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«Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo»

Domingo de la Semana 7ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C – 24 de febrero de 2019

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 6, 27-38

El discurso de Jesús en la montaña es profundo y novedoso: invita a sus discípulos a amar a los enemigos (San Lucas 6, 27-38). Tal enseñanza era desconocida por el mundo judío y extraña para el mundo griego. Era una novedad que expresaba el profundo amor con el que Dios ama a los hombres. La Primera Lectura (primer libro de Samuel 26, 2.7-9,12-13. 22-23) nos presenta precisamente a David que perdona a Saúl cuando lo tenía a punto para matarlo. David, figura del Rey mesiánico, muestra entrañas de misericordia ante sus enemigos. Por su parte San Pablo, en la Segunda Lectura (Primera carta de San Pablo a los Corintios 15, 45-49), nos habla del primer Adán (el hombre creado) y el último Adán (Cristo). Aquí se revela la gran vocación del hombre a ser un hombre nuevo, una nueva criatura, en Cristo Jesús.

 Perdonar a los enemigos

Samuel era hijo de Elcaná y Ana y fue el último gran juez que tuvo Israel y uno de los primeros profetas. Ya anciano nombró jueces a sus hijos y les encargó que continuaran su labor, pero el pueblo no estaba contento y quería tener un rey. Al principio Samuel se opuso. Pero Dios le dio instrucciones para que ungiera a Saúl. Después que Saúl hubo desobedecido a Dios, Samuel ungió a David como siguiente Rey. Todos en Israel lloraron la muerte de Samuel (ver 1sam 1-4). Los dos libros de Samuel narran justamente la historia de Israel; desde el último de los jueces hasta los postreros años del rey David. El primer libro nos cuenta cómo Israel pasó a ser regido por reyes.
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David, el más joven de los ocho hijos de Jesé, andaba cuidando de los rebaños cuando el profeta Samuel lo ungió como «elegido». La destreza de David en tocar el arpa lo lleva a la corte de Saúl para tranquilizar los ataques de nervios del rey. Más tarde aceptó el reto de desafiar y matar al filisteo Goliat. Desde ese momento Saúl se llenó de envidia e intentó matarlo varias veces. Jonathan, hijo de Saúl e íntimo amigo de David le advirtió que escapara. David se convierte entonces en un proscrito. Saúl lo persigue despiadadamente y David le perdonará dos veces la vida. La Primera Lectura nos narra el pasaje cuando David le perdona, por segunda vez, la vida al rey Saúl. Llama la atención, por un lado, la generosidad de David y, por otro, su profundo respeto religioso por el carácter sagrado del rey: «el ungido de Yahveh».

 Un Evangelio sublime pero incómodo…casi imposible…

«Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os difamen. Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite el manto, no le niegues la túnica. A todo el que te pida, da, y al que tome lo tuyo, no se lo reclames. Y lo que queráis que os hagan los hombres, hacédselo vosotros igualmente… Más bien, amad a vuestros enemigos; haced el bien, y prestad sin esperar nada a cambio…»

Honestamente, ¿quién ha visto a alguien cumplir lo que Señor nos pide? Desgraciadamente lo que vemos a diario en las calles, en los medios de comunicación, en los negocios, en la política, es exactamente lo contrario: combatir a los enemigos, hacer el mal a los que nos odian, maldecir a los que nos maldicen, difamar a los que nos difaman, devolver el doble al que se atreva a golpearnos en una mejilla, pelearnos con el que quiera quitarnos algo que nos pertenece, nos vengarnos ante cualquier agravio. Cuando vemos este modo de actuar no nos llama la atención; es lo que se espera. Es el comportamiento al que ya estamos acostumbrados y sabemos que “todo el mundo” va a reaccionar de esa manera. Pero si sucediera, en cambio, ver a alguien practicar alguno de aquellos preceptos de la ley de Cristo, podemos estar seguros que estaríamos ante un santo, ¡y no uno cualquiera, sino uno de los grandes!

Sin embargo, creo que todos recordamos un hecho verdaderamente singular, del cual todo el mundo fue testigo a través de los medios de comunicación. La actitud de San Juan Pablo II en amigable conversación con Ali Agca en su misma celda es un testimonio de este precepto de Cristo: «Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien». Después de disparar sobre el Santo Padre a quemarropa, cuando fue detenido y debió reconocer el hecho, Ali Agca preguntó sorprendido: «¿Cómo?, ¿no lo maté?» No sabemos lo que conversaron en ese encuentro en que el Papa fue hasta su celda, pero ciertamente Juan Pablo II le habrá dicho que lo perdonaba y que lo amaba. No estaremos lejos de la verdad si suponemos que el Santo Padre habrá orado muchas veces: «Perdónalo, Padre, porque no sabe lo que hace». Justamente es la gracia de Dios la que nos concede la fuerza para poder amar a los enemigos y practicar los preceptos que el mismo Cristo nos ha dejado.

 La verdadera ley y la verdadera felicidad

Las máximas o criterios que rigen entre nosotros y que consideramos normales son muy diferentes a las que nos ha dejado Jesús: «perdonar, sí; pero olvidar, jamás»; «está bien ser humilde, pero no perder la dignidad»; «ser bueno, pero no tanto…»; etc. Comparadas con la ley de Cristo, estas máximas resultan perfectamente antievangélicas. La objeción que a todos nos asalta, se puede formular así: «Si yo vivo según la ley de Cristo, entonces todos se aprovecharán de mí» o como se dice popularmente «me agarrarán de bobo». Y eso a nadie le gusta. Ese es nuestro modo de razonar, porque no creemos suficientemente en la Palabra de Dios. Según la Palabra de Dios el resultado sería este otro: «vuestra recompensa será grande, y seréis hijos del Altísimo». Nadie puede negar la verdad de esta promesa, si no ha hecho la prueba de cumplir los preceptos de Cristo al pie de la letra.

El espectáculo normal es ver que la gente sirve por interés. Los establecimientos comerciales, las agencias de turismo, los grifos, los bancos sirven a sus clientes con exquisita y delicada atención; pero es porque esperan de ellos un beneficio comercial. Ese servicio no nos impresiona, porque no tiene nada de extraordinario. Era así también en el tiempo de Cristo: «Si prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a los pecadores para recibir lo correspondiente». La recompensa de ese servicio es algo cuantificable, tiene un precio de esta tierra y, por tanto, es limitado.

La ley de Cristo en cambio es: «Haced el bien, y prestad sin esperar nada a cambio». Y el que hace esto recibe una recompensa que no tiene precio, porque no es de esta tierra. Es lo que relata Santa Teresa del Niño Jesús en su «Historia de un Alma» (Ms. C; Cap. XI). Cuenta que cuando era aún novicia -ella entró a un convento de clausura a los quince años- se ofrecía para conducir a una hermana anciana lisiada, a la cual no era fácil contentar. Pero lo hacía con tanta caridad que Dios le dio la recompensa prometida. Un día de invierno en que cumplía esta misión, escuchó a lo lejos una música bailable y se imaginó «un salón muy bien iluminado, todo resplandeciente de ricos dorados; y en él jóvenes elegantemente vestidas, prodigándose mutuamente cumplidos y delicadezas mundanas». El contraste con su situación era total. Pero allí Dios le hizo sentir la verdadera felicidad: «No puedo expresar lo que pasó en mi alma. Lo que sé es que el Señor la iluminó con los rayos de la verdad, los cuales superaron de tal modo el brillo tenebroso de las fiestas de la tierra, que no podía creer en mi felicidad. ¡Ah! No habría cambiado los diez minutos empleados en cumplir mi humilde tarea por gozar mil años de fiestas mundanas». Para gozar de esta misma felicidad en esta tierra no hay otro medio que cumplir los preceptos de Cristo.

La vocación del hombre

El amor que es la esencia de Dios, es también el principio de vida de la actuación de quien ha aceptado vivir las bienaventuranzas del Reino, la impronta del hombre nuevo en Cristo, del «hombre celeste» del que se habla en la Segunda Lectura. En ella San Pablo continúa el tema de la Resurrección corporal contraponiendo el orden de la creación (Adán) al nuevo orden inaugurado por Jesucristo. «Nosotros, que somos imagen del hombre terreno (Adán), seremos también imagen del hombre celestial (Cristo)».

 Una palabra del Santo Padre:

Amar a nuestros enemigos, a quienes nos persiguen y nos hacen sufrir, es difícil; ni siquiera es un «buen negocio». Sin embargo, es el camino indicado y recorrido por Jesús para nuestra salvación. En su homilía del 18 de junio el Pontífice recordó que la liturgia propone estos días reflexionar sobre los paralelismos entre «la ley antigua y la ley nueva, la ley del monte Sinaí y la ley del monte de las Bienaventuranzas». Entrando en las lecturas —de la segunda carta de san Pablo a los Corintios (8, 1-9) y del Evangelio de Mateo (5, 43-48)—, el Santo Padre se detuvo en la dificultad del amor a los enemigos, preguntándose cómo es posible perdonar: «También nosotros, todos nosotros, tenemos enemigos, todos. Algunos enemigos débiles, algunos fuertes. También nosotros muchas veces nos convertimos en enemigos de otros; no les queremos. Jesús nos dice que debemos amar a los enemigos».

«Jesús nos dice dos cosas —expresó el Papa afrontando la cuestión de cómo amar a los enemigos—: primero, mirar al Padre. Nuestro Padre es Dios: hace salir el sol sobre malos y buenos; hace llover sobre justos e injustos. Su amor es para todos. Y Jesús concluye con este consejo: “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial”». Por lo tanto, la indicación de Jesús consiste en imitar al Padre en «la perfección del amor. Él perdona a sus enemigos. Hace todo por perdonarles. Pensemos en la ternura con la que Jesús recibe a Judas en el huerto de los Olivos», cuando entre los discípulos se pensaba en la venganza.

«Jesús nos pide amar a los enemigos -insistió-. ¿Cómo se puede hacer? Jesús nos dice: rezad, rezad por vuestros enemigos». La oración hace milagros; y esto vale no sólo cuando tenemos enemigos; sino también cuando percibimos alguna antipatía, «alguna pequeña enemistad».

Es cierto: «el amor a los enemigos nos empobrece, nos hace pobres, como Jesús, quien, cuando vino, se abajó hasta hacerse pobre». Tal vez no es un «buen negocio» —agregó el Pontífice—, o al menos no lo es según la lógica del mundo. Sin embargo «es el camino que recorrió Dios, el camino que recorrió Jesús» hasta conquistarnos la gracia que nos ha hecho ricos.

Papa Francisco. Homilía del 18 de junio de 2014. Capilla de la Domus Sanctae Marthae.


 Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.

1. ¿En qué ocasiones concretas puedo ejercitarme en la vivencia del perdón y del amor misericordioso? Hagamos una lista de esos momentos. ¡Seamos realistas!

2. ¿De qué manera puedo educar a mis hijos o nietos en la vivencia del perdón, del amor y del respeto a la verdad? ¿Soy ejemplo para ellos en mi vida cotidiana?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 2838-2845

Written by Rafael De la Piedra