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«El que quiera ser el primero, sea el servidor de todos»

Domingo de la Semana 25ª del Tiempo Ordinario. Ciclo B – 23 de setiembre de 2018

Lectura del Santo Evangelio según San Marcos 9, 30-37

Sin duda, Jesucristo ha traído una verdadera revolución al hombre ya sea por su persona, sus enseñanzas y, sin duda, por su propia vida. Este auténtico cambio nace de una aproximación diferente a la vida y es lo que leemos en los textos de las lecturas dominicales. Por un lado, el injusto se cuestiona por el testimonio de aquel que coloca su fortaleza y su confianza en el Señor. Leemos que nada malo le va a pasar pues Dios «le librará de las manos de sus enemigos…y le visitará» (Sabiduría 2, 12.17-20).

Los discípulos del Maestro Bueno son constantemente educados para que entiendan que «quien quiera ser el primero tiene que ser el último y el servidor de todos» (San Marcos 9, 30-37), escribe Santiago, qué nos tiene ya acostumbrados a sus afirmaciones claras y directas. Ahora nos propone un verdadero programa de renovación personal que implica un verdadero cambio de mentalidad y de vida. Las guerras, la violencia, las contiendas y toda clase de maldad; nunca pueden provenir de la Sabiduría que vienen de lo alto sino de las pasiones desordenadas que encontramos en nuestro interior (Santiago 3, 16 – 4,3).

 El justo perseguido

La primera lectura del libro de la Sabiduría es un fragmento del discurso de los malvados enjuiciando y condenando al «justo». ¿Quién es ese justo perseguido? ¿A quién se refiere? A semejanza del «Siervo de Dios» que leemos en el profeta Isaías; la situación y cualidades de este «justo, hijo de Dios» se pueden verificar, sobre todo, en la persona de Jesús de Nazaret.

El libro de la Sabiduría debió de ser escrito por un judío familiarizado con la cultura helénica del siglo I a.C. De modo que podemos afirmar que es, cronológicamente, el último libro del Antiguo Testamento. Todo el libro fue escrito en griego y el autor debió haber vivido en Alejandría que era la capital del helenismo bajo la dinastía de los Ptolomeos donde había una importante y fuerte colonia judía. El autor se dirige en primer lugar a los judíos, sus compatriotas, cuya fidelidad está en peligro por el prestigio de la civilización alejandrina.

La cuestión de la retribución, que tanto preocupaba a los sabios, recibe en él la solución afirmando que Dios ha creado al hombre para la incorruptibilidad y que «el amor es la observancia de las leyes» (Sab 6,18). Esto será lo que garantizará la incorruptibilidad que no es sino «estar cerca de Dios» (Sab 6,19). Es interesante destacar que él no alude a una resurrección corporal pero ya introduce la idea de una resurrección de los cuerpos en forma espiritualizada.

La sabiduría que viene de lo alto

Nadie está exento de caer en envidias, contiendas y en rivalidad. Ni siquiera los cristianos a los que el Apóstol Santiago dirige su carta. En ella, en cadencia sapiencial y veterotestamentaria, va exponiendo dichos, exhortaciones y normas de ética general que tienen su origen en la fe en Jesucristo. En el texto vemos como primero se contrapone la sabiduría de arriba a la terrena, la verdadera a la falsa. La primera genera envidia y peleas; la segunda paz, misericordia y sinceridad.

Como hemos estado leyendo en los domingos anteriores, para Santiago la fe, la religión y la sabiduría cristianas deben de vivirse en la vida cotidiana. La vida coherente es la que demuestra que un cristiano es sabio, lo demás puede ser pura apariencia. Lamentablemente las apariencias fácilmente engañan. El saber entre cristianos no se mide principalmente por la locuacidad, la facilidad de palabra o la inteligencia, sino por vivir en concreto las actitudes que emanan del misterio de la Cruz de nuestro Señor Jesucristo (ver 1 Cor 1,24).

 

El segundo anuncio de la Pasión

La enseñanza acerca del destino de Jesús, que comenzó después de la confesión de Pedro: «Tú eres el Cristo…», se reanuda ahora. El Evangelio dice que Jesús iba de camino enseñando a sus discípulos. Vemos cómo el contenido de esa enseñanza es exactamente el mismo. Este es el segundo anuncio de su Pasión. La insistencia revela el valor que Jesús le atribuye. Salvo la expresión «Hijo del hombre», todas las demás palabras usadas por Jesús en esa enseñanza son del vocabulario común y de fácil comprensión para todos. «Hijo del hombre» es una expresión idiomática hebrea. Puede significar simplemente «hombre»; pero es evidente que, usada por Jesús, significa algo más que eso; evoca la visión del profeta Daniel, donde se habla de un Hijo del hombre al cual «se dio imperio, honor y reino…su imperio es un imperio que nunca pasará» (ver Dan 7,13-14).

Lo que interesa destacar aquí es que no es una expresión oscura para los apóstoles, pues ellos sabían que Jesús la usaba para hablar de sí mismo. La situación es ésta: Jesús, a solas con sus discípulos les explica largamente durante el camino algo que Él considera de fundamental importancia; lo hace en términos fáciles de entender; y ya no es la primera vez.

¿Por qué ellos no lo entienden? ¿Qué es lo que no entienden? En realidad, es un «no entender» que significa «no aceptar», «no reconocer» y hasta podría significar «rechazar lo que decía» (ver 1Cor 14,38). Ellos prefieren no seguir haciendo preguntas. No quieren aceptar eso de tener que sufrir, no aceptan que a la vida se llegue por el camino de la cruz y la muerte. A esto se refería Jesús cuando, en la última cena, les dice: «Mucho tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa» (Jn 16,12-13). Cuando vino el Espíritu Santo, entonces lo entendieron bien y, por eso, nos dejaron los Evangelios, que fueron escritos por quienes saben lo que dicen.

¿Qué discutían por el camino?

La continuación del relato nos muestra cómo los discípulos aún permanecían aferrados a sus criterios «mundanos». Cuando llegan a Cafarnaúm, Jesús les pregunta sobre lo que discutían en el camino, perciben que la preocupación de ellos contrasta con la de Jesús, y callan. En efecto, «por el camino entre sí habían discutido quién era el mayor». Jesús aprovecha la ocasión para presentar la misma enseñanza que les había dicho pero de otra manera. Esta vez la solemnidad de la enseñanza está indicada por la posición que asume: «se sienta y llama a los Doce». Es la actitud del maestro que enseña desde la cátedra (de aquí la expresión «ex cathedra») porque lo que va a decir reviste de gran importancia. Dos condiciones se deben de cumplir quien quiera ser el primero: «ser el último de todos y ser servidor de todos».

El Evangelio de hoy nos ofrece uno de los argumentos más claros de la historicidad del mismo. El autor sagrado – en este caso San Marcos – escribe su Evangelio después de la Resurrección de Cristo y bajo la inspiración del Espíritu Santo que le concedió una comprensión plena del misterio de Cristo. Pero eso no le impidió referir con veracidad los hechos de la vida de Cristo. Vemos cómo los únicos testigos de los hechos narrados son los apóstoles, sin embargo ¿por qué registran aspectos tan negativos de ellos mismos? Ellos son los jefes y responsables de una comunidad y como tales, a ellos no les favorecía aparecer ante los fieles como incapaces de comprender, desentendidos de la misión de Cristo y ambiciosos.

La única explicación razonable de la inclusión de estos episodios en el Evangelio es la absoluta seriedad y responsabilidad con que los apóstoles transmitieron la verdad acerca de toda la vida de Jesús, incluso de aquellos episodios en que ellos quedaban mal. Prefirieron la verdad antes que su propio prestigio. Esto nos garantiza a nosotros, que estamos leyendo hechos realmente históricos, transmitidos por aquellos que tenían la verdad como máxima preocupación.

Una palabra del Santo Padre:

«En primer lugar, los niños nos recuerdan que todos, en los primeros años de vida, hemos sido totalmente dependientes de los cuidados y de la benevolencia de los demás. Y el Hijo de Dios no se ahorró este paso. Es el misterio que contemplamos cada año en Navidad. El belén es el icono que nos comunica esta realidad del modo más sencillo y directo. Pero es curioso: Dios no tiene dificultad para hacerse entender por los niños, y los niños no tienen problemas para comprender a Dios. No por casualidad en el Evangelio hay algunas palabras muy bonitas y fuertes de Jesús sobre los «pequeños». Este término «pequeños» se refiere a todas las personas que dependen de la ayuda de los demás, y en especial a los niños. Por ejemplo, Jesús dice: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños» (Mt 11, 25). Y dice también: «Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños, porque os digo que sus ángeles están viendo siempre en los cielos el rostro de mi Padre celestial» (Mt 18, 10).

Por lo tanto, los niños son en sí mismos una riqueza para la humanidad y también para la Iglesia, porque nos remiten constantemente a la condición necesaria para entrar en el reino de Dios: la de no considerarnos autosuficientes, sino necesitados de ayuda, amor y perdón. Y todos necesitamos ayuda, amor y perdón.

Los niños nos recuerdan otra cosa hermosa, nos recuerdan que somos siempre hijos: incluso cuando se llega a la edad de adulto, o anciano, también si se convierte en padre, si ocupa un sitio de responsabilidad, por debajo de todo esto permanece la identidad de hijo. Todos somos hijos. Y esto nos reconduce siempre al hecho de que la vida no nos la hemos dado nosotros mismos, sino que la hemos recibido. El gran don de la vida es el primer regalo que nos ha sido dado. A veces corremos el riesgo de vivir olvidándonos de esto, como si fuésemos nosotros los dueños de nuestra existencia y, en cambio, somos radicalmente dependientes. En realidad, es motivo de gran alegría sentir que, en cada edad de la vida, en cada situación, en cada condición social, somos y permanecemos hijos. Este es el principal mensaje que nos dan los niños con su presencia misma: sólo con ella nos recuerdan que todos nosotros y cada uno de nosotros somos hijos.

Y son numerosos los dones, muchas las riquezas que los niños traen a la humanidad. Recordaré sólo algunos.

Portan su modo de ver la realidad, con una mirada confiada y pura. El niño tiene una confianza espontánea en el papá y en la mamá; y tiene una confianza natural en Dios, en Jesús, en la Virgen. Al mismo tiempo, su mirada interior es pura, aún no está contaminada por la malicia, la doblez, las «incrustaciones» de la vida que endurecen el corazón. Sabemos que también los niños tienen el pecado original, sus egoísmos, pero conservan una pureza y una sencillez interior. Pero los niños no son diplomáticos: dicen lo que sienten, dicen lo que ven, directamente. Y muchas veces ponen en dificultad a los padres, manifestando delante de otras personas: «Esto no me gusta porque es feo». Pero los niños dicen lo que ven, no son personas dobles, no han cultivado aún esa ciencia de la doblez que nosotros adultos lamentablemente hemos aprendido.

Los niños —en su sencillez interior— llevan consigo, además, la capacidad de recibir y dar ternura. Ternura es tener un corazón «de carne» y no «de piedra», come dice la Biblia (cf. Ez 36, 26). La ternura es también poesía: es «sentir» las cosas y los acontecimientos, no tratarlos como meros objetos, sólo para usarlos, porque sirven…

Los niños tienen la capacidad de sonreír y de llorar. Algunos, cuando los tomo para abrazarlos, sonríen; otros me ven vestido de blanco y creen que soy el médico y que vengo a vacunarlos, y lloran… pero espontáneamente. Los niños son así: sonríen y lloran, dos cosas que, en nosotros, los grandes, a menudo «se bloquean», ya no somos capaces… Muchas veces nuestra sonrisa se convierte en una sonrisa de cartón, algo sin vida, una sonrisa que no es alegre, incluso una sonrisa artificial, de payaso. Los niños sonríen espontáneamente y lloran espontáneamente. Depende siempre del corazón, y con frecuencia nuestro corazón se bloquea y pierde esta capacidad de sonreír, de llorar. Entonces, los niños pueden enseñarnos de nuevo a sonreír y a llorar. Pero, nosotros mismos, tenemos que preguntarnos: ¿sonrío espontáneamente, con naturalidad, con amor, o mi sonrisa es artificial? ¿Todavía lloro o he perdido la capacidad de llorar? Dos preguntas muy humanas que nos enseñan los niños.

Por todos estos motivos Jesús invita a sus discípulos a «hacerse como niños», porque «de los que son como ellos es el reino de Dios» (cf. Mt 18, 3; Mc 10, 14)».

Papa Francisco. Audiencia General 18 de marzo de 2015

 Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.

1. Para nosotros también se nos hace «difícil de entender» el mensaje de Jesús. En efecto vemos cómo muchas veces queremos ser los primeros y difícilmente entendemos que todo puesto de autoridad tiene que ser un puesto de servicio. ¿Cómo vivo yo esta realidad? ¿Me cuesta servir? ¿Me cuesta ser el último?

2. Leamos con calma la Segunda Lectura y hagamos un verdadero examen de conciencia a partir de los «criterios evangélicos» que coloca Santiago.

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 1817 – 1829. 2546. 2631. 2713.

Written by Rafael de la Piedra