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«Y la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros»

Natividad del Señor – 25 de diciembre de 2017

Lectura del Santo Evangelio según San Juan 1,1-18

«¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la Buena Noticia!» ( Isaías 52, 7-10) Podemos decir que el tema central de todas las lecturas en la Natividad del Señor es el mismo Jesucristo: Palabra eterna del Padre que ha puesto su tienda entre nosotros, que ha acampado entre los hombres. El prólogo del Evangelio de San Juan (San Juan 1,1-18) nos habla de la «Buena Nueva» esperada y anunciada por los profetas, nos habla del Hijo por el cual el Padre del Cielo nos ha hablado (Hebreos 1,1- 6) y nos revela la sublime vocación a la que estamos llamados desde toda la eternidad «ser hijos en el Hijo».

«¡Saltad de júbilo Jerusalén!»

El retorno del exilio es inminente y el profeta describe gozoso el mensajero que avanza por los montes como precursor de la «buena noticia» de la liberación del exilio, al mismo tiempo que anuncia la esperada paz y la inauguración del nuevo reinado de Yahveh sobre su pueblo elegido. «Ya reina tu Dios», surge así una nueva teocracia en la que Dios será realmente el Rey de su pueblo y Señor de sus corazones. Los centinelas de Jerusalén son los primeros que perciben la llegada del mensajero con la buena noticia: Dios de nuevo se ha compadecido de su pueblo y «arremangándose las mangas» ha luchado en favor de Israel ante los pueblos gentiles.

 «¡Os ha nacido un Salvador!»

En todas las Iglesias del mundo resonó anoche durante la celebración eucarística la voz del Ángel del Señor que dijo a los pastores de la comarca de Belén: «Os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy os ha nacido en la ciudad de David un Salvador, que es el Cristo, Señor» (Lc 2,10-11). Lo más extraordinario es que este anuncio se ha repetido todos los años, por más de dos mil años, y en todas las latitudes, sin perder nada de su actualidad. ¿Cómo es posible esto? Hay en ese anuncio dos términos que responden a este interrogante: la palabra «hoy» y el nombre «Señor». La primera es una noción temporal, histórica, y en este texto suena como un campanazo. Ese «hoy» fija la atención sobre un punto determinado de la historia humana, que sucesivamente ha sido adoptado con razón como el centro de la historia. El nombre «Señor», en cambio, se refiere a Dios, que es eterno, infinito, ilimitado, sin sucesión de tiempo. El anuncio quiere decir entonces que el Eterno se hizo temporal, que entró en la historia. ¿Para qué?

Para que nuestra historia tuviera una dimensión de eternidad. Por eso es que los acontecimientos salvíficos, los que se refieren a la persona del Señor, son siempre presentes. Ese «hoy» es siempre ahora. Es lo mismo que expresa San Juan en el Prólogo de su Evangelio, que hoy leemos en la Misa del día. Esta solemnidad, dada su importancia, tiene una Misa propia de la vigilia, otra Misa de media noche y otra Misa del día.

«La Palabra habitó entre nosotros»

El Prólogo del cuarto Evangelio parte del origen mismo, pone como sujeto la Palabra y, en frases sucesivas, aclara su esencia: «En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios». Este «principio» no hace alusión a ningún tiempo, porque se ubica antes del tiempo y está perpetuamente fuera del tiempo. El sujeto al que se refiere todo el texto de San Juan es «la Palabra» que es mencionado otras dos veces: «La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo» (v. 9). Y en el v. 14, el punto culminante de todo el desarrollo, el que explica todo, porque todo conduce hacia allí: «Y la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros». La Palabra, que es la Luz verdadera y cuya esencia es divina, es decir, espiritual, se encarnó. El intangible, invisible, impasible, atemporal se hizo, tangible, visible, sometido a padecimientos y temporal. Para decirlo breve: Dios se hizo hombre.

Es Jesús, quien es la Palabra del Padre. En el misterio de Jesucristo no se puede separar la eternidad del tiempo, el Verbo de Jesús. Sería traicionar la revelación de Dios. A lo largo de la historia Dios había pronunciado palabras por medio de los profetas, palabras que manifestaban de modo incompleto la revelación de Dios. Con Jesucristo el Padre pronuncia la última, definitiva y única Palabra, en la que se comprende y llega a plenitud toda la revelación. Por eso leemos en la Constitución Dei Verbum: «La economía cristiana, por ser alianza nueva y definitiva, nunca pasará; ni hay que esperar otra revelación pública antes de la gloriosa manifestación de Jesucristo nuestro Señor» . Es decir, todo lo que el Padre quería revelarnos para nuestra salvación ya lo ha realizado en Jesucristo.

El hombre por su propia naturaleza está afectado por el tiempo, es decir, participa de esa característica que posee todo ser temporal: nacer, desarrollarse y, finalmente, fenecer. ¿Cómo puede hacer el hombre para entrar en la eternidad? El hombre vive de una vida natural cuyos procesos son el objeto de las ciencias naturales, la biología, la psicología, la sociología, etc. ¿Cómo puede hacer para poseer la vida divina y eterna sin que quede anulada su vida natural? Esto lo consigue el hombre mediante un acto que se cumple en el tiempo, pero le obtiene la eternidad. Este acto es la fe en Cristo, la fe en su identidad de Dios y Hombre, de eterno y temporal, de Hijo de Dios e Hijo de María.

 «Vino a su casa y los suyos no la acogieron»

El texto continúa refiriéndose a «la Palabra» y menciona que los suyos no la acogieron, pero aquellos que sí lo hicieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre. El nombre, en la Sagrada Escritura, está en el lugar de la identidad personal. Y esto lo repitió Jesús muchas veces en su vida. Citemos al menos una: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). Y el mismo Juan en su carta explica: «Os he escrito estas cosas para que sepáis que tenéis vida eterna, vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios» (1Jn 5,13).

Jesucristo, en quien concurren la humanidad y la divinidad, es el único camino por el cual el hombre puede alcanzar a Dios. Lo enseñó Él mismo cuando dijo: «Yo soy el Camino… Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6). No hay otro camino pues en ningún otro se juntan la naturaleza humana y la naturaleza divina, el tiempo y la eternidad; ningún otro es verdadero Dios y verdadero hombre. Y la aparición de esta posibilidad en el mundo es lo que celebramos hoy.

Es una posibilidad que está abierta también hoy y lo estará siempre pues «Jesucristo es el mismo ayer, hoy y para siempre» (Heb 13,8). También hoy está abier¬ta la opción de acogerlo o no acogerlo, de creer o no creer en él. Si Jesús nació en un pesebre, «porque no había lugar para ellos en la posada» (Lc 2,7), es porque quiso ubicarse en el grado más bajo de la escala humana, a nivel infrahuma¬no. Lo hizo para que nadie se sienta excluido, ni siquiera el hombre más miserable, y todos tengan abierto el camino de la salvación. A todos, como a los pastores, se les anuncia: «Hoy os ha nacido un Salvador». ¡Acogedlo!

Una palabra del Santo Padre:

«La profecía de Isaías anuncia la aparición de una gran luz que disipa la oscuridad. Esa luz nació en Belén y fue recibida por las manos tiernas de María, por el cariño de José, por el asombro de los pastores. Cuando los ángeles anunciaron a los pastores el nacimiento del Redentor, lo hicieron con estas palabras: “Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2,12). La «señal» es precisamente la humildad de Dios, la humildad de Dios llevada hasta el extremo; es el amor con el que, aquella noche, asumió nuestra fragilidad, nuestros sufrimientos, nuestras angustias, nuestros anhelos y nuestras limitaciones. El mensaje que todos esperaban, que buscaban en lo más profundo de su alma, no era otro que la ternura de Dios: Dios que nos mira con ojos llenos de afecto, que acepta nuestra miseria, Dios enamorado de nuestra pequeñez.

Esta noche santa, en la que contemplamos al Niño Jesús apenas nacido y acostado en un pesebre, nos invita a reflexionar. ¿Cómo acogemos la ternura de Dios? ¿Me dejo alcanzar por él, me dejo abrazar por él, o le impido que se acerque? «Pero si yo busco al Señor» –podríamos responder–. Sin embargo, lo más importante no es buscarlo, sino dejar que sea él quien me busque, quien me encuentre y me acaricie con cariño. Ésta es la pregunta que el Niño nos hace con su sola presencia: ¿permito a Dios que me quiera?

Y más aún: ¿tenemos el coraje de acoger con ternura las situaciones difíciles y los problemas de quien está a nuestro lado, o bien preferimos soluciones impersonales, quizás eficaces, pero sin el calor del Evangelio? ¡Cuánta necesidad de ternura tiene el mundo de hoy! Paciencia de Dios, cercanía de Dios, ternura de Dios.

La respuesta del cristiano no puede ser más que aquella que Dios da a nuestra pequeñez. La vida tiene que ser vivida con bondad, con mansedumbre. Cuando nos damos cuenta de que Dios está enamorado de nuestra pequeñez, que él mismo se hace pequeño para propiciar el encuentro con nosotros, no podemos no abrirle nuestro corazón y suplicarle: “Señor, ayúdame a ser como tú, dame la gracia de la ternura en las circunstancias más duras de la vida, concédeme la gracia de la cercanía en las necesidades de los demás, de la humildad en cualquier conflicto”.

Queridos hermanos y hermanas, en esta noche santa contemplemos el misterio: allí “el pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande” (Is 9,1). La vio la gente sencilla, dispuesta a acoger el don de Dios. En cambio, no la vieron los arrogantes, los soberbios, los que establecen las leyes según sus propios criterios personales, los que adoptan actitudes de cerrazón. Miremos al misterio y recemos, pidiendo a la Virgen Madre: “María, muéstranos a Jesús”».

Papa Francisco. Solemnidad de la Natividad del Señor. Vaticano 24 de diciembre de 2014.

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. Nos dice San León Magno: «Nuestro Salvador, amadísimos hermanos, ha nacido hoy; alegrémonos. No puede haber, en efecto, lugar para la tristeza, cuando nace aquella vida que viene a destruir el temor de la muerte y a darnos la esperanza de una eternidad dichosa. Que nadie se considere excluido de esta alegría, pues el motivo de este gozo es común para todos, nuestro Se¬ñor, en efecto, vencedor del pecado y de la muerte, así como no encontró a nadie libre de culpa, así ha venido para salvarnos a todos. Alégrese, pues, el justo, porque se acerca a la recompensa; regocíjese el pecador, porque se le brinda el perdón; anímese el pagano, porque es lla¬mado a la vida». ¡Vivamos hoy la alegría por el nacimiento de nuestro Redentor! Compartamos esta alegría en nuestra familia, en nuestro trabajo, con nuestros amigos, con las personas necesitadas.

2. Volvamos a lo esencial de la Navidad. Todo el resto se subordina a la gran verdad de nuestra fe: Navidad es Jesús. ¿Qué voy hacer en mi familia para que éste sea el mensaje central en estos días?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 525-526.

 

Written by Rafael De la Piedra