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¿Tiene sentido tener fe hoy en día?
¿Dónde encontrar las respuestas a nuestras inquietudes más profundas?
¿Cuáles son las razones para creer?

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«Porque me has visto has creído»

Domingo de la Semana 2ª de Pascua. Ciclo A

Lectura del Santo Evangelio según San Juan 20,19 – 31

Sin duda el tema que va marcar las lecturas dominicales es la fe en el Señor Resucitado que disipa toda duda, incredulidad o miedo. El ambiente que descubrimos en los seguidores de Jesús después de los trágicos hechos de la Pasión y Muerte es de temor, desconfianza y, hasta podemos afirmar, de cobardía. Esto cambia radicalmente tras el encuentro con el Maestro Resucitado. Uno de ellos sin embargo, Tomás, no estuvo presente y no se ha encontrado con Jesucristo. A pesar de dudar de la palabra de sus hermanos Jesucristo es indulgente, paciente y reserva una palabra de consuelo y lo alienta a vivir una fe más viva y profunda.

A partir de aquellas experiencias y fortalecidos con la acción del Espíritu Santo, los apóstoles inician un período de «conversión – metanoia» que los conducirá al misterio de Pentecostés. La vida de la Iglesia naciente nos muestra hasta qué punto aquellos hombres cumplieron a plenitud la misión encomendada (Hechos de los Apóstoles 2,42- 47). En ellos había un modo nuevo de vivir que causaba admiración: la enseñanza, la unidad, la fracción del pan y la oración. Sin embargo, la Iglesia pronto tendría que enfrentar las adversidades propias de los discípulos de Cristo. La Primera carta de San Pedro es una exhortación a permanecer fieles a la fe recibida produciendo así frutos de vida eterna (Primera carta de San Pedro 1,3 – 9).

El «Día del Señor»

Nos llama la atención que los relatos evangélicos son parcos dando indicaciones cronológicas. En efecto, nadie puede decir en qué día de la semana fueron las bodas de Caná, o en qué día de la semana fue la curación del ciego de nacimiento o la resurrección de Lázaro. Todos son eventos importantes que merecerían poder ubicarse mejor en el tiempo. ¿Por qué, en cambio, aquí el evangelista Juan considera necesario precisar que las dos primeras apariciones de Cristo resucitado a sus discípulos reunidos fueron ambas el primer día de la semana? Hay una intención en esto.

Así como en el Antiguo Testamento los judíos tenían en el relato de la creación el fundamento para la norma del sábado, así también el evangelista quiere que los cristianos encuentren en este relato un fundamento para la norma del «día del Señor». El día del Señor («dominica dies», Domingo) es el día de su Resurrección, el primer día de la semana. «Este es el día en que actuó el Señor» (Sal 118,24): resucitando a Jesús, nos dio vida nueva; es el día de su actuación salvífica definitiva.

La incredulidad de los apóstoles y la fe de Tomás

La mañana del «primer día de la semana» tuvo lugar la primera aparición de Jesús resucitado. Se apareció a María Magdalena y le dijo: «Vete donde mis hermanos y diles: ‘Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios’. Fue María Magdalena y dijo a los discípulos que había visto al Señor y que había dicho estas palabras». ¿Creyeron los apóstoles su testimonio? ¿Creyeron que Jesús estaba vivo? Obviamente no creyeron, porque si hubieran creído, su conducta no habría sido la de permanecer «a puertas cerradas por miedo a los judíos». En esta situación estaban los discípulos cuando se presentó Jesús mismo en medio de ellos.

Y para identificarse, «les mostró las manos y el costado» . Cualquiera que leyera este relato sin referencia a todo lo que antecede, y a lo que seguirá, consideraría que éste es un modo extraño de identificarse. ¿Por qué no les mostró más bien su rostro, como sería lo normal? Este modo de identificarse -podemos imaginar- responde a la incredulidad de los apóstoles. Ellos ciertamente deben de haber respondido al testimonio de María Magdalena de la misma manera que lo hace más tarde Tomás: «Si no vemos las señas de los clavos en sus manos y la herida de la lanzada en su costado, no creeremos que el hombre que tú viste sea el mismo Jesús ya que Él ha muerto crucificado». Jesús entonces se identificó de esa manera, y los apóstoles lo vieron: «Los discípulos se alegraron de ver al Señor».

Cuando los apóstoles dijeron a Tomás: «Hemos visto al Señor», él ciertamente creyó que habían tenido una aparición de algún ser trascendente; pero que éste fuera el mismo Jesús que él vio crucificado y muerto, eso era más que lo que podía aceptar. Como anteriormente había sucedido con los otros apóstoles, también Tomás necesitaba ver para verificar la identidad del aparecido con Jesús: «Si no veo en sus manos el signo de los clavos y no meto el dedo en el lugar de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré». ¿«No creeré» qué cosa? Que el mismo que estaba muerto ahora está vivo. Pero una vez que vio esto, Tomás tuvo un acto de fe que trasciende infinitamente lo que vio y verificó. Tomás ve a Jesús vivo y verifica las señas de su Pasión y ya no niega que haya resucitado. En esto es igual que los demás apóstoles y no es más incrédulo que ellos. Pero resulta más creyente que ellos, porque cree la divinidad de Jesucristo y la profesa exclamando: «Señor mío y Dios mío» .

Tomás ve a un hombre resucitado y confiesa a su Dios. El encuentro con Jesús resucitado fue para Tomás un «signo» que lo llevó a la plenitud de la fe. Por eso Jesús dice: «Porque me has visto has creído». No es que el «signo» sea causa de la fe. La fe siempre es un don de Dios que Él concede libremente; pero Dios quiere concederla con ocasión de algo que se ve, de algo que opera como signo y al cual uno se abre. La fe de Tomás fue tan firme, que lo llevó a dar testimonio de Cristo con el martirio. Por eso no conviene apresurarse en atribuirse la bienaventuranza de Jesús a uno mismo, ya que si bien es cierto que nosotros no hemos visto a Jesús resucitado, pero no está dicho que «hayamos creído» en Cristo resucitado tanto como Tomás.

«Bienaventurados los que no han visto y han creído»

Jesús llama bienaventurados a los que «no vieron y, sin embargo, creyeron»; creyeron por el testimonio de otros. Y esta sí que es nuestra situación. Nosotros creemos en la Resurrección del Señor por el testimonio de la Iglesia y de sus apóstoles. Por eso es que en los discursos de Pedro al pueblo es constante esta frase: «A este Jesús Dios lo resucitó, de lo cual todos nosotros somos testigos» (Hch 2,32). Lo mismo repite en el segundo discurso: «Vosotros renegasteis del Santo y del Justo… y matasteis al Jefe que lleva a la Vida. Pero Dios lo resucitó de entre los muertos, y nosotros somos testigos de ello» (Hch 3,14-15). Y lo mismo repite ante el Sanedrín: «El Dios de nuestros padres resu¬citó a Jesús a quien vosotros disteis muerte colgándolo de un madero… Nosotros somos testigos de estas cosas» (Hch 5,30.32). Sobre este testimonio de los apóstoles se funda nuestra fe.

Es verdad que en la bienaventuranza de Jesús estamos implicados nosotros, pues por la bondad divina ocurrió que Tomás estuviera ausente, dudara y exigiera verificar la resurrección de Cristo, palpando sus heridas. Así lo interpreta el Papa San Gregorio Magno (590-604 d.C.): «Esto no ocurrió por casualidad, sino por disposición divina. En efecto, la clemencia divina actuó de modo admirable, de manera que, habiendo dudado aquel discípulo, mientras palpaba en su maestro las heridas de la carne sanara en nosotros las heridas de la incredulidad. Es así que más aprovechó a nosotros la incredulidad de Tomás que la fe de los demás apóstoles. Él palpando fue devuelto a la fe para que nuestra mente, alejada toda duda, se consolide en la fe. Dudando y palpando aquel discípulo fue un verdadero testigo de la resurrección».

«Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común»

Leemos en el relato de los «Hechos de los Apóstoles» de San Lucas, un bellísimo retrato de la vida íntima de la comunidad cristiana de Jerusalén. Con términos muy parecidos lo leemos también en 4,32-37 y en 5,12-16. Son los llamados «sumarios» y presentan las características fundamentales de la comunidad: asistencia asidua a la enseñanza de los Apóstoles, unión o «koinonía» , fracción del pan y oraciones. Podemos decir que ya aparecen aquí en acción los tres elementos más característicos de la vida de la Iglesia: enseñanza jerárquica, unión en la caridad, culto público y sacramental.

Una palabra del Santo Padre:

«El pasaje evangélico de hoy, «Domingo in albis», narra dos apariciones del Resucitado a los Apóstoles: una, el mismo día de Pascua y, otra, ocho días después. La tarde del primer día después del sábado, mientras los Apóstoles se encuentran reunidos en un único lugar, con las puertas cerradas por miedo a los judíos se presenta Jesús y les dice: «Paz a vosotros» (Jn 20, 19). En realidad, con ese saludo les ofrece el don de la auténtica paz, fruto de su muerte y resurrección.

En el misterio pascual se realizó, efectivamente, la reconciliación definitiva de la humanidad con Dios, que es la fuente de todo progreso verdadero hacia la plena pacificación de los hombres y de los puebles entre sí y con Dios. Jesús confía, después, a los Apóstoles la tarea de proseguir su misión salvífica, para que a través de su ministerio la salvación llegue a todos los lugares y a todos los tiempos de la historia humana: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn 20, 21). El gesto de encomendarles la misión evangelizadora y el poder de perdonar los pecados está íntimamente relacionado con el don del Espíritu, como indican sus palabras: «Recibid el Espíritu Santo a quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados» (Jn 21, 22 23).

Con estas palabras, Jesús encomienda a sus discípulos el ministerio de la misericordia. En efecto, en el misterio pascual se manifiesta plenamente el amor salvífico de Dios, rico en misericordia, «dives in misericordia» (cf. Ef 2, 4). En este segundo Domingo de Pascua, la liturgia nos invita a reflexionar de modo particular en la misericordia divina, que supera todo límite humano y resplandece en la oscuridad del mal y del pecado. La Iglesia nos impulsa a acercarnos con confianza a Cristo, quien, con su muerte y su resurrección, revela plena y definitivamente las extraordinarias riquezas del amor misericordioso de Dios».

Juan Pablo II. Homilía del II Domingo de Pascua, 6 de abril de 1997.

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. ¿Qué medios voy a poner para vivir la alegría de la Pascua en mi familia?

2. Tomemos conciencia de la importancia al decir «Señor mío y Dios mío» en el sacrificio eucarístico.

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 727-730. 1166-1167. 1341- 1344.

 

 

Written by Rafael De la Piedra