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¿Tiene sentido tener fe hoy en día?
¿Dónde encontrar las respuestas a nuestras inquietudes más profundas?
¿Cuáles son las razones para creer?

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«¿Por qué estáis con tanto miedo?»  

Domingo de la Semana 12ª del Tiempo Ordinario.  Ciclo B – 20 de junio de 2021

Lectura del Santo Evangelio según San Marcos 4,35-40

La Primera Lectura (Job 38,1. 8-11) nos muestra cómo Yahveh sale al encuentro de Job y lo rescata de la tempestad de dudas que lo atormenta mostrándose como el Señor de todo lo creado. Jesús también será muy claro ante la cobardía y poca fe de sus discípulos. (Marcos 4,35-40). Sin embargo, hay que preguntarnos ¿Cuál, de verdad, es nuestra actitud cuando nos vemos en medio de las tormentas de la vida y especialmente en la pandemia que estamos viviendo? ¿Tenemos miedo? ¿Creemos que Dios es indiferente ante nuestro sufrimiento y que no le importa lo que estamos pasando? Pero Él es el «Dios con nosotros» que nunca nos deja abandonados, que ha muerto por nosotros por amor y nos invita a ser nuevas criaturas (2Corintios 5, 14-17).

¿Maes­tro, no te importa que perezcamos?

El pasaje evangélico termina con una pregunta hecha por sus discípulos acerca de Jesús: «¿Quién es éste que hasta el viento y el mar le obede­cen?» (Mc 4, 41). Y ciertamente nos habría gustado mucho saber la respuesta a esta pregunta, pero el relato termina allí. En realidad, la respuesta a esta pregunta cae por su propio peso al leer todo el episodio. El Evangelio de hoy es el de la tempes­tad calmada por Jesús. Los apóstoles están atravesando en bote el mar de Galilea y Jesús, seguramente cansado después de una larga jornada de trabajo, iba durmiendo en la parte posterior de la barca. Luego se levanta una tremenda tormenta que ya ponía en riesgo la propia embarcación. Para el hombre antiguo el elemento amenazante por excelen­cia, la expresión más clara de las fuerzas natu­rales incontro­lables, es la agitación del agua en grandes masas. No había poder humano que pudiera hacer frente a una tormenta en el mar. Es semejante al pánico que siente el hombre de nuestro tiempo ante la fuerza del terremoto: imposible de prever con exactitud y mucho menos de contro­lar.

Ante la fuerza de las olas, los discípulos, a pesar de ser pescadores de profe­sión, sienten temor y despiertan a Jesús diciéndole: «¿Maes­tro, no te importa que perezcamos?». Les llamaba la atención que, en esas circunstancias tan desesperadas, alguien pudiera estar durmiendo apaciblemente como si nada: ¿es que no le importa perecer? Pero no, no era eso. Es que las fuerzas de la naturaleza no pueden nada contra Él. Ellas están bajo su control, como quedará claramente demostrado. En efecto, ocurre algo impresionante: «Jesús se despertó, increpó al viento, y dijo al mar: ‘¡Calla, enmude­ce!’. El viento se calmó y sobrevino una gran bonanza». Habría que ver la autoridad de esa orden. El viento y el mar sumisos recono­cen la voz de su Señor y obedecen. Si antes los apóstoles habían temido a la fuerza del viento y del mar, ahora, aunque había pasado el peligro, leemos en el versículo 41 que «se llenaron de gran temor».

Cuando Jesús les pregunta: «¿Por qué estáis con tanto miedo?», se refiere al miedo normal que ellos sintieron ante la violencia de la tormenta. Era miedo de morir. Ahora se había hecho una gran bonanza[1] y ese miedo había pasado. Pero, en cambio, ellos «se llenaron de gran temor». Éste es un temor distin­to. Éste es el temor que siente el hombre cuando ante la inmen­sidad de la divinidad se hace evidente su pequeñez y su limita­ción, sobre todo, porque cobra viva conciencia de su pecado. Ahora son ellos los que se preguntan unos a otros: « ¿Quién es éste que hasta el viento y el mar le obede­cen?». Sin embargo ellos ya tienen la respuesta.

¡Llegarás hasta aquí, no más allá, aquí se romperá el orgullo de tus olas!

Para un israelita en el tiempo de Jesús, los textos del Antiguo Testamento no sólo eran sagrados sino también formaban parte de su cultura nacional. Con esos textos se aprendía a leer – los que sabían, es decir, los escribas -, con esos textos se oraba, esos textos se escuchaban en las sinagogas. Hay que considerar que los contemporáneos de Jesús no tenían el aluvión de papel que nos agobia a nosotros hoy, ni la radio ni la televisión, ni Internet. Se puede decir que su mundo era la Escri­tura, de la cual cono­cían cada coma y cada tilde y sabían recitar de memoria largos pasajes. Esto lo decimos, para entender la pregunta de los apóstoles. Ellos cier­tamente cono­cían la historia de Job y, al ver la obediencia del viento y del mar, no pudieron dejar de recor­dar, cuando Dios (aquí es claramente Dios el que habla) le pone a Job la misma pregun­ta retórica: «¿Quién encerró el mar con doble puerta, cuando del seno materno salía borbo­tando? ¡Llegarás hasta aquí, no más allá -le dije-, aquí se romperá el orgu­llo de tus olas!» (Jb 38,8.11). Por eso los apóstoles sabían muy bien quien tenía tal poder. Es el mismo que dejó callado a Job. El pasaje que leemos hace parte de la respuesta de Dios a los clamores angustiados de Job que nos dice en su última intervención «¡Oh! ¿Quién hará que se me escuche? Esta es mi última palabra: ¡que responda el Todopoderoso!… Fin de las palabras de Job.» (Job 31, 35. 37)[2]. Dios hace llegar su respuesta ya que tiene que intervenir para poder dirimir el pleito entre los cuatro amigos en una instancia superior, pues el pleito tenía justamente a Dios por argumento. Pues bien, la respuesta de Dios se escucha en medio de una tormenta. Con estupor y sorpresa, Job va descubriendo su propia ignorancia y su limitación ante el inconmensurable poder de Dios.

¿Por qué todavía no tienen fe? ¿Por qué no confían?

El relato de la tormenta calmada contiene una profunda enseñanza para nuestra vida. En efecto, Jesús se sorprende de que los apóstoles tengan miedo, de que pierdan la paz, cuando va Él con ellos. Por eso les pregunta: «¿Aún no tenéis fe?». Después de esa experiencia ellos tendrían que reconocer siempre: «Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros?» (Rom 8,31). A veces las olas se levantan amena­zantes en nuestra vida, las dificultades, los graves proble­mas de los cuales no se ve salida, estamos al borde de la desesperación, nos invade el miedo; entonces debemos recor­dar la frase de Jesús: «¿Aún no tenéis fe?». Si está Jesús con nosotros, no debemos temer nada, nada nos debe turbar. Más bien debemos decir: «Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque t vas conmi­go: tu vara y tu cayado me sosiegan» (Salmo 23). En reali­dad, el milagro mayor en el relato del Evangelio fue el de devolver la paz a los discípulos. En su espíritu ocurrió lo mismo que en la naturaleza: de fuerte tormenta pasó a gran bonanza. No deja nunca de cumplir­se la palabra de Dios: «Los ojos del Señor están sobre los justos y sus oídos atentos a su cla­mor… Cuando lo invocan, el Señor escucha, y los libra de todas sus angustias» (Salmo 34,16.18).

Cristo murió por todos y cada uno de nosotros

Pablo escribe su segunda carta a los Corintios aproximadamente un año después de haber escrito la primera (hacia el año 56), cuando las relaciones entre él y la comunidad no se hallaban en buenos términos. Durante aquel año algunos cristianos de Corinto lo habían atacado duramente. Y, al parecer, él había hecho una visita rápida a la comunidad de Corinto. La carta nos hace ver lo mucho que Pablo deseaba estar en paz con la comunidad. En los primeros capítulos (1-7) explica cuáles son sus relaciones con la iglesia de Corinto y se alegra por el cambio que se ha producido en ellos tras hablarles abiertamente. Esta carta es considerada una de las más personales de Pablo. Toda ella está impregnada de la preocupación y del cariño del apóstol de los gentiles por la Iglesia, de la expresión de sus sufrimientos y de su fe inquebrantable.

Cristo, nos dice, ha muerto por todos ya que «en Cristo Dios estaba reconciliando el mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres, sino poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación» (2Co 5, 19). Los cristianos participamos de esta vida nueva por el bautismo ya que: «pasó lo viejo (y ahora) todo es nuevo». Éste amor es algo tan inmenso que reclama nuestra sincera conversión: «Al que así nos amó, cómo no amarlo», nos dice San Agustín.

Nos dice bellamente Benedicto XVI: «Sólo cuando encontramos en Cristo al Dios vivo, conocemos lo que es la vida. No somos producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros es fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno es querido, cada uno de nosotros es amado, cada uno es necesario. Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada hay más bello que conocerle y comunicar a otros la amistad con Él». Este amor es lo que hace decir a San Pablo: «porque si somos locos es para con Dios» (2Co 5,13).     

Una palabra del Santo Padre:

«Al atardecer» (Mc 4,35). Así comienza el Evangelio que hemos escuchado. Desde hace algunas semanas parece que todo se ha oscurecido. Densas tinieblas han cubierto nuestras plazas, calles y ciudades; se fueron adueñando de nuestras vidas llenando todo de un silencio que ensordece y un vacío desolador que paraliza todo a su paso: se palpita en el aire, se siente en los gestos, lo dicen las miradas. Nos encontramos asustados y perdidos. Al igual que a los discípulos del Evangelio, nos sorprendió una tormenta inesperada y furiosa. Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente. En esta barca, estamos todos. Como esos discípulos, que hablan con una única voz y con angustia dicen: “perecemos” (cf. v. 38), también nosotros descubrimos que no podemos seguir cada uno por nuestra cuenta, sino sólo juntos.

 Es fácil identificarnos con esta historia, lo difícil es entender la actitud de Jesús. Mientras los discípulos, lógicamente, estaban alarmados y desesperados, Él permanecía en popa, en la parte de la barca que primero se hunde. Y, ¿qué hace? A pesar del ajetreo y el bullicio, dormía tranquilo, confiado en el Padre —es la única vez en el Evangelio que Jesús aparece durmiendo—. Después de que lo despertaran y que calmara el viento y las aguas, se dirigió a los discípulos con un tono de reproche: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?» (v. 40).

 Tratemos de entenderlo. ¿En qué consiste la falta de fe de los discípulos que se contrapone a la confianza de Jesús? Ellos no habían dejado de creer en Él; de hecho, lo invocaron. Pero veamos cómo lo invocan: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» (v. 38). No te importa: pensaron que Jesús se desinteresaba de ellos, que no les prestaba atención. Entre nosotros, en nuestras familias, lo que más duele es cuando escuchamos decir: “¿Es que no te importo?”. Es una frase que lastima y desata tormentas en el corazón. También habrá sacudido a Jesús, porque a Él le importamos más que a nadie. De hecho, una vez invocado, salva a sus discípulos desconfiados.

 La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades. Nos muestra cómo habíamos dejado dormido y abandonado lo que alimenta, sostiene y da fuerza a nuestra vida y a nuestra comunidad. La tempestad pone al descubierto todos los intentos de encajonar y olvidar lo que nutrió el alma de nuestros pueblos; todas esas tentativas de anestesiar con aparentes rutinas “salvadoras”, incapaces de apelar a nuestras raíces y evocar la memoria de nuestros ancianos, privándonos así de la inmunidad necesaria para hacerle frente a la adversidad.

 Con la tempestad, se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa (bendita) pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenencia de hermanos.

 «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Señor, esta tarde tu Palabra nos interpela, se dirige a todos. En nuestro mundo, que Tú amas más que nosotros, hemos avanzado rápidamente, sintiéndonos fuertes y capaces de todo. Codiciosos de ganancias, nos hemos dejado absorber por lo material y trastornar por la prisa. No nos hemos detenido ante tus llamadas, no nos hemos despertado ante guerras e injusticias del mundo, no hemos escuchado el grito de los pobres y de nuestro planeta gravemente enfermo. Hemos continuado imperturbables, pensando en mantenernos siempre sanos en un mundo enfermo. Ahora, mientras estamos en mares agitados, te suplicamos: “Despierta, Señor”».

 Papa Francisco. Momento extraordinario de oración. Viernes, 27 de marzo de 2020.

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1 .El Evangelio de hoy nos enseña que la paz se encuentra sólo en Cristo. ¿Vivo en la paz de Jesucristo en medio de mis dificultades?

 2. Cuando se aprobó el aborto en Colombia; Yolanda Mulcué, jefa del cabildo de Quilichao, anunció inmediatamente que sería la primera mujer que abortaría por ser su embarazo riesgoso. Sin embargo, al escuchar el latido de su bebé frente a los médicos que le practicaban la ecografía exclamó: «Es el latido de mi bebé». Se quedó silenciosa por unos momentos y concluyó: «No voy a abortar». Yolanda sabe que su embarazo es de alto riesgo y que cada semana se debe someter a trasplantes de sangre, sin embargo, el palpitado de su hijo la estremeció: «Sé que me va a costar mucho, pero quiero llevar adelante el embarazo, aún a riesgo de morir, pues ese latido me puso a pensar que mi hijo tiene vida». ¿Valoro la vida de mi hermano y la mía?

3.  Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 154 -155. 164. 1253-1255. 1265-1266.

[1] Bonanza. (Del lat. bonacia, alterac. de malacia, calma chicha).  Tiempo tranquilo o sereno en el mar. prosperidad. Zona de mineral muy rico. Navegar con viento suave. Caminar con felicidad en lo que se desea y pretende.

[2] Nos hemos saltado la intervención de Elihú (Capítulos 32-37).

Written by Rafael De la Piedra