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«Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo»

Domingo de la Semana 3ª del Tiempo de Adviento. Ciclo C – 16 de diciembre de 2018
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 3,10-18

Las lecturas en este tercer Domingo de Adviento son un adelanto a la alegría que vamos a vivir el día de Navidad. Alegría para los habitantes de Jerusalén que verán alejarse el dominio asirio y la idolatría y podrán así rendir culto a Yahveh con libertad (Sofonías 3,14-18ª). Alegría constante y desbordante de los cristianos de Filipo porque la paz de Dios «custodiará sus corazones y sus pensamientos en Cristo Jesús» (Filipenses 4, 4-7). Alegría y esperanza que comunica Juan el Bautista al pueblo mediante la predicación de la Buena Nueva del Mesías Salvador, que instaurará con su venida el reino de justicia y amor prometido al pueblo elegido y a toda la humanidad (San Lucas 3,10-18).

 «Como el pueblo estaba a la espera…»

Cuando Juan el Bautista comenzó su predicación se respiraba en el ambiente la convicción de que la Salvación de Dios estaba a punto de revelarse. Lo dice el Evangelio de hoy: «El pueblo estaba a la espera…» (Lc 3, 15). Es más, se pensaba que el Cristo, el Ungido de Dios enviado para salvar a su pueblo, ya estaba vivo en alguna parte y bastaba que comenzara a manifestarse. Lucas anota con precisión un dato que ha determinado toda la cronología: «Jesús, al comenzar, tenía unos treinta años» (Lc 3,23). Los mayores tenían que recordar aquel rumor que se había difundido treinta años antes sobre ciertos pastores que aseguraban haber oído este anuncio: «Os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es el Cristo Señor» (Lc 2,11). El anciano Simeón debió ser un personaje conocido en los ambientes del templo. Y bien, de él se recordaba que antes de morir había dicho que había visto al Salvador (ver Lc 2,29-30). Había también una profetisa, Ana, que no se apartaba del templo, sirviendo a Dios noche y día. Ella tuvo ocasión de ver al niño Jesús, recién nacido, cuando fue presentado por sus padres en el Templo (ver Lc 2,38). Los que la habían oído tenían que recordar a ese niño.

Sin embargo, la situación no podía ser peor ya que Israel estaba bajo dominio extranjero y era obligado a pagar un pesado tributo. Roma entraba en todo y controlaba todo, incluso las finanzas del templo y hasta el culto judío. La fortaleza Antonia estaba edificada adyacente al templo y desde sus murallas se mantenía estrecha vigilancia de todo lo que ocurría en los atrios del lugar sagrado; en la fortaleza se conservaba bajo custodia del comandante romano la costosa estola del Sumo Sacerdote y su uso era permitido sólo cuatro veces al año en las grandes fiestas; dos veces al día se debía ofrecer en el templo un sacrificio «por el César y por la nación Romana». Dios había prometido a Israel un rey ungido como David (Christós), que los salvaría de la situación a que estaban reducidos. Si alguien esperaba el cumplimiento de esa promesa, era éste el momento. En el Evangelio de hoy distinguimos claramente tres partes: la orientación de Juan a tres grupos muy bien diferenciados (10-14); la presentación que Juan hace de sí mismo ante la expectativa del pueblo (15 -16a) y el explícito anuncio del Mesias (16b-18).

 «¿Qué debemos hacer?»

La pregunta obvia de la gente que rodeaba al Bautista es: «¿Qué debemos hacer?». Juan da instrucciones para cada categoría de personas ya que los intereses eran muy diferentes. La respuesta de Juan no es un altisonante discurso, pero tampoco es una “recetita” de agua tibia para tranquilizar la conciencia. En los tres casos la catequesis tiene un denominador común: el amor solidario y la justicia. Todos estamos llamados a practicar la solidaridad: «El que tenga dos túnicas que las reparta con el que no tiene; el que tenga para comer que haga lo mismo». A los publicanos o recaudadores de impuestos les dice: «no exijáis más de lo debido». Por lo tanto, justicia y equidad. A los soldados: «no hagáis extorsión a nadie, ni os aprovechéis con denuncias falsas, sino contentaos con la paga».

Consejos que, sin duda, tienen una tremenda actualidad. Ambas profesiones tenían muy mala fama en Israel y eran objeto del desprecio religioso por parte de los puritanos fariseos. Los publicanos recaudaban los impuestos para los romanos, y tendían a exigir más de lo debido en beneficio propio. Los soldados solían abusar de su poder buscando dinero por medios ilícitos y extorsionando a la gente. Pues bien, sorprendentemente el Bautista no les dice que, para convertirse, han de abandonar la profesión, sino que la ejerciten honradamente. Para ellos la conversión efectiva será pasar de la injusticia y del dominio al amor a los demás, expresado en el servicio y la justicia.

¿Eres tú el Cristo…?

El pueblo estaba realmente expectante y todos se preguntaban si Juan no sería el mesías. La figura «heterodoxa» del profeta en el desierto, que no frecuentaba el templo de Jerusalén ni la sinagoga en día sábado; suscitó un fuerte movimiento religioso. Para unos el mesías esperado debía de implantar un nuevo ordenamiento religioso y social; para otros, era el profeta Elías redivivo, quien según la tradición judía volvería al comienzo de los tiempos mesiánicos (ver Mal 3,23; Eclo 48,10); y todavía para unos terceros era el profeta por antonomasia, es decir Moisés reencarnado. Pero Juan les declara a todos: «Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, y no soy digno de desatarle la correa de sus sandalias». Era propio de los esclavos el quitar y poner el calzado a sus señores. Y así lo que Juan nos dice es que él ni siquiera es digno de desatar la correa de los zapatos al Señor, ni aún como esclavo.

Juan se puso entonces a bautizar invitando a la conversión. Y lo hacía en términos un tanto alarmantes: «Ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego». Esto provocó en los oyentes la reacción que era de esperar y de ahí la pregunta sobre que deberían hacer. Notemos que aunque esté en el umbral del Nuevo Testamento, Juan todavía pertenece al Antiguo Testamento y, por tanto, la norma de conducta que enseña no es aún la norma evangélica. Y, sin embargo, debemos reconocer que nosotros ni siquiera observamos esa norma, pues aún hay muchos que no tienen con qué vestirse ni qué comer, mientras a otros les sobra. Si no observamos la norma de Juan, ¿qué decir de la norma de Cristo: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado»? Ésta es la norma que tenemos nosotros para que la segunda venida de Cristo nos encuentre velando y preparados. Para cumplirla debemos examinar «cómo nos amó Jesús» y vivir de acuerdo a su ejemplo. Pero esto es imposible a las fuerzas humanas abandonadas a sí mismas; es necesaria la acción del Espíritu Santo, el mismo que Juan vio descender sobre Jesús y que le permitió reconocerlo como el que ahora iba a bautizar con Espíritu Santo.

¡Alégrate y exulta de todo corazón, hija de Jerusalén!

En la Primera Lectura leemos una invitación al gozo y la alegría mesiánica. Sofonías es un profeta durante el reinado del rey Josías que después de los tristes años de decadencia religiosa, bajo el reinado de Manasés (693-639 A.C.), es reconocido como el continuador de las reformas religiosas de su bisabuelo Ezequías. Sin embargo, el rey en su intento de detener las tropas del Faraón, que corría en auxilio de Asiría, fue muerto en el combate. El pueblo, escandalizado por aquel aparente abandono de Dios, vuelve a las prácticas paganas. Sofonías siente acercarse el día de la «gran cólera» pero concluye con una profecía de esperanza y anuncia una edad de oro para Israel. El Señor se hace presente en medio de su pueblo porque lo ama, por eso invita al pueblo que grite de alegría y de júbilo. El texto que hemos leído es aplicado a nuestra Madre María, la «hija de Sión» por excelencia; cuyo eco repite el saludo del ángel Gabriel en la Anunciación: «! Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo!» (Lc 1,28).

 Un mandamiento de alegría

En el pasaje de la carta a los filipenses vemos como se une la mesura a la serenidad y a la paz; y como todas ellas se fundamentan en el cercano encuentro con el Señor Jesús. Es probable que, en el momento de escribir y recibir la carta, tanto San Pablo como los filipenses pensasen en una proximidad cronológica, es decir, en que la venida gloriosa de Jesucristo para clausurar la historia, la llamada “parusía” del Señor, estaba realmente cercana. A nosotros, por otro lado, nos bastaría pensar en la real presencia del Señor ya que Él «está con nosotros todos los días hasta el final del mundo» (Mt 28,20); para que de este modo nuestra existencia esté llena de esperanza y de alegría. La tristeza no nos podrá dominar si sabemos dar razón de nuestra esperanza y vivir de acuerdo a ella. «La alegría es el gigantesco secreto del cristiano» nos decía G.K. Chesterton.

 Una palabra del Santo Padre:

«Hoy celebramos el tercer domingo de Adviento, caracterizado por la invitación de san Pablo: «Estad siempre alegres en el Señor: os lo repito, estad alegres» (Fil 4, 4-5). No es una alegría superficial o puramente emotiva a la que nos exhorta el apóstol, y ni siquiera una mundana o la alegría del consumismo. No, no es esa, sino que se trata de una alegría más auténtica, de la cual estamos llamados a redescubrir su sabor. El sabor de la verdadera alegría. Es una alegría que toca lo íntimo de nuestro ser, mientras que esperamos a Jesús, que ya ha venido a traer la salvación al mundo, el Mesías prometido, nacido en Belén de la Virgen María. La liturgia de la Palabra nos ofrece el contexto adecuado para comprender y vivir esta alegría. Isaías habla de desierto, de tierra árida, de estepa (cf. 35, 1); el profeta tiene ante sí manos débiles, rodillas vacilantes, corazones perdidos, ciegos, sordos y mudos (cf. vv. 3-6). Es el cuadro de una situación de desolación, de un destino inexorable sin Dios.

Pero finalmente la salvación es anunciada: «¡Ánimo, no temáis! —dice el profeta— […] Mirad que vuestro Dios, […] Él vendrá y os salvará» (cf. Is 35, 4). Y enseguida todo se transforma: el desierto florece, la consolación y la alegría inundan los corazones (cf. vv. 5-6). Estos signos anunciados por Isaías como reveladores de la salvación ya presente, se realizan en Jesús. Él mismo lo afirma respondiendo a los mensajeros enviados por Juan Bautista. ¿Qué dice Jesús a estos mensajeros? «Los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan» (Mt 11, 5). No son palabras, son hechos que demuestran cómo la salvación traída por Jesús, aferra a todo el ser humano y le regenera. Dios ha entrado en la historia para liberarnos de la esclavitud del pecado; ha puesto su tienda en medio de nosotros para compartir nuestra existencia, curar nuestras llagas, vendar nuestras heridas y donarnos la vida nueva. La alegría es el fruto de esta intervención de salvación y de amor de Dios.

Estamos llamados a dejarnos llevar por el sentimiento de exultación. Este júbilo, esta alegría… Pero un cristiano que no está alegre, algo le falta a este cristiano, ¡o no es cristiano! La alegría del corazón, la alegría dentro que nos lleva adelante y nos da el valor. El Señor viene, viene a nuestra vida como libertador, viene a liberarnos de todas las esclavitudes interiores y exteriores. Es Él quien nos indica el camino de la fidelidad, de la paciencia y de la perseverancia porque, a su llegada, nuestra alegría será plena».

Papa Francisco. Ángelus en el III domingo de Adviento. 11 de diciembre de 2016.

 Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.

1. Nos dice Santo Tomás de Aquino: «El amor produce en el hombre la perfecta alegría. En efecto, sólo disfruta de veras el que vive la caridad». ¿Soy una persona alegre?

2. El mensaje de Juan el Bautista es muy claro. ¿Soy una persona justa? ¿Soy solidario con mis hermanos o encuentro en mi corazón resquicios de discriminación hacia mis hermanos?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 30. 673-674. 840. 1084-1085. 2853.

Written by Rafael de la Piedra