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«Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego»

Domingo de la Semana 2ª del Tiempo de Adviento. Ciclo A
Lectura del Santo Evangelio según San Mateo 3, 1- 12

«¡Ha llegado el Reino de los Cielos!». Esta afirmación del Evangelio de San Mateo nos ofrece un elemento unificador a las lecturas de este Domingo segundo de Adviento. El Reino era la más alta aspiración y esperanza del Antiguo Testamento: el Mesías (el Ungido) debía reinar como único soberano y todo quedaría sometido a sus pies. El hermoso pasaje de Isaías (Isaías 11, 1-10) ilustra con acierto las características de este nuevo reino mesiánico: «brotará un renuevo del tronco de Jesé…sobre él se posará el espíritu… habitará el lobo con el cordero, la pantera se tumbará con el cabrito. Habrá justicia y fidelidad».

Ante la inminencia de la llegada del Reino de los cielos se hace necesaria la conversión. Juan Bautista predica en el desierto un bautismo de conversión (San Mateo 3, 1- 12). Se trata de un cambio profundo en la mente y en las obras, un cambio total y radical que toca las fibras más profundas de la persona. Precisamente porque Dios se ha dirigido a nosotros con amor benevolente en Cristo; el hombre debe dirigirse a Dios, debe convertirse a Él en el amor de donación a sus hermanos: acogeos mutuamente como Cristo os acogió para Gloria de Dios (Romanos 15,4-9).

«Voz que clama en el desierto…»

No podía faltar durante el tiempo de Adviento la figura de Juan el Bautista. Todos los Evangelios y los resúmenes de la vida de Jesús que aparecen en los Hechos de los Apóstoles comienzan con una referencia a Juan Bautista. Y es que así había sido anunciado por los profetas. El mismo Jesús cuando habla de Juan Bautista lo define así: «Él es aquel de quien está escrito: He aquí que yo envío mi mensajero delante de ti, que preparará por delante tu camino» (Mt 11,10). Esta es una antigua profecía del profeta Malaquías (ver Ml 3,1) que Jesús aplica y reconoce cumpli¬da en la misión de Juan Bautista. No es, por lo tanto, casual que el Evangelio de hoy se abra con estas palabras: «Por aquellos días aparece Juan el Bautista».

Y después que termina la presentación de Juan, en el versículo 13, que es el que sigue inmediatamente, dice: «Entonces aparece Jesús, que viene de Galilea…»». Primero aparece Juan y después aparece Jesús; y la identidad de Juan es así descrita: «Este es aquel de quien habla el profeta Isaías cuando dice: Voz del que clama en el desierto: preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas» (ver Is 40,3). Si Juan es tan unánimemente llamado «el precursor», si se le reconoce esta misión; es porque la realizó de manera eficiente y fiel. La prepara¬ción adecuada para la venida del Señor es, por tanto, la conversión : cambiar de vida. Se trata de examinar nuestra vida y quitar de ella todo lo que sea obstáculo al Señor. Y este es el sentido del Adviento.

Juan entendía la llegada de Jesús como la de un rey de la estirpe de David, que estaría lleno del Espíritu del Señor y su reino sería libre de injusticias. Por eso se puede hablar de «Reino de los cielos». En esta visión Juan se inspira en las profecías que leemos del profeta Isaías: «Saldrá un vástago del tronco de Jesé (Jesé era el padre del rey David), y un retoño de sus raíces brotará. Reposará sobre él el Espíritu del Señor… Juzgará con justicia a los débiles, y sentenciará con rectitud a los pobres de la tierra. Herirá el hombre cruel con la vara de su boca, con el soplo de sus labios matará al malvado. Justicia será el ceñidor de su cintura, verdad el cinturón de sus flancos» (Is 11,1.4-5).

Así se entiende la imagen que transmite del que viene: «Ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego. Yo os bautizo con agua para conversión; pero aquel que viene detrás de mí es más fuerte que yo, y no soy digno de llevarle las sandalias. El os bautizará en Espíritu Santo y fuego ».

¿Quién era Juan el Bautista?

Juan el Bautista debió ser uno de esos personajes tan conocidos en su época que no necesitaban presentación ni genealogía. En el Evangelio de San Mateo se introduce sin previo aviso y en seguida nos detalla la indumentaria de Juan: «Tenía su vestido hecho de pelos de camello, con un cinturón de cuero a sus lomos»; y nos informa sobre su menú: «Su comida eran langostas y miel silvestre». Ni siquiera de Jesús mismo conocemos estos detalles; nadie podría decir cómo era la vestimenta de Jesús ni qué comía. Juan es presentado como el hombre que se va al desierto a conducir vida solitaria y ascética porque espera una palabra de Dios que le indique su misión.

En efecto, Dios no habla en el bullicio ni en medio de los deleites del mundo. Allí no se escucha su voz. La vida de Juan Bautista representa perfectamente la afirmación lapidaria de ese otro contemplativo que fue San Juan de la Cruz: «Una sola Palabra pronunció Dios en el silencio y ésta en el silencio debe ser escuchada». En nuestro tiempo, caracterizado por el bullicio y la agitación, esa única Palabra no se escucha; nuestra atención está ocupada en otras muchas «palabras».

En su calidad de profeta, Juan recibió la certeza de que estaba llegando la plenitud de los tiempos y el Mesías estaba cercano a manifestar¬se. Durante su vida, con esfuerzo y perseverancia, atrajo discípulos, los formó pacientemente y creó un movimiento de santidad para disponerse a acoger al Mesías esperado. Su acción debió ser serena y ponderada, aunque severa en la crítica del vicio, de la injusticia, del engaño y del egoísmo. Para poder responder a su misión y realizarla bien, su vida tuvo que estar animada por la meditación profunda de la Palabra de Dios y por la penitencia.

Un poco como los antiguos padres del desierto cuya santidad, tenor de vida y sabiduría hacía que fueran reconocidos como hombres de Dios y atraían poderosamente a los hombres. Es lo que el Evangelio dice de Juan: «Acudía a él Jerusalén, toda Judea y toda la región del Jordán y eran bautizados por él en el río Jordán, confesando sus pecados».

Es cierto que Jesús no escatima alabanzas cuando alguien, a causa de su fidelidad, despierta su admiración. Pero con Juan parece excederse; de él hace este magnífico comentario: «Entre los nacidos de mujer no ha surgido uno mayor que Juan el Bautista». Y si esto no bastara para deshacer la imagen absurda de Juan Bautista que difunden ciertas representaciones, podemos recordar que él mereció, en su aspecto exterior y en su proceder, ser confundido con Jesús mismo. En efecto, después que Jesús se hizo notar por sus milagros, por su predicación y por su doctrina, cuando pregunta a sus discípulos: «¿Quién dicen los hombres que soy yo?», la primera respuesta que recibe es esta: «Unos dicen que eres Juan el Bautista» (Mc 8,27-28). Juan mismo establece una clara diferencia entre él y aquel que viene.

La diferencia es que Jesús posee el Espíritu Santo en plenitud, y Él lo comunica a los hombres en el bautismo para hacerlos «hijos de Dios». El hecho de que alguien viva en la certeza de ser hijo de Dios es un don del Espíritu Santo presente en él, tal como lo afirma San Pablo: «La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama ‘¡Abba, Padre!’» (Ga 4,6). Y el que sabe que tiene este Padre y se comporta como hijo suyo ya no tiene nada que temer, ningún mal lo puede afligir, ha recibido la salvación anhelada.

La verdadera conversión exige la caridad

Pablo en su carta a los Romanos acentúa el amor entre los fieles que siguen a Jesús para que puedan alabar unánimes y a una sola voz al Padre común. En la comunidad de Roma había dos clases de cristianos; unos provenientes del judaísmo y otros del paganismo. Eso creaba una enorme riqueza religiosa-cultural, pero al mismo tiempo recelos y desunión. Pablo apela a una motivación de fondo para el amor y la reconciliación: el ejemplo de Cristo que acoge a todos por igual y no se encasilla en ningún molde ni prejuicios. Este es el modo de apresurar la venida del Reino de Dios: la entrega sincera de sí mismo a los demás. Así prepararemos el camino del Señor haciendo posible la utopía mesiánica que entrevió Isaías: «Nadie hará daño, nadie hará mal en todo mi santo Monte, porque la tierra estará llena de conocimiento de Yahveh, como cubren las aguas el mar».

Una palabra del Santo Padre:

«En este segundo domingo de Adviento, la liturgia nos pone en la escuela de Juan el Bautista, que predicaba «un bautismo de conversión para perdón de los pecados» (Lc 3, 3). Y quizá nosotros nos preguntamos: «¿Por qué nos deberíamos convertir? La conversión concierne a quien de ateo se vuelve creyente, de pecador se hace justo, pero nosotros no tenemos necesidad, ¡ya somos cristianos! Entonces estamos bien». Pensando así, no nos damos cuenta de que es precisamente de esta presunción que debemos convertirnos —que somos cristianos, todos buenos, que estamos bien—: de la suposición de que, en general, va bien así y no necesitamos ningún tipo de conversión.

Pero preguntémonos: ¿es realmente cierto que en diversas situaciones y circunstancias de la vida tenemos en nosotros los mismos sentimientos de Jesús? ¿Es verdad que sentimos como Él lo hace? Por ejemplo, cuando sufrimos algún mal o alguna afrenta, ¿logramos reaccionar sin animosidad y perdonar de corazón a los que piden disculpas? ¡Qué difícil es perdonar! ¡Cómo es difícil! «Me las pagarás»: esta frase viene de dentro. Cuando estamos llamados a compartir alegrías y tristezas, ¿lloramos sinceramente con los que lloran y nos regocijamos con quienes se alegran? Cuando expresamos nuestra fe, ¿lo hacemos con valentía y sencillez, sin avergonzarnos del Evangelio? Y así podemos hacernos muchas preguntas. No estamos bien, siempre tenemos que convertirnos, tener los sentimientos que Jesús tenía.

La voz del Bautista grita también hoy en los desiertos de la humanidad, que son —¿cuáles son los desiertos de hoy? — las mentes cerradas y los corazones duros, y nos hace preguntarnos si en realidad estamos en el buen camino, viviendo una vida según el Evangelio. Hoy, como entonces, nos advierte con las palabras del profeta Isaías: «Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos» (v. 4). Es una apremiante invitación a abrir el corazón y acoger la salvación que Dios nos ofrece incesantemente, casi con terquedad, porque nos quiere a todos libres de la esclavitud del pecado. Pero el texto del profeta expande esa voz, preanunciando que «toda carne verá la salvación de Dios» (v. 6).

Y la salvación se ofrece a todo hombre, todo pueblo, sin excepción, a cada uno de nosotros. Ninguno de nosotros puede decir: «Yo soy santo, yo soy perfecto, yo ya estoy salvado». No. Siempre debemos acoger este ofrecimiento de la salvación. Y por ello el Año de la Misericordia: para avanzar más en este camino de la salvación, ese camino que nos ha enseñado Jesús. Dios quiere que todos los hombres se salven por medio de Jesucristo, el único mediador (cf. 1 Tim 2, 4-6)».

Papa Francisco. Ángelus. II Domingo de Adviento. 6 de diciembre de 2015

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. Nos dice el San Juan Pablo II: «La penitencia es, por tanto, la conversión que pasa del corazón a las obras y, consiguientemente, a la vida entera del cristiano». ¿Mis obras testimonian mi conversión?

2. Vale la pena preguntarnos si es que estamos preparándonos adecuadamente en este Adviento. San Pablo nos ha dicho: «acogeos mutuamente como os acogió Cristo». ¿Cómo estoy viviendo la caridad en este tiempo? ¿De qué manera concreta vivo la solidaridad con mis hermanos?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 522-524. 717-720.

Written by Rafael De la Piedra