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¿Tiene sentido tener fe hoy en día?
¿Dónde encontrar las respuestas a nuestras inquietudes más profundas?
¿Cuáles son las razones para creer?

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«El Señor no es un Dios de muertos, sino de vivos»

Domingo de la Semana 32ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C – 10 de noviembre de 2019
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 20, 27-38

En la magistral encíclica «Fides et ratio», San Juan Pablo II: «Una simple mirada a la historia antigua muestra con claridad cómo en las distintas partes de la tierra, marcadas por culturas diferentes, brotan al mismo tiempo las preguntas de fondo que caracterizan el recorrido de la existencia humana: ¿quién soy? ¿de dónde vengo y a dónde voy? ¿por qué existe el mal? ¿qué hay después de esta vida?… Son preguntas que tienen su origen común en la necesidad de sentido que desde siempre acucia el corazón del hombre; de la respuesta que se dé a tales preguntas, en efecto, depende la orientación que se dé a la existencia» .

Esas preguntan nos asaltan con mayor o menor fuerza en los momentos críticos de nuestra existencia y, queramos o no queramos, nuestra actitud ante la vida, nuestras opciones y los intereses que nos mueven están determinados por las respuestas que les demos. Es imposible permanecer en la soledad y el silencio por un tiempo prolongado sin que irrumpan las preguntas por el sentido de nuestra existencia; en realidad la necesidad de sentido «acucia el corazón del hombre» tal como nos dice San Juan Pablo II.

Estas preguntas fundamentales son las que trata de responder la liturgia de este Domingo. Jesús nos enseña que el destino es la vida, pero que esa vida en el más allá no se iguala a la vida terrena (Evangelio). El martirio de la madre y sus siete hijos en tiempo de la guerra macabea ofrece al autor sagrado la ocasión para proclamar vigorosamente la fe en la resurrección para la vida (segundo libro de los Macabeos 7,1-2.9-14). San Pablo pide oraciones a los tesalonicenses para que «la palabra del Señor siga propagándose y adquiriendo gloria» (segunda carta de San Pablo a los Tesalonicenses 2, 15-3,5), una palabra que incluye la suerte final de los hombres ante el Juez supremo, que es Dios.

¿Qué nos narra la historia de los Macabeos?

Durante el gobierno del rey seléucida , Antíoco IV (conocido como Epífanes), en el año 167 a.C.,se produjo una violenta persecución religiosa a causa de su política helenizante. Prohibió la práctica de la religión judía. La medida contra los que se mantenían fieles a la fe en Yahveh era extrema: la pena de muerte para los que observaran el sábado y la práctica de la circuncisión. Además, se impusieron prácticas idolátricas. Sin duda algunas personas apostataron de la fe, pero gran parte de la población se mantuvo fiel a la Ley. Unos huyeron al desierto de Judá, otros se dejaron torturar, pero no se doblegaron. Otros pasaron a la resistencia armada, dirigidos por Matatías y sus hijos. A Judas, uno de los hijos de Matatías, le pusieron el sobrenombre de «Macabeo» (martillo), de ahí que todos fueron denominados con ese nombre. El segundo libro de los Macabeos cubre los primeros quince años de la resistencia armada de Judas (ver 2Mac 1-7).

La fe en la resurrección de la carne fue un punto que tardó en afirmarse en Israel. La primera mención explícita se encuentra en el pasaje del libro de los Macabeos. Leemos en la respuesta de uno de los siete hermanos ante la tortura del Rey Antíoco IV: «Tú, criminal, nos privas de la vida presente, pero el Rey del mundo a nosotros que morimos por sus leyes, nos resucitará a una vida eterna». Igualmente, el libro del profeta Daniel, contemporáneo de estos acontecimientos, menciona claramente la resurrección de los muertos (ver Dn 12,2s), y el libro de la Sabiduría (50 a.C.) habla de la inmortalidad (ver Sb 3,1ss).

Se debía de dar respuesta a una dificultad que siempre reaparece y que agobia también a los hombres de nuestro tiempo. Si sólo se vive en el espacio de esta vida terrena, y Dios dispone sólo de este tiempo para compensar a los justos, entonces, ¿por qué el justo sufre y el impío prospera? El profeta Jeremías aborda directamente este problema cuando dice: «Tu llevas la razón, Yahveh, cuando discuto contigo, no obstante, voy a tratar contigo un punto de justicia: ¿Por qué prosperan los impíos y son felices todos los malvados?» (Jer 12,1). El libro de los Macabeos presenta el caso de los justos que prefieren las torturas y la muerte antes de transgredir la ley de Dios. ¿Cómo podrá retribuirles Dios en esta vida? No los recompensará en ésta sino en la otra. Ésta es la fe que expresan los siete hermanos: «nosotros que morimos por sus leyes, nos resucitará a una vida eterna».

 ¿Quién será su marido en la resurrección?

En el tiempo de Jesús había divergencias respecto a la fe en la resurrección corporal. El grupo de los saduceos , que era la clase dirigente, a la cual pertenecían los Sumos Sacerdotes, se aferraba exclusivamente a los cinco libros del Pentateuco y no creía en la resurrección. Los fariseos por otro lado, siguiendo más la tradición oral, en su observancia de la ley estaban dispuestos a renunciar a los goces terrenos y a profesar su fe en la resurrección. Es la fe de Marta, la hermana de Lázaro. Cuando Jesús le dice: «Tu hermano resucitará» y ella afirma: «Sé que resucitará en el último día».

Esta introducción explica la intención que encierra la pregunta puesta a Jesús por los saduceos, «ésos que sostienen que no hay resurrección»: una mujer que estuvo casada con siete hermanos y después de todos ellos muere sin hijos, ¿en la resurrección quién será su esposo? Basándose en ley mosaica del levirato que mandaba al hermano de un marido difunto casarse con la viuda (ver Dt 25,5ss), tratan de ridiculizar la fe en la resurrección mediante un caso extremo, casi absurdo. Jesús reafirma la verdad de la resurrección y resuelve la cuestión explicando que el tomar marido o mujer pertenece a este estado provisorio de cosas; «en la resurrección ni ellos tomarán mujer ni ellas marido. En ese estado no pueden ya morir porque son como ángeles y son hijos de Dios».

En la resurrección no será ya necesario perpetuar la especie por vía de la reproducción, pues no pueden ya morir; no será, por tanto, necesaria la unión sexual entre el hombre y la mujer. Existirá una unión mucho más perfecta pues allí existirá la plenitud del amor y de la participación en la vida divina. Es lo que quiere decir San Pablo cuando afirma que «la caridad no acaba nunca» (1Cor 13,8), es lo único que perdura eternamente.

Jesús agrega un argumento a favor de la resurrección tomado del mismo Pentateuco, cuyo autor es Moisés, pues es la única Escritura a la cual los saduceos reconocen autoridad: «Que los muertos resucitan lo ha indicado también Moisés en lo de la zarza». Sin embargo el testimonio máximo de la resurrección de los muertos es el propio Jesús que resucitó al tercer día: «Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron» (1Cor 15,20). Él nos redimió del pecado y de su salario, la muerte. «Habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos» (Cf. Rom 5,15-19). Si ya Marta y María creían en la resurrección, no sabían, quién habría vencido a la muerte, hasta que Jesús declara ante ellas: «Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá» (Jn 11,25) .

Una palabra del Santo Padre:

«El Evangelio de este domingo nos presenta a Jesús enfrentando a los saduceos, quienes negaban la resurrección. Y es precisamente sobre este tema que ellos hacen una pregunta a Jesús, para ponerlo en dificultad y ridiculizar la fe en la resurrección de los muertos. Parten de un caso imaginario: «Una mujer tuvo siete maridos, que murieron uno tras otro», y preguntan a Jesús: «¿De cuál de ellos será esposa esa mujer después de su muerte?». Jesús, siempre apacible y paciente, en primer lugar responde que la vida después de la muerte no tiene los mismos parámetros de la vida terrena. La vida eterna es otra vida, en otra dimensión donde, entre otras cosas, ya no existirá el matrimonio, que está vinculado a nuestra existencia en este mundo. Los resucitados —dice Jesús— serán como los ángeles, y vivirán en un estado diverso, que ahora no podemos experimentar y ni siquiera imaginar. Así lo explica Jesús.

Pero luego Jesús, por decirlo así, pasa al contraataque. Y lo hace citando la Sagrada Escritura, con una sencillez y una originalidad que nos dejan llenos de admiración por nuestro Maestro, el único Maestro. La prueba de la resurrección Jesús la encuentra en el episodio de Moisés y de la zarza ardiente (cf. Ex 3, 1-6), allí donde Dios se revela como el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob. El nombre de Dios está relacionado a los nombres de los hombres y las mujeres con quienes Él se vincula, y este vínculo es más fuerte que la muerte. Y nosotros podemos decir también de la relación de Dios con nosotros, con cada uno de nosotros: ¡Él es nuestro Dios! ¡Él es el Dios de cada uno de nosotros! Como si Él llevase nuestro nombre. A Él le gusta decirlo, y ésta es la alianza. He aquí por qué Jesús afirma: «No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para Él todos están vivos» (Lc 20, 38). Y éste es el vínculo decisivo, la alianza fundamental, la alianza con Jesús: Él mismo es la Alianza, Él mismo es la Vida y la Resurrección, porque con su amor crucificado venció la muerte. En Jesús Dios nos dona la vida eterna, la dona a todos, y gracias a Él todos tienen la esperanza de una vida aún más auténtica que ésta. La vida que Dios nos prepara no es un sencillo embellecimiento de esta vida actual: ella supera nuestra imaginación, porque Dios nos sorprende continuamente con su amor y con su misericordia.

Por lo tanto, lo que sucederá es precisamente lo contrario de cuanto esperaban los saduceos. No es esta vida la que hace referencia a la eternidad, a la otra vida, la que nos espera, sino que es la eternidad —aquella vida— la que ilumina y da esperanza a la vida terrena de cada uno de nosotros. Si miramos sólo con ojo humano, estamos predispuestos a decir que el camino del hombre va de la vida hacia la muerte. ¡Esto se ve! Pero esto es sólo si lo miramos con ojo humano. Jesús le da un giro a esta perspectiva y afirma que nuestra peregrinación va de la muerte a la vida: la vida plena. Nosotros estamos en camino, en peregrinación hacia la vida plena, y esa vida plena es la que ilumina nuestro camino. Por lo tanto, la muerte está detrás, a la espalda, no delante de nosotros. Delante de nosotros está el Dios de los vivientes, el Dios de la alianza, el Dios que lleva mi nombre, nuestro nombre, como Él dijo: «Yo soy el Dios de Abrahán, Isaac, Jacob», también el Dios con mi nombre, con tu nombre, con tu nombre…, con nuestro nombre. ¡Dios de los vivientes! … Está la derrota definitiva del pecado y de la muerte, el inicio de un nuevo tiempo de alegría y luz sin fin. Pero ya en esta tierra, en la oración, en los Sacramentos, en la fraternidad, encontramos a Jesús y su amor, y así podemos pregustar algo de la vida resucitada. La experiencia que hacemos de su amor y de su fidelidad enciende como un fuego en nuestro corazón y aumenta nuestra fe en la resurrección. En efecto, si Dios es fiel y ama, no puede serlo a tiempo limitado: la fidelidad es eterna, no puede cambiar. El amor de Dios es eterno, no puede cambiar. No es a tiempo limitado: es para siempre. Es para seguir adelante. Él es fiel para siempre y Él nos espera, a cada uno de nosotros, acompaña a cada uno de nosotros con esta fidelidad».

Papa Francisco. Ángelus. Domingo 10 de noviembre de 2013.

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. «Que el mismo Señor nuestro Jesucristo y Dios, nuestro Padre, que nos ha amado y que nos ha dado gratuitamente una consolación eterna y una esperanza dichosa, consuele vuestros corazones y los afiance en toda obra y palabra buena». ¿Vivo siendo consciente de mi vocación hacia la eternidad?

2. En oración, busquemos alimentar nuestro «hambre de infinito», meditando el salmo 16.

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 988-1004.

Written by Rafael De la Piedra