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¡Una doctrina nueva, expuesta con autoridad! Jesús entre la muchedumbre 43_i-am-the-bread-of-life_900x600_72dpi_1 Full view

¡Una doctrina nueva, expuesta con autoridad!

Domingo de la Semana 4ª del Tiempo Ordinario. Ciclo B

Lectura del Santo Evangelio según San Marcos 1, 21-28

Las lecturas de este Domingo muestran la saga bíblica del profetismo, desde Moisés y los Profetas que hablan en nombre del Señor (Deuteronomio 18, 15-20) a Cristo Jesús, Palabra viva de Dios que enseña con autoridad propia y no como los escribas (San Marcos 1, 21-28), y en cuyo nombre realizan los Apóstoles, como San Pablo, su misión en la Iglesia. El Apóstol de los gentiles imparte a los corintios su enseñanza sobre el matrimonio y el celibato, dos estados y dos caminos para vivir la dedicación y entrega al apostolado en la comunidad cristiana (primera carta de San Pablo a los Corintios 7, 32-35).

«Yo suscitaré, de en medio de ti, un profeta semejante a ti»

Ya en la tradición judía el profeta era interpretado como prefiguración del Mesías, que debería aparecer ante sus contemporáneos como otro Moisés, es decir como un profeta y maestro legislador y forjador del nuevo pueblo. En el Nuevo Testamento vemos como es aplicado este oráculo al mismo Señor Jesús tanto por San Pedro (Hch 3,22) como por San Esteban (Hch 7,35). Cuando Felipe fue llamado a ser apóstol dijo: «Hemos encontrado a Aquel de quien escribió Moisés» (Jn 1,45). El mismo Jesús se refiere a esta profecía en el pasaje de Jn 5,45ss. No cabe la menor duda que esta profecía se cumplió plenamente en Jesucristo. San Agustín nos dice que así como Moisés fue el legislador de la Antigua Ley, Jesús lo es de la Nueva Ley.

San Pablo, por su parte no es un profeta o maestro independiente, sino que toda su enseñanza (es decir su magisterio) hace referencia a Cristo Maestro o en todo caso es una enseñanza iluminada por la presencia de Cristo Resucitado bajo la viva y vivificante acción del Espíritu Santo. Pablo enseña con autoridad, pero no propia, sino la misma autoridad de Cristo presente en él por el poder del Espíritu Santo. Pablo, en su carta a los Corintios, enseñará que hay dos estados de vida: matrimonio y virginidad. Ambos provienen de Dios como don y ambos están llamados a «preocuparse de las cosas de Dios» viviendo así su vocación a la santidad en el trato asiduo (cotidiano) con el Señor.

El Maestro Bueno

El episodio que relata el Evangelio de hoy ocurre en día sábado en la sinagoga de Cafarnáum cuando Jesús comienza a enseñar. En los versículos precedentes de este primer capítulo del Evangelio de San Marcos se nos ha mostrado el comienzo de su vida pública en Galilea y la vocación de sus primeros cuatro apóstoles. Cafarnaúm era una gran ciudad de la Galilea, más grande e importante que Nazaret. Estaba ubicada en la orilla noroeste del mar de Galilea. Jesús hizo de esta ciudad, en particular de su sinagoga, el centro de su ministerio en Galilea. El peregrino de la Tierra Santa visita las ruinas de su sinagoga y puede apreciar los restos de una de las sinagogas mejor preservadas de la Palestina. En realidad, esas ruinas pertenecen a una sinagoga del siglo III d.C.; pero su ubicación es la que exactamente tenía en el tiempo de Jesús.

Allí es donde entró Jesús y se puso a enseñar. Este lugar es tan importante que aquí fue donde Jesús pronunció el famoso discurso del «pan de vida» llamado también «discurso de la sinagoga de Cafarnaúm» (ver Jn 6,59). En Cafarnaúm hizo Jesús muchos de sus milagros; pero la ciudad no se convirtió y mereció una feroz condena de parte del Maestro (ver Mt 11,23-24). El título que más frecuentemente se aplica a Jesús en los Evangelios es sin duda el de «Maestro» y a sus seguidores se los llama «discípulos» . Él mismo, al final de su vida, afirma que la enseñanza era su actividad diaria. Cuando encara a los que vienen a arrestarlo, les reprocha: «¿Como contra un salteador habéis salido a prenderme con espadas y palos? Todos los días estaba junto a vosotros enseñando en el templo, y no me detuvisteis» (Mc 14,48). Jesús acudía al templo todos los días y enseñaba. Sin duda trajo al mundo una doctrina y vino con la misión de formar las conciencias de los hombres en la verdad.

¡Una doctrina nueva!

Apenas llamados los primeros discípulos, Jesús comienza a enseñar produciendo estupor en los presentes por dos motivos: por su autoridad y por su novedad. ¿En qué se diferencia el modo de enseñar de Jesús del de los escribas? Los escribas se limitaban a explicar la Ley de Moisés; ellos enseñaban con la autoridad de Moisés, no tienen autoridad propia. Jesús, en cambio, es más que Moisés; Él es una nueva instancia de revelación. Jesús es la Palabra de Dios; cuando Él habla y actúa, Él es la Palabra de Dios que se está presentando. Jesús es la revelación misma, él es la Palabra definitiva de Dios. Con razón dice San Juan de la Cruz que habiéndonos hablado en su Hijo, «Dios ha quedado como mudo y no tiene más que hablar; ya lo ha hablado todo, dándonos al Todo que es su Hijo» .

“¿Qué es esto? ¡Una doctrina nueva, expuesta con autoridad! Manda hasta a los espíritus inmundos y le obedecen”

 

Podemos citar muchos casos en el Evangelio en que Jesús aparece superior a Moisés. Cuando le presentan una mujer sorprendida en flagrante adulterio, los escribas y fariseos sentencian: «Moisés nos mandó en la Ley apedrear a estas mujeres. ¿Tú qué dices?» (Jn 8,5). Sin pronunciarse sobre Moisés manda a quien esté libre de pecado que tire la primera piedra. Nadie condena a la humillada mujer y Jesús la perdona.

Pero tal vez donde más resplandece la novedad y la autoridad de la enseñanza de Jesús es en el Sermón de la Montaña. Jesús comenta diversos preceptos de la Ley de Moisés y ante cada uno expresa su propia ley: «Habéis oído que fue dicho: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos» (Mt 5,21ss). Ante este precepto de Jesús y otros del mismo sermón, debemos concluir que muchos no han aceptado a Jesús y se encuentran aún en el Antiguo Testamento y en la Ley de Moisés. Jesús enseña con una autoridad que no es la de Moisés, sino suya propia; y no se limita a citar la ley antigua: Él es nueva instancia de ley.

«Manda a los espíritus inmundos y le obedecen»

Una prueba de su autoridad, como leemos en el pasaje de este Domingo, es que expulsa los demonios. Ahora, ¿por qué el Evangelio habla de que un hombre estaba poseído por un «espíritu inmundo» en vez de «espíritu maligno»? En realidad, lo inmundo en el lenguaje bíblico es lo que se opone a la santidad de Dios. Es así que alguien que, por cualquier motivo, no puede participar en el culto del Dios santo, se dice que está en estado de impureza.

En el Antiguo Testamento es causa de impureza, por ejemplo, haber tocado un cadáver; pero también el haber faltado el respeto al padre y a la madre y el haber transgredido cualquier mandamiento del Señor. Y el motivo por el cual el hombre debe conservarse puro es éste: «Sed santos, porque yo, Yahveh, vuestro Dios, soy santo» (Lv 11,45; 19,2). Un espíritu inmundo es uno que está fuera de la esfera de Dios, es lo más opuesto a Dios que se pueda pensar. El espíritu inmundo no pudo resistir en la presencia de Jesús, porque en él estaba la santidad de Dios. Por eso, su grito es un testimonio de la divinidad de Jesucristo: «Sé quién eres: el Santo de Dios». Esta frase equivale a decir: «Sí, tú has venido a destruirnos, porque tú eres ese hijo de la mujer que tenía que venir a pisotear la cabeza del demonio y a liberar al hombre de su dominio». El espíritu inmundo verdaderamente reconoce a Jesús.

Es interesante que el título que le da: «Santo de Dios» es el mismo que le da San Pedro, en la misma sinagoga de Cafarnaúm, cuando le dice estas palabras: «Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que Tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,68-69). En el resto del episodio Jesús se revela como Aquél que vence al demonio y libera al hombre. Después del escándalo producido por el hombre, todos en la sinagoga habrán tenido un movimiento de temor y se habrán vuelto hacia Jesús para ver cómo reaccionaba. Jesús aparece enteramente dueño de sí mismo y de la situación: «Jesús, entonces, le ordenó: ‘Callate y sal de él’. Y agitándole violentamente el espíritu inmundo dio un fuerte grito y salió de él». Como era de esperar todos quedaron admirados, de tal manera que se preguntaban unos a otros: «¿Qué es esto? ¡Una doctrina nueva expuesta con autoridad! Manda hasta a los espíritus inmundos y le obedecen». Jesús vino al mundo a aniquilar al «señor de la muerte, es decir, al Diablo» (ver Hb 2,14) y a darnos la vida: esta vida y, sobre todo, la eterna.

Una palabra del Santo Padre:

«La promesa que Dios hizo a Moisés «el día de la asamblea», se ha cumplido plenamente, queridos hermanos y hermanas, en la persona y en la obra de Cristo. En efecto, Dios, que «habló en el pasado a nuestros padres por medio de los Profetas, en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo» (Heb 1, l). Consagrado por el Espíritu en el bautismo, Él se muestra desde el comienzo como el verdadero y gran profeta que habla y obra para revelar el reino de Dios y salvar al hombre.

Prueba de esto es el episodio que tuvo lugar en la sinagoga de Cafarnaúm, el sábado, y que acabamos de escuchar en el Evangelio. En esa ocasión, Jesús habla con autoridad, y no como los escribas y los maestros de la ley. Habla como Dios, como su palabra viva, confiriendo así a su mensaje la fuerza que brota de esta realidad. No explica lo que otros han dicho, ni recurre a la autoridad de otros; Él mismo es capaz de expresar la voluntad y la exigencia de Dios. Su enseñanza, además, tiene autoridad, dado que no es sólo palabra, sino también gesto.

Es palabra que redime y salva. Lo demuestra el milagro hecho en la misma sinagoga de Cafarnaúm. Jesús libera al hombre del poder de Satanás, que lo lacera y lo hace esclavo, y le devuelve la dignidad de persona creada a «imagen de Dios». Esto pone de manifiesto la irreductible contraposición entre Jesús y el maligno: Jesús es «el santo de Dios»; Satanás es «el espíritu inmundo».

Queridos hermanos y hermanas (…), el Concilio Vaticano II, en la constitución Lumen Gentium, recuerda que la misión profética de Jesús no acaba con su muerte y su resurrección. Está destinada a prolongarse en el tiempo, por medio de la presencia y la acción de la Iglesia, pueblo de la nueva alianza. Por el don del Espíritu y mediante los sacramentos de la iniciación cristiana, el Señor Jesús «cumple su misión profética hasta la plena manifestación de la gloria, no sólo a través de la jerarquía, que enseña en su nombre y con su poder, sino también por medio de los laicos, a quienes, consiguientemente, constituye en testigos y los dota del sentido de la fe y de la gracia de la palabra, para que la virtud del Evangelio brille en la vida diaria, familiar y social».

El testimonio profético reviste una fuerza particular cuando asume las características de la libertad interior, de la dedicación total a las exigencias del reino de Dios y del compromiso radical a luchar contra toda forma de mal. Esto ocurre de manera plena en el estado virginal y en el celibato elegido por el reino de los cielos; o sea, en aquellos que, libremente y para responder a una llamada especial por parte del Señor, se entregan completamente a Él, se consagran a su servicio y recorren el camino de un amor incondicional hacia los hermanos, renunciando al matrimonio.

De esta forma, libres de las cosas terrenas y de los impedimentos humanos, se convierten en testigos de la resurrección, constructores de la Iglesia, artífices de un mundo nuevo y signo pro¬fético de la vida futura, como nos lo re¬cuerda san Pablo en la segunda lectura de la liturgia de este día».

Juan Pablo II. Homilía 8 de febrero de 1991.

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. Leamos y acojamos el mensaje de la Lumen Gentium 35 del Concilio Vaticano II y pensemos de que manera podemos ser «testigos de la fe» en nuestra vida diaria, familiar y social.

2. Todos, casado o célibes, estamos llamados a responder a nuestro llamado a la santidad que no es sino vivir de manera coherente con nuestra fe bautismal. ¿Lo entiendo y lo vivo de esa manera?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 551 553. 577- 582.

Written by Rafael De la Piedra