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«¡Venid, benditos de mi Padre!» 2438_20130330121045 Full view

«¡Venid, benditos de mi Padre!»

Solemnidad Jesucristo, Rey del Universo. Ciclo A

Lectura del Santo Evangelio según San Mateo 25,31-46

El año litúrgico se cierra siempre con la solemnidad de nuestro Señor Jesucristo Rey del Universo. Desde la reforma litúrgi¬ca la Iglesia ha reservado este último Domingo del año para contemplar a Jesucristo en la plenitud de su gloria y poder. La primera lectura, tomada del profeta Ezequiel, manifiesta el amor del Señor que se desvive por buscar a sus ovejas, sigue su rastro, las apacienta, venda sus heridas, cura las enfermas. El Señor, en persona, va juzgar entre oveja y oveja (Ezequiel 34,11-12.15-17).

Asimismo el Salmo Responsorial 22 destaca el amor y la misericordia del Señor que como Buen Pastor conduce, guía y conforta a sus ovejas. San Pablo, en la carta a los Corintios, nos habla del poder de Cristo que aniquilará todos los poderes hostiles al Reino de Dios. El último enemigo en ser vencido será la muerte (primera carta de San Pablo a los Corintios 15,20-26.28).

Finalmente el Evangelio nos presenta la venida definitiva del «Hijo del Hombre» que viene para separar a unos de otros, como un pastor separa a las ovejas de las cabras. El criterio que seguirá el Señor en este día, será el criterio del amor y la caridad: porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber… Todos los que hayan practicado el amor a Cristo y a sus hermanos irán a la vida eterna; los otros, al castigo eterno (Evangelio), ya que, como nos dice San Juan de la Cruz, «en la tarde de la vida seremos examinados sobre el amor».

«Yo soy el Buen Pastor»

El profeta Ezequiel nos ofrece uno de los textos más bellos del Antiguo Testamento. En él se repite hasta tres veces que «el Señor mismo» es quien se preocupa por cada una de sus ovejas; la busca si se han perdido, la cura si está herida, le ofrece pastos abundantes si padece hambre.

Los malos pastores, aquellos que no buscan el «bien común» de sus hermanos, han dejado que se pierdan las ovejas, se han aprovechado de ellas; por eso, el profeta anuncia que será Dios mismo quien ahora cuidará del rebaño. «Y suscitaré sobre ellos un solo pastor que las apacentará, mi siervo David, él las apacentará y será su pastor; y yo, el Señor seré su Dios, y mi siervo David, su príncipe en medio de ellos. Yo, el Señor, he hablado» (Ez 34, 23-24). Dios que es justo y ejerce esta justicia con amor juzgará a cada una de las ovejas y «vendrá a salvar a (sus) ovejas para que no estén expuestas a los peligros».

El bellísimo salmo 22 se referirá nuevamente al buen pastor para hablar del Señor. Cuánto conforta saber que «Dios mismo» es nuestro pastor, que «Dios mismo» nos conduce y repara nuestras fuerzas, nos guía por senderos de justicia. Este buen pastor será, al final de nuestra vida, quien nos juzgará. Es verdad, Cristo Jesús, que se encarnó y vino a la tierra como el Buen Pastor en busca de sus ovejas, desea que todas ellas estén en el redil, desea que todas ellas formen parte de su rebaño. No permite que le sea arrebatada ninguna.

El pastor, al final del texto de Ezequiel, separa oveja de oveja. Se trata pues de una llamada urgente para decidirse a favor o en contra del Señor. No hay lugar para términos medios. Quien no está con Él estará contra Él. Muchos, lamentablemente, no quieren oír los ruegos del Señor y no quieren «ser del rebaño de Jesús».

Cristo vence a todos los enemigos del hombre

Cristo, Rey del Universo, vence a todo los enemigos del hombre. Así, en la carta a los Corintios, San Pablo habla de todos los principados y potestades que se oponen al Reino de Dios. «Todos los enemigos deben quedar bajo el estrado de sus pies», porque al final de los tiempos se debe realizar toda justicia. Al final, el mal será definitivamente derrotado por el bien y por el amor; pero recordemos que el triunfo del Reino de Cristo no tendrá lugar sin un último asalto de las fuerzas del mal. «No te dejes vencer por el mal, antes bien vence al mal con el bien» (Rm 12,21).

El enemigo de Dios y del hombre, el diablo, sufrirá la última derrota de frente a Cristo resucitado, Señor de vivos y de muertos. ¡Cómo deberían incidir en nuestras vidas, verdades tan fundamentales y decisivas! Cristo tiene que reinar. Cristo reinará y vencerá el último enemigo, la muerte. En su bello libro «Memoria e Identidad» el recordado Juan Pablo II nos dice: «He aquí la respuesta a la pregunta esencial: el sentido más hondo de la historia rebasa la historia y encuentra la plena explicación en Cristo, Dios-Hombre. La esperanza cristiana supera los límites del tiempo. El reino de Dios se inserta y se desarrolla en la historia humana pero su meta es la vida futura».

«¿Pero cuándo te vimos desnudo, hambriento, enfermo o en la cárcel?»

Siempre que escuchamos acerca del «Juicio Final» tenemos la tentación de pensar que ésta es una realidad bastante lejana de nuestra vida cotidiana. ¡Todavía falta tanto tiempo…! Justamente lo que el Señor Jesús hace es traernos lo más cerca posible esta realidad última. El pasaje se inicia hablando sobre el «Hijo del hombre» que vendrá en su gloria. Este es el nombre que Jesús adoptó para referirse a su propia persona y es un título enigmático que al mismo tiempo oculta y revela su misterio. En efecto, el Hijo eterno de Dios que estaba en los esplendores de la gloria del Padre, «se despojó de sí mismo tomando la condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como un hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Fil 2,7-8). Cuando Jesús estaba ante los Sumos Sacerdotes y el Sanedrín, respondiendo sobre quién era, dice: «Sí, y yo os aseguro que veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo» (Mt 26,64). El que estaba siendo juzgado y condenado por los hombres, es el mismo que al final de la historia vendrá como Juez de vivos y muertos y serán congregadas ante Él todas las naciones. Pondrán unos a su derecha y otros a su izquierda.

¿Cuál será el criterio para decidir quiénes irán a un lado u otro? Ante todo sabemos que no es insignificante el estar a la derecha o a la izquierda ya que nuestra «eternidad» depende de ello. La diferencia entre una situación y la otra es total: unos son llamados «benditos de mi Padre» y los otros, «malditos»; unos poseen el Reino y los otros van al fuego eterno. Pero por otro sabemos que no es una sentencia arbitraria, porque el Juez explica los motivos de la glorificación o de la condenación eterna. A los de la derecha el Rey dirá: «Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, era forastero y me acogisteis, estaba desnudo y me vestisteis, estaba enfermo y me visitasteis, estaba en la cárcel y vinisteis a verme». La sorpresa ahora será mayúscula ya que, aparentemente, nunca se han encontrado con el Señor.

Sin embargo la respuesta aclara la duda: «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis». El Rey se identifica con los hambrientos, los sedientos, los desnudos, los enfermos, los débiles, los encarcelados, los despreciados del mundo. Si queremos ser gratos al Rey, el único modo que tenemos aquí en la tierra es hacerlo en aquéllos a quienes él llama «mis hermanos más pequeños». Nunca jamás se ha elevado a una dignidad mayor a los pobres y necesitados. A los de la izquierda dirá lo contrario y éstos preguntarán: «¿Cuándo…cuándo?». Y la sentencia seguirá la misma lógica que la anterior: «Cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, conmigo dejasteis de hacerlo».

La última y definitiva sentencia

El juicio es final y la sentencia por lo tanto es definitiva: «Irán unos al castigo eterno y los otros a la vida eterna». Ambas situaciones son «eternas» y no habrá tribunal de apelación ya que no habrá más tiempo ni espacio. El criterio discriminante está claramente expuesto: el amor. San Agustín nos dice: «El amor es la consumación de todas nuestras obras. En el amor está el fin. Hacia él corremos». Sabemos claramente qué nos van a examinar.

Toca a cada uno preparar bien la respuesta que daremos. La única actitud que no podremos tener es la de preguntar: «¿Cuándo, Señor, te vimos en necesidad?». Nunca se expresó en modo más claro que el amor a Dios y amor al prójimo constituyen un solo amor: amando a los pequeños de este mundo es a Cristo mismo a quien amamos.

Una palabra del Santo Padre:

« Os exhorto a vosotras, queridas familias, a no tener miedo de vivir un amor exigente que revista, como escribe el apóstol Pablo, las características de la paciencia, la benignidad y la esperanza (cf. 1 Cor 13, 4. 7). A vosotros, queridos jóvenes, quisiera repetiros que la Iglesia os necesita, y desearía añadir: vosotros tenéis necesidad de la Iglesia, porque la Iglesia desea solamente ayudaros a encontrar a Jesús, que hace libre al hombre para amar y servir.

La Iglesia os necesita para que, después de haber experimentado la verdadera libertad, que sólo Cristo puede ofreceros seáis capaces de testimoniar el Evangelio en medio de vuestros coetáneos con valentía y gran creatividad, según la sensibilidad y los talentos propios de vuestra juventud. ¡Quiera Dios que la misión de los jóvenes, dentro de la gran Misión ciudadana, favorezca este acercamiento entre los jóvenes y Cristo, entre los jóvenes y la Iglesia!

Amadísimos hermanos y hermanas, la liturgia de hoy nos recuerda que la verdad sobre Cristo Rey constituye el cumplimiento de las profecías de la antigua alianza. El profeta Daniel anuncia la venida del Hijo del hombre, a quien dieron «poder real, gloria y dominio; todos los pueblos, naciones y lenguas lo respetarán.

Su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin» (Dn 7, 14). Sabemos bien que todo esto encontró su perfecto cumplimiento en Cristo, en su Pascua de muerte y de resurrección. La solemnidad de Cristo, Rey del universo, nos invita a repetir con fe la invocación del Padre nuestro, que Jesús mismo nos enseñó: «Venga tu reino». ¡Venga tu reino, Señor! «Reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz» (Prefacio). Amén».

Juan Pablo II. Homilía en la Solemnidad de Cristo Rey, noviembre del 1997

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. «A mí me lo hicisteis». ¿Cómo vivo la caridad y la solidaridad con mis hermanos más necesitados? ¿Cuál es mi actitud ante mis hermanos? ¿Percibo en ellos el rostro de Cristo?

2. «El Señor es mi Pastor, nada me falta». Recemos y meditemos en familia el bello Salmo 23(22).

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 678- 679.

 

 

Written by Rafael De la Piedra