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« Tu fe te ha salvado. Vete en paz»

Domingo de la Semana 11ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 7, 36- 8, 3

Las lecturas de este Domingo nos hablan acerca de la misericordia y el perdón de Dios. El Evangelio nos propone una escena bellísima de la vida de Jesús ya que pone en evidencia la misericordia de Dios revelada en Cristo. La Primera Lectura (segundo libro de Samuel 12, 7-10.13)termina con la sentencia del profeta Natán a David: «El Señor ha perdonado ya tus pecados, no morirás». Perdón gratuito que solamente puede venir por Jesucristo que muere y resucita para reconciliarnos con el Padre (Gálatas 2, 16.19-21).
Simón, el fariseo

La escena comienza cuando Jesús es invitado a comer a casa de un fariseo llamado Simón y, mientras están a la mesa, se produce una escena que deja a todos los comensales realmente impactados y expectantes para ver cómo va a reaccionar Jesús. En realidad, están escandalizados. San Lucas no nos dice con qué intención fue invitado Jesús, pero podemos suponer que Simón no lo invitó para hacerse discípulo suyo, sino para examinar su doctrina y su conducta, es decir, para ver quién era Jesús y verificar si respondía a la fama que tenía. Jesús había enseñado en las sinagogas de Galilea y «todos quedaban asombrados de su doctrina, porque hablaba con autoridad» (Lc 4,31); había expulsado el demonio de un hombre en medio del servicio sinagogal y los presentes «quedaron todos pasmados, y se decían unos a otros: ‘¡Qué palabra es ésta! Manda con autoridad y poder a los espíritus inmundos y salen»». El Evangelista observa: «Su fama se extendió por todos los lugares de la región» (Lc 4,36-37). Jesús había hecho numerosas curaciones de enfermos, de manera que de nuevo San Lucas observa como su fama se extendía cada vez más (ver Lc 5,15). Todo esto precede al episodio que nos narra hoy el Evangelio.

Era natural que los fariseos quisieran saber qué había de cierto en todo esto y quién era Jesús. Cuando le fue presentado un paralítico en una camilla y Jesús, ante todo el público, le perdona sus pecados; los escribas y fariseos piensan que está diciendo blasfemias (ver Lc 5,20-21). En otra ocasión Jesús entró a comer a casa de Leví, que era un publicano, y «los fariseos murmuraban diciendo a los discípulos de Jesús: ‘¿Por qué coméis y bebéis con los publicanos y pecadores?» (Lc 5,30). Todo esto antecede a la invitación del fariseo Simón.

Finalmente arroja mucha luz sobre el relato de hoy el episodio inmediatamente anterior. Hablando de Juan el Bautista Jesús dice: «Todo el pueblo que lo escuchó… reconocieron la salvación de Dios, haciéndose bautizar con el bautismo de Juan. Pero los fariseos y los legistas, al no aceptar el bautismo de él, frustraron el plan de Dios sobre ellos» (Lc 7,29-30). Jesús sabía lo que pensaban sobre él los fariseos y lo expresa así: «Ha venido Juan el Bautista, que no comía pan ni bebía vino, y decís: ‘Demonio tiene’. Ha venido el Hijo del hombre, que come y bebe, y decís: Ahí tenéis un comilón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores» (Lc 7,33-34). Llamar a Jesús «comilón y borra¬cho» es excesivo.

La maledicencia de la gente puede llegar a ese extremo. No sabemos si Simón compartía este juicio sobre Jesús. En todo caso, lo invita para examinarlo, no por amistad, ni para hacerle un homenaje. Y Jesús acepta la invitación; pero ciertamente capta con qué intención fue invitado. San Lucas relata lo que ocurrió en ese momento con extrema delicadeza. Una mujer pecadora pública, al enterarse de la presencia de Jesús, lleva un frasco de alabastro lleno de perfume, y poniéndose detrás, comienza a llorar, y con sus cabellos seca los pies cansados del Maestro. Además besa sus pies y unge con el perfume. Cualquiera se habría sentido embarazado, más aún si era objeto del examen crítico de los fariseos. Pero Jesús no. Jesús aceptó agra-decido este homenaje y este gesto de amor de la mujer y no hizo ningún movimiento de repulsión. Ante esta actitud de Jesús, el fariseo vio confirmada su opinión negativa sobre Él: ¡No puede ser un profeta! En efecto, Simón razona así: «Si éste fuera un profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que lo está tocando, pues es una pecadora».

Jesús ciertamente había sido invitado por Simón. Pero no se le habían hecho ninguno de los gestos de hospitalidad que se usaban con un invitado al que se deseaba honrar. En esas calles polvorientas de Palestina, ofrecer al huésped agua para los pies era un signo valioso de hospitalidad, pues el agua era un bien escaso y precioso. El beso con que se recibía al invitado era señal de afecto y amistad. Era costumbre ungir la cabeza con perfume. Ninguno de estos honores y amabilidades se usaron con Jesús. Simón invita a Jesús, pero no goza con su presencia, no cree en él. Jesús no se queja por esta falta de atención y le propone una breve parábola.

Un señor tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios y el otro cincuenta. No teniendo ellos con qué pagarle, los perdonó a los dos. Jesús pregunta a Simón: «¿Quién de ellos lo amará más?». Simón responde cautelosamente algo que es obvio: «Supongo que aquél a quien perdonó más». Entonces Jesús aplica la respuesta a la situación concreta. Imaginemos la expectación de todos. «Volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: ¿Ves esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para los pies. Ella, en cambio, ha mojado mis pies con sus lágrimas y los ha secado con sus cabellos. Tú no me diste el beso. Ella, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. Tú no ungiste mi cabeza con aceite. Ella ha ungido mis pies con perfume. Por eso te digo que quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha amado mucho. A quien poco se le perdona, poco ama». Jesús maneja la situación de manera genial, con total libertad, con una profundidad insuperable.

La mujer arrepentida

Pensemos ahora en la mujer pecadora. Ella entró en la casa de Simón, sin que nada la detuviera hasta llegar junto a Jesús, exponiéndose a ser expulsada y avergonzada. Amaba a Jesús porque, aunque se reconocía pecadora, sabía que Jesús la habría acogido, la habría apreciado, le habría devuelto su dignidad perdida y la habría amado. Es lo que Él hace cuando, después de defenderla de la condenación de los comensales, le dice: «Tus pecados quedan perdonados… Tu fe te ha salvado, Vete en paz». Ella salió transformada en otra mujer. Ha nacido de nuevo por la gracia de Dios.

El episodio es un verdadero himno a la misericordia de Dios. Jesús demuestra que Él es mucho más que un profeta. Él es el que vino al mundo a salvar el mundo del pecado, tal como fue anunciado por el ángel a San José: «Él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21). Él nos revela aquella voluntad salví¬fica del Dios verdadero: «No quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y viva» (Ez 33,11). La mujer salió de la presencia de Jesús convertida en otra. Ella puede decir a todos lo que decía San Pablo: «Es cierta y digna de ser aceptada por todos esta afirmación: Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores; y el primero de ellos soy yo» (1Tim 1,15). Ojalá todos pudiéramos decir lo mismo.

El arrepentimiento de David

«He pecado contra Dios». Ante esta humilde confesión enmudece todo reproche. «Todos nosotros, dice San Ambrosio, a cada momento estamos cayendo en pecado; y con todo, ninguno, aunque plebeyo, se resigna a confesarlo. Por el contrario, aquel rey, poderoso y glorioso, con inmensa amargura de su alma, confesó su pecado al Señor. ¿Qué hombre, por poco rico y noble que sea, se hallará hoy día que lleve en paciencia el menor reproche por un crimen cometido? Pues aquel rey, señor de un gran imperio, al ser reprendido por su delito, no se indignó, no montó en ira, sino que hizo una humilde y dolorosa confesión…y su confesión perpetuará a través de los siglos».

La respuesta de Dios es contundente ante cualquier tipo de duda: «¡no morirás!». He aquí retratado en dos palabras el corazón misericordioso de Dios, que Jesús presenta en la parábola del Padre misericordioso (Lc 15,11ss). Apenas David reconoce sinceramente su culpa por el terrible hecho de haber mandado matar a Urías para quedarse con su mujer; Dios se apresura en darle su perdón. Nunca el rey olvidará el perdón obtenido ni el dolor de su corazón por el pecado realizado como vemos en el hermoso Salmo 50.

Una palabra del Santo Padre:

«La misericordia de Dios es muy concreta y todos estamos llamados a experimentarla en primera persona. A la edad de diecisiete años, un día en que tenía que salir con mis amigos, decidí pasar primero por una iglesia. Allí me encontré con un sacerdote que me inspiró una confianza especial, de modo que sentí el deseo de abrir mi corazón en la Confesión. ¡Aquel encuentro me cambió la vida! Descubrí que cuando abrimos el corazón con humildad y transparencia, podemos contemplar de modo muy concreto la misericordia de Dios. Tuve la certeza que en la persona de aquel sacerdote Dios me estaba esperando, antes de que yo diera el primer paso para ir a la iglesia. Nosotros le buscamos, pero es Él quien siempre se nos adelanta, desde siempre nos busca y es el primero que nos encuentra. Quizás alguno de ustedes tiene un peso en el corazón y piensa: He hecho esto, he hecho aquello… ¡No teman! ¡Él les espera! Él es padre: ¡siempre nos espera! ¡Qué hermoso es encontrar en el sacramento de la Reconciliación el abrazo misericordioso del Padre, descubrir el confesionario como lugar de la Misericordia, dejarse tocar por este amor misericordioso del Señor que siempre nos perdona!

Y tú, querido joven, querida joven, ¿has sentido alguna vez en ti esta mirada de amor infinito que, más allá de todos tus pecados, limitaciones y fracasos, continúa fiándose de ti y mirando tu existencia con esperanza? ¿Eres consciente del valor que tienes ante Dios que por amor te ha dado todo? Como nos enseña San Pablo, «la prueba de que Dios nos ama es que Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores» (Rom 5,8). ¿Pero entendemos de verdad la fuerza de estas palabras?».

Papa Francisco. Mensaje para la XXXI Jornada Mundial de la Juventud, 2016.

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.

1. San Pablo en su carta a los Gálatas nos deja todo un programa de vida: «con Cristo estoy crucificado: y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí».Toda mi vida cristiana debe de ser un conformarme con Jesucristo. ¿Vivo de mi fe desde esta opción por el Señor Jesús? l

2. ¿Me acerco al sacramento de la reconciliación con una actitud de confianza en el perdón de Dios? ¿Me motiva el amor cuando tomo conciencia de mi pecado?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 430 – 431. 734. 1439,1465, 2843.

Written by Rafael De la Piedra