Pontífice califica el trabajo como “personal”, ya que “la fuerza activa es inherente a la persona y totalmente propia de quien la desarrolla y en cuyo beneficio ha sido dada”.

El trabajo pertenece, por tanto, a la vocación de toda persona; es más, el hombre se expresa y se realiza mediante su actividad laboral. Al mismo tiempo, el trabajo tiene una dimensión social, por su íntima relación bien sea con la familia, bien sea con el bien común, “porque se puede afirmar con verdad que el trabajo de los obreros es el que produce la riqueza de los Estados”. Todo esto ha quedado recogido y desarrollado en mi encíclica Laborem exercens.

Otro principio importante es sin duda el del derecho a la “propiedad privada”. El espacio que la encíclica le dedica revela ya la importancia que se le atribuye. El Papa es consciente de que la propiedad privada no es un valor absoluto, por lo cual no deja de proclamar los principios que necesariamente lo complementan, como el del destino universal de los bienes de la tierra.

Por otra parte, no cabe duda de que el tipo de propiedad privada que León XIII considera principalmente, es el de la propiedad de la tierra. Sin embargo, esto no quita que todavía hoy conserven su valor las razones aducidas para tutelar la propiedad privada, esto es, para afirmar el derecho a poseer lo necesario para el desarrollo personal y el de la propia familia, sea cual sea la forma concreta que este derecho pueda asumir. Esto hay que seguir sosteniéndolo hoy día, tanto frente a los cambios de los que somos testigos, acaecidos en los sistemas donde imperaba la propiedad colectiva de los medios de producción, como frente a los crecientes fenómenos de pobreza o, más exactamente, a los obstáculos a la propiedad privada, que se dan en tantas partes del mundo, incluidas aquellas donde predominan los sistemas que consideran como punto de apoyo la afirmación del derecho a la propiedad privada».

Juan Pablo II. Carta Encíclica Centessimus annus, 6.

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. El futuro de cada hombre, con todo su espesor, es imprevisible. El meteorólogo puede prever el tiempo para mañana, aunque con riesgo de equivocarse. El economista puede prever la inflación en el país durante el mes de mayo o el próximo año, con mayor o menor aproximación. Pero la historia del hombre es imposible de prever, porque es una historia de libertad. Libertad del hombre, y sobre todo libertad de Dios.

2. La imprevisibilidad del futuro reclama vigilancia. El hombre prudente, sensato, no considera la actitud vigilante algo simplemente posible. La vigilancia es la mejor opción. Vigilar para saber descubrir la acción del Espíritu en tu interior, en el interior de los hombres. Vigilar es mantener íntegras la fe, la esperanza y la caridad, «cuando Él venga» o cuando nosotros vayamos a Él. La vigilancia no es una opción, es una necesidad vital. ¿Cómo vivo la sana vigilancia en mi vida?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 1006- 1014.

Written by Rafael De la Piedra