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«Tampoco se convencerán, aunque un muerto resucite» 14636684191963 Full view

«Tampoco se convencerán, aunque un muerto resucite»

Domingo de la Semana 26ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C – 29 de septiembre de 2019
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 16,19-31

Tiempo y eternidad; recompensa y castigo: son como que dos antípodas que nos pueden servir para aproximarnos a los textos de este Domingo. Esto es evidente en el texto evangélico que sitúa a un rico en la bonanza temporal y a Lázaro sufriendo desgracias en este mundo ( San Lucas 16,19-31). También vemos en la Primera Lectura (Amós 6,1a. 4-7) a los ricos samaritanos que viven en orgías y lujo, seguros de sí mismos y olvidan así «el desastre de José». ¿Cómo ganar la vida eterna? San Pablo nos hablará de cómo la fe exige vivir el buen combate en Cristo Jesús para así ganar la vida eterna (primera carta de San Pablo a Timoteo 6,11-16).

Parábola del rico derrochador y del pobre Lázaro

En el Evangelio de este Domingo Jesús propone una parábola para enseñar de manera viva y radical algunas verdades que resultan incómodas al mundo moderno y que nuestra sociedad de consumo no quiere de ninguna manera oír. Pero, oigan o no oigan, la palabra de Jesús es la verdad: el cielo y la tierra pasarán pero sus palabras no dejarán de cumplirse. Se trata de la parábola del pobre Lázaro y del rico derrochador. Su finalidad es precisamente enseñar qué es lo que ocurrirá a quien, gozando de manera egoísta sus riquezas, no quiera escuchar la palabra que es Verdad y Vida.

La parábola presenta tres cuadros sucesivos. Primero la situación del rico y del pobre Lázaro; luego vemos la escena de ambos después de la muerte; finalmente el diálogo del rico con Abrahán pidiendo clemencia por sus cinco hermanos. El rico, sin nombre en la parábola, es conocido comúnmente con el nombre funcional de «Epulón» que proviene de la raíz latina «epulae» que quiere decir comida, banquete, festín y aplicándola al personaje podemos entenderla como comilón o sibarita. El pobre de la parábola se llama «Lázaro». Nombre que proviene del hebreo «Eleazar» o «Eliezer» que significa «Dios ayuda». Es la única vez que aparece un nombre propio en una parábola de Jesús.

La escena sobre esta tierra presenta a los actores con rasgos incisivos: «había un hombre rico que vestía de púrpura y lino, y celebraba todos los días espléndidas fiestas; y uno pobre, llamado Lázaro, que, echado junto a su puerta, cubierto de llagas, deseaba hartarse de lo que caía de la mesa del rico». En esta tierra el contraste entre uno y otro es total. Esta situación se da hoy: se da entre individuos, entre grupos, entre países. ¡No es una situación irreal! El rico se divierte, goza con los gustos que le proporcionan sus riquezas, es totalmente insensible a las necesidades de los pobres, para él es como si no existieran. Vive como que encerrado en una burbuja alienado a la realidad de la pobreza. Es una descripción de nuestra sociedad de consumo, donde la ley suprema es la comodidad, el placer y el afán de «pasarlo bien» sin preocuparse de nada más.

Pero sucede que «un día el pobre murió… y murió también el rico». Finalmente hay plena igualdad. La muerte es una ley pareja e imperturbable, afecta a todos por igual. El rico puede hacerlo todo con sus riquezas, pero no puede escapar a la muerte. Y entonces comienza la segunda escena de la parábola, que se introduce así: «el pobre fue llevado por los ángeles al seno de Abraham; el rico fue sepultado». El seno de Abraham es el símbolo de la felicidad, allí podemos imaginar a Lázaro finalmente sonriendo. En cambio, el rico fue a dar al hades, lugar de tormentos. Aunque un abismo infranqueable los separa el rico puede ver al pobre. Ahora, el rico se contenta con muy poco: «Gritando, dijo: ‘Padre Abraham, ten compasión de mí y envía a Lázaro a que moje en agua la punta de su dedo y refresque mi lengua, porque estoy atormentado en esta llama». La situación de ambos se ha invertido. Es lo que hace notar Abraham: «Hijo, recuerda que recibiste tus bienes durante tu vida y Lázaro, al contrario, sus males; ahora, pues, él es aquí consolado y tú atormentado». Esta nueva situación en que cada uno se encuentra, es eterna.

La eternidad y la libertad

La palabra «eternidad» debería darnos vértigo. Nunca acabaremos de comprender su inmensidad. La eternidad del destino del hombre pone en evidencia la dimensión de esta otra palabra: libertad. La libertad del hombre significa que tiene en sus manos la responsabilidad de su destino eterno. En esta breve vida nos jugamos la vida eterna. El diálogo entre el rico y Abraham expresa la irreversibilidad de esa situación final: «Entre nosotros y vosotros se interpone un gran abismo, de modo que los que quieran pasar de aquí a vosotros no puedan; ni de ahí puedan pasar donde nosotros». ¡No es posible ni siquiera recibir una gota de agua en los labios resecos! Hasta aquí la parábola ha enseñado la responsabilidad en el uso de los bienes de esta tierra. La tierra con todos sus bienes, fueron creados para todos los hombres y nadie puede banquetear y consumir cosas lujosas o superfluas mientras haya quien carece de lo necesario. La parábola enseña el destino que le espera después de la muerte al que hace aquello.

Pero la parábola agrega una tercera parte, y ésta es un aviso para nosotros que toda¬vía estamos sobre esta tierra y que tal vez no pensamos en estas cosas. En un gesto imposible en un condenado, el rico suplica a Abraham: «Te ruego que envíes a Lázaro a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les dé testimonio y no vengan también ellos a este lugar de tormento». Abraham contesta, con razón, que ya tienen quien les advierta: «Tienen a Moisés y los profetas, que los oigan».

 «¡Ay de aquellos que se sienten seguros y confiados!»

Los escritos proféticos ya nos hablan sobre estas verdades. Bastaría repasar la Primera Lectura de este Domingo, tomada del profeta Amós: «Ay de aquellos que se sienten seguros en Sión… acostados en camas de marfil… beben vino en anchas copas… irán al exilio a la cabeza de los cautivos y cesará la orgía de los sibaritas» (Amós 6,1.4-6).La denuncia del profeta Amós se dirige contra el sibaritismo de los habitantes de Samaría que no les interesa más «el destino de José», es decir el fin eminente del Reino de Israel. Su denuncia es contundente: «se acabó la orgía de los disolutos». Iréis al destierro bajo los asirios, encabezando la caravana de cautivos.

Hecho que sucedió treinta años después de haberlo anunciado. Escuchar la Palabra de Dios y abandonar las falsas seguridades que ofrece los bienes materiales es una de las lecciones de la parábola de este Domingo. Notemos que pobreza y riqueza no son conceptos meramente cuantitativos; pesa sobretodo la actitud de apego o desapego de lo que uno tiene. El hombre que pone su confianza y seguridad en Dios es aquel que escucha y vive de acuerdo a plan espiritual que traza San Pablo en la Segunda Lectura. Es el anverso a la «orgía de los sibaritas».

La exhortación de San Pablo a su querido discípulo Timoteo es valedera para todo cristiano: «practica la justicia, la piedad, la fe. Combate el buen combate de la fe. Conquista la vida eterna a la que fuiste llamado…Guarda el mandamiento sin mancha y sin reproche». El «mandamiento» se refiere a todo el depósito de la fe confiado a Timoteo para su anuncio y testimonio. Precisamente a continuación del texto que hemos leído viene una exhortación dirigida a los cristianos ricos que hubiera casado perfectamente como comentario de nuestras lecturas dominicales: «A los ricos de este mundo recomiéndales que no sean altaneros ni pongan su esperanza en lo inseguro de las riquezas sino en Dios, que nos provee espléndidamente de todo para que lo disfrutemos; que practiquen el bien, que se enriquezcan de buenas obras, que den con generosidad y con liberalidad; de esta forma irán atesorando para el futuro un excelente fondo con el que podrán adquirir la vida verdadera» (1Tim 6,17-19).

Finalmente…ni aunque resucite un muerto

Volvamos a la lectura del Evangelio. Ante la respuesta dada por Abraham, el rico sabe que, lamentablemente, esto no va a impresionar a sus hermanos y por eso insiste: «No, padre Abraham, sino que, si alguno de entre los muertos va donde ellos, se convertirán». Sigue la sentencia conclusiva de Abraham: «Si no oyen a Moisés y a los profetas, no se convertirán aunque resucite un muer¬to». Nosotros no sólo tenemos a Moisés y a los profetas, que ciertamente haríamos bien en escucharlos, sino que tenemos la enseñan¬za del Hijo de Dios mismo: «en estos últimos tiempos Dios nos ha hablado por el Hijo» (Heb 1,2).

Por eso más eficaz que todos los proyectos -ciertamente necesarios- que se puedan desarrollar en nuestro país para «superar la pobreza» sería que cada uno, antes de hacer un gasto superfluo y lujoso, se sentara a leer antes esta parábola atentamente. Si esto no surte efecto, para inducir a una vida más fraterna, solidaria y reconciliada; no hay más que hacer ya lamentablemente «no se convencerán ni aunque resucite un muerto».

Una palabra del Santo Padre:

Se preguntó el Papa, «¿por qué es maldito el hombre que confía en el hombre, en sí mismo? Porque —fue su respuesta— esa confianza le hace mirar sólo a sí mismo; lo cierra en sí mismo, sin horizontes, sin puertas abiertas, sin ventanas».

El Pontífice hizo referencia luego al pasaje evangélico de Lucas (16, 19-31), que cuenta la historia de «un hombre rico que tenía todo, llevaba vestimenta de púrpura, comía todos los días grandes banquetes, y se daba a la buena vida». Y «estaba tan contento que no se daba cuenta de que, en la puerta de su casa, lleno de llagas, estaba un tal Lázaro: un pobrecito, un vagabundo, y como un buen vagabundo con los perros». Lázaro «estaba allí, hambriento, y comía sólo lo que caía de la mesa del rico: las migajas».

El pasaje del Evangelio, dijo el Santo Padre, propone una reflexión: «Nosotros sabemos el nombre del vagabundo: se llamaba Lázaro. Pero, ¿cómo se llamaba este hombre, el rico? ¡No tiene nombre!». Precisamente «esta es la maldición más fuerte» para la persona que «confía en sí mismo o en las fuerzas o en las posibilidades de los hombres y no en Dios: ¡perder el nombre!».

Y «mirando a estas dos personas» propuestas en el Evangelio —«el pobre que tiene nombre y confía en el Señor y el rico que ha perdido el nombre y confía en sí mismo»— «decimos: es verdad, debemos confiar en el Señor». En cambio, «todos nosotros tenemos esta debilidad, esta fragilidad de poner nuestras esperanzas en nosotros mismos o en los amigos o en las posibilidades humanas solamente. Y nos olvidamos del Señor». Es una actitud que nos lleva lejos del Señor, «por el camino de la infelicidad», como el rico del Evangelio que «al final es un infeliz porque se condenó por sí mismo».

Se trata de una meditación especialmente en consonancia con la Cuaresma, dijo el Papa. Así, «hoy nos hará bien preguntarnos: ¿dónde está mi confianza? ¿Está en el Señor o soy un pagano que confío en las cosas, en los ídolos que yo he hecho? ¿Tengo aún un nombre o he comenzado a perder el nombre y me llamo “yo”?», con todas las varias declinaciones: “mi, conmigo, para mí, sólo yo: siempre en el egoísmo, yo”». Esto, afirmó, es un modo de vivir que ciertamente «no nos da salvación».

Refiriéndose una vez más al Evangelio, el Papa Francisco indicó que, a pesar de todo, «hay una puerta de esperanza para todos los que se arraigaron en la confianza en el hombre o en sí mismos, que perdieron el nombre». Porque «al final, al final, al final siempre hay una posibilidad». Y lo testimonia precisamente el rico, que «cuando se da cuenta que ha perdido el nombre, ha perdido todo, eleva los ojos y dice una sola palabra: “¡Padre!”. La respuesta de Dios es una sola palabra: “¡Hijo!”». Y, así, es también para todos los que en la vida se inclinan por «poner la confianza en el hombre, en sí mismos, terminando por perder el nombre, por perder esta dignidad: existe aún la posibilidad de decir esta palabra que es más que mágica, es más, es fuerte: “¡Padre!”». Y sabemos que «Él siempre nos espera para abrir una puerta que nosotros no vemos. Y nos dirá: “¡Hijo!”».

Como conclusión, el Pontífice pidió «al Señor la gracia de que a todos nosotros nos dé la sabiduría de tener confianza sólo en Él y no en las cosas, en las fuerzas humanas: sólo en Él». Y a quien pierde esta confianza, que Dios conceda «al menos la luz» de reconocer y de pronunciar «esta palabra que salva, que abre una puerta y le hace escuchar la voz del Padre que lo llama: hijo».

Papa Francisco. Misa en Domus Santae Marthae. Jueves 20 de marzo de 2014

 Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. Nos dice San Juan Crisóstomo que Abrahán aparece junto a Lázaro porque había sido hospitalario con unos simples peregrinos y hasta los hizo entrar en su tienda. Por ello recibió la bendición de Dios (ver Gn 18,15). El rico, en cambio, no mostraba más que desprecio hacia aquel que estaba en su puerta. ¿Enseño a los miembros de mi familia a que sean generosos y solidarios? ¿Predico con mi ejemplo?

2. En la situación concreta en que vive nuestro país, ¿por qué no colaborar activamente en alguna campaña de solidaridad?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 2419- 2425. 2443-2449.

Written by Rafael De la Piedra