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¿Tiene sentido tener fe hoy en día?
¿Dónde encontrar las respuestas a nuestras inquietudes más profundas?
¿Cuáles son las razones para creer?

«Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre» 43_i-am-the-bread-of-life_900x600_72dpi_1 Full view

«Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre»

Domingo de la Semana 10ª del Tiempo Ordinario. Ciclo B – 10 de junio de 2018

Lectura del Santo Evangelio según San Marcos 3, 20-35

Cumplir o no la voluntad de Dios es una de las ideas fuertes en las lecturas dominicales. Si por un lado vemos que nuestros primeros padres se escondían al oír al suave andar del Padre por el jardín del paraíso (Génesis 3, 9-15) porque tuvieron miedo; vemos en el Evangelio una de los momentos donde claramente se resalta la actitud de Santa María: «quien cumple la voluntad de mi Dios» (San Marcos 3, 20-35). San Pablo en su carta a los Corintios los hará tomar consciencia de que todo en nuestra vida debe de tener a Dios como fundamento último, sino “se desmorona todo el edificio espiritual de nuestra vida”(Segunda carta de San Pablo a los Corintios 4, 13- 5, 1). 

Las reacciones ante Jesús

El Evangelio de hoy nos presenta tres reacciones diversas ante Jesucristo. Jesús se había hecho notar por su palabra que trae un mensaje nuevo e impactante. Nadie puede quedar indiferente ante Él. Frente a Jesús se verifica lo que había profetizado acerca de Él el anciano Simeón, cuando, recién nacido, fue presentado al templo: «Éste está puesto para ser signo de contradicción… a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones» (Lc 2,34-35).

Jesús había vuelto a su casa, al pueblo de Nazaret, donde se crió y una primera reacción ante su presencia es la del pueblo: «Se aglomera en torno a Él una muchedumbre de modo que no podían comer». Es el entusiasmo de la gente sencilla que captan la presencia de Dios y perciben su fascinación. Así es el misterio de Dios: es trasparente para los sencillos e impenetrable para los sabios de este mundo. Jesús mismo en una ocasión alabó a su Padre por este motivo: «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes y se las has revelado a la gente sencilla» (Mt 11,25).

La segunda reacción es la de sus parientes: «Fueron a hacerse cargo de Él, pues decían: ‘Está fuera de sí'». Esto da ocasión a Jesús para enseñar que su misión es superior a las relaciones familiares: «Mi alimento es hacer la voluntad de mi Padre» (Jn 4,34). Y agrega una frase consoladora para nosotros: «Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre». De manera bella y directa Jesús va a dirigir un cumplido a su Madre. Es Ella, más que nadie en la tierra, la que se hace merecedora de la sentencia pronunciada por el Maestro Bueno. Y también a nosotros se nos abre la posibilidad de hacernos acreedores del apelativos de hijos de Dios, hermanos en Cristo e hijos de Santa María.

Una importante aclaración

Sabemos que Jesucristo no tuvo hermanos ni hermanas en sentido carnal, pues su madre María es perpetuamente Virgen. Cuando se habla de «hermanos» de Jesús se trata de parientes cercanos como aclara el mismo Evangelio. El Nuevo Testamento no conoce una palabra para decir «primos» y usa la palabra «hermanos». No nos debe extrañar, porque también nosotros le damos este uso. A nosotros no nos basta con decir «primos»; cuando el parentesco es más cercano, decimos: «primos hermanos». Y no podemos restringir el sentido de la palabra «hermano» solamente a «hermano carnal».

Cuando Jesús enseña: «Si al presentar tu ofrenda te acuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda y ve a reconciliarte con tu hermano» (Mt 5,23-24), sería empobrecer su enseñanza entender que se refiere sólo a hermano carnal. Tampoco Pedro se refiere exclusivamente a su hermano carnal cuando pregunta: «¿Si mi hermano peca contra mí, cuántas veces tengo que perdonarlo?» (Mt 18,21). San Pablo escribe a los Corintios y los llama «hermanos»: «Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os prediqué» (1 Cor 15,1); pero obvia¬mente no son hermanos carnales suyos. «Hermano» es, entonces, una persona cercana, por motivos de parentesco o de pueblo natal. Muchos nos llamamos «hermanos o hermanas» de Cristo. La epístola a los Hebreos dice que «Él (Jesús) no se avergüenza de llamarnos hermanos» (Hebr. 2,11). Pero «madre», eso no lo ha pretendido nadie. Esto está reservado a María. Sólo Ella es la madre carnal de Jesús; y sólo ella es su madre en el sentido de la frase de Jesús que hemos citado, pues nadie ha cumplido la voluntad de Dios con mayor perfección que Ella.

Finalmente la tercera reacción

La tercera reacción ante Jesús es increíble. Es la de los escribas, que decían: «Está poseído por un espíritu inmundo». Es como decir que la luz es oscura. Es negar la evidencia. El que insiste en esa postura, no puede ser perdona¬do, pues el perdón consiste en reconocer la luz. Por eso Jesús dice que eso es blasfemia contra el Espíritu Santo y no tendrá perdón nunca. Para darnos una idea de la cerrazón que significa esa actitud, es como si alguien al ver el actuar a Santa Teresa de Calcuta, dijera: «Es lujuriosa, opulenta y egoísta». Cuando esto se dice del Hijo de Dios, ¡del Cordero de Dios inmaculado e inocente!, resulta una blasfemia imperdonable.

«Tuve miedo porque estaba desnudo»

Lo exactamente opuesto a «cumplir la voluntad del Padre» es el pecado. El pecado es una realidad que ha marcado toda la historia de la salvación. Más aún podemos afirmar que el acto sublime del amor del Padre por su criatura querida – la muerte de su Hijo en la Cruz- no es sino una respuesta al pecado. Justamente el drama del pecado que leemos en la Primera Lectura es el mismo que vemos hoy: la no aceptación del pecado personal y sus consecuencias sociales. «Yo no fui…fue la mujer que me diste» dirá Adán; «Yo no fui…fue la serpiente que creaste» se justificará Eva. Este comportamiento es casi una exacta radiografía del mundo hoy reflejando en lo que ya Pío XII nos decía: «el pecado del siglo es la pérdida del sentido del pecado» . Y esta pérdida del sentido del pecado refleja una crisis más honda, la pérdida del sentido de Dios precisamente debido a la crisis de la conciencia moral: tabernáculo de la presencia de Dios en el hombre. San Pablo nos recordará esta realidad en su carta a los Corintios. Nosotros no hemos nacido para el pecado y la iniquidad, sino para la gloria eterna. El pecado justamente nos querrá envolver en su manto de mentira para así olvidarnos que «pues las cosas visibles son pasajeras, más las invisibles son eternas». Y para eso hemos nacido para la «morada eterna del cielo».

 Una palabra del Santo Padre:

«Jesús dice a los discípulos: «¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división» (Lc 12, 51). ¿Qué significa esto? Significa que la fe no es una cosa decorativa, ornamental; vivir la fe no es decorar la vida con un poco de religión, como si fuese un pastel que se lo decora con nata. No, la fe no es esto. La fe comporta elegir a Dios como criterio- base de la vida, y Dios no es vacío, Dios no es neutro, Dios es siempre positivo, Dio es amor, y el amor es positivo. Después de que Jesús vino al mundo no se puede actuar como si no conociéramos a Dios. Como si fuese una cosa abstracta, vacía, de referencia puramente nominal; no, Dios tiene un rostro concreto, tiene un nombre: Dios es misericordia, Dios es fidelidad, es vida que se dona a todos nosotros. Por esto Jesús dice: he venido a traer división; no es que Jesús quiera dividir a los hombres entre sí, al contrario: Jesús es nuestra paz, nuestra reconciliación. Pero esta paz no es la paz de los sepulcros, no es neutralidad, Jesús no trae neutralidad, esta paz no es una componenda a cualquier precio. Seguir a Jesús comporta renunciar al mal, al egoísmo y elegir el bien, la verdad, la justicia, incluso cuando esto requiere sacrificio y renuncia a los propios intereses. Y esto sí, divide; lo sabemos, divide incluso las relaciones más cercanas. Pero atención: no es Jesús quien divide. Él pone el criterio: vivir para sí mismos, o vivir para Dios y para los demás; hacerse servir, o servir; obedecer al propio yo, u obedecer a Dios. He aquí en qué sentido Jesús es «signo de contradicción» (Lc 2, 34).

Por lo tanto, esta palabra del Evangelio no autoriza, de hecho, el uso de la fuerza para difundir la fe. Es precisamente lo contrario: la verdadera fuerza del cristiano es la fuerza de la verdad y del amor, que comporta renunciar a toda violencia. ¡Fe y violencia son incompatibles! ¡Fe y violencia son incompatibles! En cambio, fe y fortaleza van juntas. El cristiano no es violento, pero es fuerte. ¿Con qué fortaleza? La de la mansedumbre, la fuerza de la mansedumbre, la fuerza del amor.

Queridos amigos, también entre los parientes de Jesús hubo algunos que a un cierto punto no compartieron su modo de vivir y de predicar, nos lo dice el Evangelio (cf. Mc 3, 20-21). Pero su Madre lo siguió siempre fielmente, manteniendo fija la mirada de su corazón en Jesús, el Hijo del Altísimo, y en su misterio. Y al final, gracias a la fe de María, los familiares de Jesús entraron a formar parte de la primera comunidad cristiana (cf. Hch 1, 14). Pidamos a María que nos ayude también a nosotros a mantener la mirada bien fija en Jesús y a seguirle siempre, incluso cuando cuesta».

Papa Francisco. Ángelus de 18 de agosto de 2013.

 Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. ¿Qué tan consciente soy de la realidad del pecado en mi vida? ¿Me acerco con frecuencia al sacramento de la Reconciliación?

2. ¿Tengo la misma actitud de María de buscar conocer y cumplir lo que Dios espera de mí?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 1716 – 1748. 1846 – 1876.

Written by Rafael de la Piedra