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«Te seguiré adondequiera que vayas»

Domingo de la Semana 13ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 9, 51-62

«Llamado y respuesta»: dos palabras que resumen el contenido sustancial de las lecturas del presente Domingo. Jesús en su caminar hacia Jerusalén llama a algunos a seguirle y a darle una respuesta inmediata ( San Lucas 9, 51-62). En esto Jesús supera las exigencias del llamado y del seguimiento que vemos en el Antiguo Testamento, particularmente en la vocación de Eliseo (Primer libro de los Reyes 19,16b-21). San Pablo recuerda a los miembros de la comunidad de Galacia que todos los cristianos hemos sido llamados a la libertad del Espíritu, y por consiguiente tenemos que responder con un comportamiento de acuerdo a nuestra nueva condición de «hombres libres» viviendo el mandamiento del amor, que exige servir y preocuparse por el otro; antes que dejarse llevar por las apetencias desordenadas de la carne evitando caer otra vez en la esclavitud del pecado (Gálatas 4,31b-5,1.13-18).

La vocación de Eliseo

Jesús exige a sus seguidores más que el profeta Elías a su discípulo y sucesor Eliseo, como leemos en la Primera Lectura. Al pasar Elías junto a Eliseo , que está arando con doce yuntas de bueyes, le echa su manto encima. El manto simboliza la personalidad y los derechos de su dueño. Además de manera particular el manto de Elías tiene una eficacia milagrosa (ver 2Re 2,8). Elías adquiere así un derecho sobre Eliseo, al que Eliseo no puede sustraerse. Elías accede al deseo de su futuro discípulo: despedirse de los suyos. A continuación, renunciando a todo aquello que lo vincula a su vida pasada, Eliseo destruye el yugo de los bueyes y servirá como criado a Elías por ocho años. Eliseo completa la obra iniciada por Elías destruyendo en esa época el culto pagano a Baal. Finalmente morirá durante el reinado de Joás siendo llorado por el pueblo y por el rey (ver 2Re 13,14-20). Sin duda la vocación de Eliseo nos recuerda mucho la vocación de los apóstoles (ver Mt 9,9; Jn 1,35ss).

 La vida nueva en el Espíritu

La vocación cristiana, como leemos en la carta a los Gálatas, es un llamado a la libertad. «Para ser libres nos libertó Cristo». El discípulo de Cristo, liberado del pecado, de la ley mosaica y de toda ley que tiene como fin ella misma; no tiene más límites a su libertad que la que señala el Espíritu: el amor y el servicio fraterno. Estos son irreconciliables con el egoísmo, el libertinaje y la vida sin Dios. La vida nueva de los creyentes alcanza su plenitud en el amor que es presentado por Cristo como una ley nueva. Los frutos del Espíritu son: «amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Gál 5, 22); opuesto a las obras de la carne (ver Rom 13,8.12). Conducidos por el Espíritu, el cristiano vive espontáneamente donándose a los demás y alejándose así de las apetencias o concupiscencias de la carne .

«Servíos por amor los unos a los otros» (Gál 4,13) ¡Todo un programa social! Vivir amándonos y sirviéndonos libremente por el amor de Aquel que nos amó antes y que nos muestra con su ejemplo cómo debemos servir (ver Jn 13,4ss). El verbo «servir» podemos entenderlo como el «ser siervo de otro». El hombre que no es capaz de hacer un servicio a otro, es sin duda un hombre que no sirve para nada.

Nos dice el Papa León XII en su Carta Encíclica Sapientia Christianae, acerca de las obras de la caridad: «No sería tan grande la osadía de los malos, ni habría sembrado tantas ruinas, si hubiese estado más firme y arraigada en el pecho de muchos la fe que obra por medio de la caridad ni habría caído tan generalmente la observancia de las leyes dadas al hombre por Dios».

«Decidió firmemente ir a Jerusalén»

El Evangelio de hoy comienza con una frase oscura, cuya traducción literal es la siguiente: «Y sucedió que como iban cumpliéndose los días de su asunción, endureció el rostro para ir a Jerusalén ». A partir de 9,51, todo lo que Lucas relata en los diez capítulos siguientes ocurre de camino hacia Jerusalén. Y siempre reaparece la misma resolución que guía a Jesús. Cuando le advierten que Herodes quiere matarlo, no logran disuadirlo de su propósito, sino que responde: «Conviene que hoy y mañana y pasado siga adelante, porque no cabe que un profeta perezca fuera de Jerusalén» (Lc 13,33). Y ya cerca de la ciudad, el Evangelista observa que «Jesús marchaba por delante, subiendo a Jerusalén» (Lc 19,28). La subida de Jesús a Jerusalén, desde la Galilea, fue pasando a través de Samaría. Existían hostilidades entre judíos y samaritanos, porque éstos tenían su propio culto considerado cismático por parte de los judíos. Por eso los samaritanos no daban facilidades a los peregrinos que pasaban por su territorio para ir a adorar a Jerusalén.

Una vez llegado a Jerusalén, no entra de cualquier manera; sino que entra, premeditadamente, montado en un pollino para pasar el mensaje de que es Él quien da cumplimiento a aquella antigua profecía mesiánica: «¡Grita de alegría, hija de Jerusalén! He aquí que viene a ti tu rey… humilde y montado en un asno, en un pollino, cría de asna» (Zac 9,9). Su destino final es el Templo de Jerusalén, el mismo lugar al que había sido presentado por sus padres cuarenta días después de su nacimiento y donde se había quedado instruyendo a los doctores de la ley a los doce años. Llegado al Templo, su destino, dice: «Entrando en el templo, comenzó a echar fuera a los que vendían». Jesús ya no saldrá de Jerusalén, pues allí será su muerte, su resurrección y las apariciones a los discípulos. La «asunción» de Jesús es el proceso que abraza su muerte, resurrección, ascensión al cielo y sesión a la derecha del Padre.

El Evangelio subraya a menudo que este hecho salvífico tendría lugar en el «tiempo establecido» por Dios. El tiempo va fluyendo hasta que llega a su plenitud y alcanza el momento culminante en la muerte de Jesús. La cruz de Jesús se alza para indicar el centro de la historia. La misma idea se expresa en el Evangelio de Juan con los conceptos de «la hora» de Jesús y de su «glorificación». A esto se refiere la precisión cronológica: «Cuando se cumplían los días de su asunción».

 «Te seguiré adondequiera que vayas…»

«Endureció el rostro» es una frase idiomática semita para expresar firme y enérgica decisión. Él que pone esa expresión del rostro denota una determinación tal que nada puede disuadirlo. Sabemos que cuando Pedro quiso hacerlo reconsiderar su decisión de ir a Jerusalén, Jesús lo rechazó severamente diciéndole: «¡Apártate Satanás, porque eres obstáculo para mí!» (Mt 16,23). Se trataba de cumplir su misión, de abrazar la cruz para llevar hasta el extremo su amor al Padre y su amor a los hombres y nada podía detenerlo. Y en esto consiste también la vocación cristiana. Para seguir a Cristo hay que «endurecer el rostro» es decir «mostrar el semblante decidido » y actuar como Él cuando se encaminó a Jerusalén. La esencia del seguimiento de Cristo es una determinación al amor y nada más. Cualquiera otra motivación es inacepta¬ble. El resto del Evangelio nos narra, por medio del relato de tres vocaciones reales, en qué consiste en concreto «negarse a sí mismo y seguir a Je¬sús».

En el primer caso, a uno que expresa su intención de seguirlo, Jesús lo llama a moderar el falso entusiasmo, advirtiéndole que hay que estar dispuesto a privarse de todas las comodidades, porque «el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar su cabeza». A un segundo, que pide licencia para enterrar a su padre, Jesús le dice que para este seguimiento hay que estar dispuesto a abandonar todos los afectos, incluso los afectos familiares: «Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el Reino de Dios». «Muertos» son los que han preferido salvar su vida en este mundo, porque ellos la perderán.

Por último, a uno que pide un tiempo para despedirse de los suyos, Jesús le expresa la urgencia y radicalidad exigidas: «Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios». Cuando Cristo llama, Él exige la misma disponibilidad que admiramos en sus apóstoles: «Dejándolo todo, lo siguieron». Ninguno de estos tres episodios tiene desenlace. El Evangelio no nos dice si esos tres se alejaron «tristes porque tenían muchos bienes» o si «dejándolo todo, llenos de gozo, lo siguieron». Pero no hace falta que se nos diga el desenlace, pues en la vida real, en nuestro mismo tiempo, vemos casi a diario la reacción de diversos jóvenes ante el llamado de Dios: algunos, dispuestos a sufrir la misma suerte que Cristo, lo siguen; otros, muchos, prefieren tener asegurado un lugar dónde reclinar la cabeza y gozar del afecto de los suyos y se alejan de Cristo tristes.

 Una palabra del Santo Padre:

«El Evangelio de este domingo (Lc 9, 51-62) muestra un paso muy importante en la vida de Cristo: el momento en el que —como escribe san Lucas— «Jesús tomó la firme decisión de caminar a Jerusalén» (9, 51). Jerusalén es la meta final, donde Jesús, en su última Pascua, debe morir y resucitar, y así llevar a cumplimiento su misión de salvación. Desde ese momento, después de esa «firme decisión», Jesús se dirige a la meta, y también a las personas que encuentra y que le piden seguirle les dice claramente cuáles son las condiciones: no tener una morada estable; saberse desprender de los afectos humanos; no ceder a la nostalgia del pasado.

Pero Jesús dice también a sus discípulos, encargados de precederle en el camino hacia Jerusalén para anunciar su paso, que no impongan nada: si no hallan disponibilidad para acogerle, que se prosiga, que se vaya adelante. Jesús no impone nunca, Jesús es humilde, Jesús invita. Si quieres, ven. La humildad de Jesús es así. Él invita siempre, no impone.

Todo esto nos hace pensar. Nos dice, por ejemplo, la importancia que, también para Jesús, tuvo la conciencia: escuchar en su corazón la voz del Padre y seguirla. Jesús, en su existencia terrena, no estaba, por así decirlo, «telemandado»: era el Verbo encarnado, el Hijo de Dios hecho hombre, y en cierto momento tomó la firme decisión de subir a Jerusalén por última vez; una decisión tomada en su conciencia, pero no solo: ¡junto al Padre, en plena unión con Él! Decidió en obediencia al Padre, en escucha profunda, íntima, de su voluntad. Y por esto la decisión era firme, porque estaba tomada junto al Padre. Y en el Padre Jesús encontraba la fuerza y la luz para su camino.

Y Jesús era libre; en aquella decisión era libre. Jesús nos quiere a los cristianos libres como Él, con esa libertad que viene de este diálogo con el Padre, de este diálogo con Dios. Jesús no quiere ni cristianos egoístas —que siguen el propio yo, no hablan con Dios— ni cristianos débiles —cristianos que no tienen voluntad, cristianos «telemandados», incapaces de creatividad, que buscan siempre conectarse a la voluntad de otro y no son libres—. Jesús nos quiere libres, ¿y esta libertad dónde se hace? Se hace en el diálogo con Dios en la propia conciencia. Si un cristiano no sabe hablar con Dios, no sabe oír a Dios en la propia conciencia, no es libre, no es libre.

Por ello debemos aprender a oír más nuestra conciencia. Pero ¡cuidado! Esto no significa seguir al propio yo, hacer lo que me interesa, lo que me conviene, lo que me apetece… ¡No es esto! La conciencia es el espacio interior de la escucha de la verdad, del bien, de la escucha de Dios; es el lugar interior de mi relación con Él, que habla a mi corazón y me ayuda a discernir, a comprender el camino que debo recorrer, y una vez tomada la decisión, a seguir adelante, a permanecer fiel.».

Papa Francisco. Ángelus 30 de junio de 2013

 Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.

1. «Servíos por amor los unos a los otros» ¿En qué situaciones concretas vivo mi llamado a servir a mis hermanos? ¿Me cuesta servir? ¿Qué voy hacer para poder servir a mis hermanos?

2. ¿Soy consciente del llamado que Jesús me hace a vivir con «radicalidad» y «coherencia» mi fe?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 897 – 913. 1730- 1784. 1939- 1942.

https://www.youtube.com/watch?v=r5pd-Ngtr1A

 

Written by Rafael De la Piedra