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«Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso» 5f511d82-c4c9-41b1-9191-3a49e1c90ada Full view

«Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso»

Solemnidad Jesucristo, Rey del Universo. Ciclo C
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 23,35-43

«Rey de Israel, rey de los judíos, reino del Hijo» son las expresiones con que la liturgia nos recuerda solemnemente la gozosa realidad de Jesucristo, Rey del universo. El título de la cruz sobre la que Jesús murió para redimir a los hombres era el siguiente: «Jesús nazareno, rey de los judíos» (San Lucas 23,35-43). Históricamente, este título se remontaba hasta David, rey de Israel, (segundo libro de Samuel 5,1-3), de quien Jesús descendía según la carne. Recordando Pablo a los colosenses la obra redentora de Cristo les escribe: «El Padre nos trasladó al Reino de su Hijo querido, en quien tenemos la redención: el perdón de los pecados» (Colosenses 1,12-20). 

David, el rey de Israel

Los israelitas habían comenzado la conquista de la tierra prometida al final del siglo XIII a. C., bajo el caudillaje de Josué. La conquista fue progresiva y se prolongó por mucho tiempo. Por fin se pudo considerar acabada, al menos en términos generales, y se procedió a la distribución de la tierra por tribus. Por largos decenios y lustros, cada una de las tribus mantuvo su independencia y propia autonomía. Si alguna tribu se unía con otra, era fundamentalmente en plan de defensa o ataque de sus enemigos. Durante este período, se fue estableciendo casi espontáneamente una diferenciación entre las tribus del Norte y las del Sur.

Cuando Samuel ungió rey a David, lo hizo sólo sobre las tribus del Sur (Judá, Benjamín y Efraín) reinando siete años en Hebrón . La personalidad extraordinaria de David, su genio militar que logró conquistar la fortaleza de Jerusalén tenida por inexpugnable, y su capacidad innegable de caudillaje, indujo a los jefes de las tribus del Norte a proclamarle también su rey. «El rey David hizo un pacto con ellos en Hebrón, en presencia de Yahvé, y ungieron a David como rey de Israel». Fue un paso decisivo en la historia de Israel: por primera vez se consiguió la unificación de las doce tribus, se instauró un solo rey y por tanto un solo mando político-militar, y se eligió la ciudad de Jerusalén como capital del nuevo reino de Israel y Judá. El pacto entre rey y pueblo tenía consecuencias legales ya que implicaba un juramento de lealtad mutua así como una serie de cláusulas. Los ancianos son los responsables de todo el pueblo y hacen de intermediarios en la unción.

Una palabra sobre esta Solemnidad…

La «Solemnidad de nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo» es la fiesta en honor a nuestro Señor más reciente y debe su origen al Papa Pío XI. En su carta encíclica «Quas primas» del 11 de diciembre de 1925, desarrolla la idea de que uno de los medios más eficaces contra las fuerzas destructoras de la época sería el reconocimiento de la realeza de Cristo. El motivo para introducir la fiesta fue el 16º centenario del primer Concilio de Nicea en donde la doctrina sobre la igualdad sustancial entre el Hijo y el Padre reposa sobre el fundamento de la realeza de Cristo. El Papa fijó la fiesta para el último Domingo de octubre sobre todo teniendo en cuenta la fiesta subsiguiente, la de «Todos los Santos»: «a fin de que se proclamase abiertamente la gloria de Aquel que triunfa en todos los santos elegidos».

Luego fue transferida para el último Domingo del año litúrgico de manera tal que fue colocada en el contexto escatológico característico de este tiempo. Ahora podemos ver más claramente que el Señor glorificado es el punto de convergencia no sólo del año litúrgico, sino de toda nuestra peregrinación terrena: «Él es también la Cabeza del Cuerpo, de la Iglesia: Él es el Principio, el Primogénito de entre los muertos, para que sea Él el primero en todo, pues Dios tuvo a bien hacer residir en Él toda la Plenitud» (Col 1, 18- 19)

«Si tu eres el Rey de los judíos ¡sálvate!»

Como ya hemos mencionado, este Domingo celebramos a Jesucristo como Rey del universo. Pero el Evangelio parece ser el menos adecuado para celebrar la realeza de Jesús ya que nos presenta a Jesús crucificado en medio de dos malhechores y siendo objeto de burla. ¡Nada más opuesto a nuestra imagen de lo que debería ser un rey! El pueblo estaba mirando este dantesco espectáculo mientras los magistrados lo despreciaban diciendo: «Que se salve a sí mismo si es el Cristo de Dios, el Elegido», y los soldados se burlaban de Él diciendo: «Si tu eres el Rey de los judíos ¡sálvate!».

Aunque lo hacen por burla, es interesante notar los títulos que le asignan: Cristo de Dios, Elegido, Rey de los Judíos. Todos esos títulos evocan a David, el gran rey de Israel. Justamente para entender el significado de éstos títulos hay que saber que Dios había elegido a David, que había mandado a Samuel a «ungirlo» rey y le había prometido: «Y cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes con tus padres, afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas, y consolidaré el trono de su realeza… Tu casa y tu reino permanecerán para siempre ante mí; tu trono estará firme, eternamente».» (2Sam 7,12.16). David fue el último rey que tuvo todas las tribus de Israel unidas bajo su mando. A medida que el tiempo pasaba, se recordaba el reinado de David como un tiempo paradigmático de prosperidad, de independencia de la nación, de fidelidad a las leyes de Dios. Se esperaba para el futuro un tiempo semejante, que sería el tiempo del «hijo de David», del «ungido de Dios» que daría cumplimiento a todas las profecías.

«Hoy estarás conmigo en el paraíso…»

Pero lo que ocurre a continuación nos revela a Cristo en toda su grandeza y en plena posesión de su realeza. Él es Rey al modo de Dios y no al de los hombres. Entre los hombres el Rey está del lado de los grandes y poderosos del mundo; según la expectativa de Israel, en cambio, que es la de Dios, el Rey tiene la misión de hacer justicia al pobre y al desvalido, y su oficio propio es la misericordia. Este oficio es imposible que puedan cumplirlo los reyes que ha conocido la historia humana, salvo escasas excepciones, porque ellos no tienen experiencia del sufrimiento humano, ni han sido víctimas de la injusticia de los poderosos. Cristo, en cambio, es el «varón de dolo¬res conocedor de dolencias» (Is 53,3); «habiendo sido probado en el sufrimiento, puede ayudar a los que se ven probados» (Hb 2,18).

Ante la cruz de Jesús se produce una divergencia entre los malhechores. Uno lo insultaba y se burlaba de Él; el otro hace esta magnífica declaración: «Nosotros somos condenados con razón porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, éste nada malo ha hecho». Y agregaba: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino». Y recibe esta respuesta: «Yo te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso». Tal vez nunca ha resultado más claro el misterio de la absoluta gratuidad de la salvación. ¿Por qué un ladrón rechazó a Cristo y el otro lo confesó y fue salvado? ¿Qué mérito previo tenía uno u otro? Si algo merecían ambos por sus hechos era la condenación y la muerte. Ésta es la historia de todos los hombres.

En efecto, una verdad esencial de la fe cristiana es que todos los hombres somos pecadores y necesitamos de la misericordia de Dios. Ante Dios todos somos igual que los ladrones. Nadie puede argüir mérito alguno para merecer la salvación. La salvación es puro don gratuito conquistado al precio de la sangre de Cristo. «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tm 2,4). Pero, el misterio de la libertad humana hace que se repita siempre la historia de los dos ladrones y en la misma proporción, tal como lo anunció Jesús: «Estarán dos en un mismo lecho: uno será tomado y el otro dejado» (Lc 17,34).

 ¿Qué vio el buen ladrón en Jesús para reconocerlo como rey?

¿Qué vio el buen ladrón en este hombre crucificado ya próximo a la muerte para reconocerlo como Rey y rogarle que se acuerde de él? El poder humano nunca ha convertido a nadie. En cambio, el testimonio de amor y de serenidad de los mártires es algo superior a todo lo humano, es una demostración clara del poder de Dios. Y esto sí que convierte. Ningún ser humano condenado injustamente a una muerte tan cruel e ignominiosa puede decir: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34), a menos que actúe el poder de Dios en él. De lo contrario, es absolutamente imposible. Y esto es lo que vio el buen ladrón, y de golpe supo quién era Jesús y comprendió que su palabra era la verdad. Por eso, mientras los otros se burlan de su realeza, él lo reconoce realmente como Rey. También fue fecunda la sangre de Cristo en el centurión, quien al ver lo sucedido, «glorificaba a Dios diciendo: ‘Ciertamente este hombre era justo’». Y es fecunda en todos los que han de ser reconciliados.

Esa misma fecundidad es comunicada a la sangre de los mártires. Por eso un antiguo axioma afirma: «Sangre de mártires, semilla de cristianos». Un ejemplo notable se registra en el martirio del sacerdote jesuita, Edmund Campion, quien fue condenado a la horca y el descuartizamiento en la persecución de la reina Isabel de Inglaterra en 1581. Asistía a este espectáculo un joven de nombre Henry Walpole, hombre de buena familia, poeta satírico de cierto genio, superficial, interesado en mantener buenas relaciones con el régimen. En el momento en que fueron arrancadas las entrañas del sacerdote mártir, una gota de sangre salpicó su manto. Él mismo confiesa que en ese instante fue arrebatado a una vida nueva. Cruzó el canal para entrar al Seminario y hacerse sacerdote; volvió a la misión en Inglaterra y después de trece años sufrió el mismo martirio que Edmund Campion en la cárcel de York.

 Una palabra del Santo Padre:

«Las lecturas bíblicas que se han proclamado tienen como hilo conductor la centralidad de Cristo. Cristo está en el centro, Cristo es el centro. Cristo centro de la creación, del pueblo y de la historia.

El apóstol Pablo, en la segunda lectura, tomada de la carta a los Colosenses, nos ofrece una visión muy profunda de la centralidad de Jesús. Nos lo presenta como el Primogénito de toda la creación: en él, por medio de él y en vista de él fueron creadas todas las cosas. Él es el centro de todo, es el principio: Jesucristo, el Señor. Dios le ha dado la plenitud, la totalidad, para que en él todas las cosas sean reconciliadas (cf. 1,12-20). Señor de la creación, Señor de la reconciliación.

Esta imagen nos ayuda a entender que Jesús es el centro de la creación; y así la actitud que se pide al creyente, que quiere ser tal, es la de reconocer y acoger en la vida esta centralidad de Jesucristo, en los pensamientos, las palabras y las obras. Y así nuestros pensamientos serán pensamientos cristianos, pensamientos de Cristo. Nuestras obras serán obras cristianas, obras de Cristo, nuestras palabras serán palabras cristianas, palabras de Cristo. En cambio, La pérdida de este centro, al sustituirlo por otra cosa cualquiera, solo provoca daños, tanto para el ambiente que nos rodea como para el hombre mismo.

Además de ser centro de la creación y centro de la reconciliación, Cristo es centro del pueblo de Dios. Y precisamente hoy está aquí, en el centro. Ahora está aquí en la Palabra, y estará aquí en el altar, vivo, presente, en medio de nosotros, su pueblo. Nos lo muestra la primera lectura, en la que se habla del día en que las tribus de Israel se acercaron a David y ante el Señor lo ungieron rey sobre todo Israel (cf. 2S 5,1-3). En la búsqueda de la figura ideal del rey, estos hombres buscaban a Dios mismo: un Dios que fuera cercano, que aceptara acompañar al hombre en su camino, que se hiciese hermano suyo.

Cristo, descendiente del rey David, es precisamente el «hermano» alrededor del cual se constituye el pueblo, que cuida de su pueblo, de todos nosotros, a precio de su vida. En él somos uno; un único pueblo unido a él, compartimos un solo camino, un solo destino. Sólo en él, en él como centro, encontramos la identidad como pueblo.

Y, por último, Cristo es el centro de la historia de la humanidad, y también el centro de la historia de todo hombre. A él podemos referir las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias que entretejen nuestra vida. Cuando Jesús es el centro, incluso los momentos más oscuros de nuestra existencia se iluminan, y nos da esperanza, como le sucedió al buen ladrón en el Evangelio de hoy.

Mientras todos se dirigen a Jesús con desprecio -«Si tú eres el Cristo, el Mesías Rey, sálvate a ti mismo bajando de la cruz»- aquel hombre, que se ha equivocado en la vida pero se arrepiente, al final se agarra a Jesús crucificado implorando: «Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (Lc 23,42). Y Jesús le promete: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (v. 43): su Reino. Jesús sólo pronuncia la palabra del perdón, no la de la condena; y cuando el hombre encuentra el valor de pedir este perdón, el Señor no deja de atender una petición como esa.

Hoy todos podemos pensar en nuestra historia, nuestro camino. Cada uno de nosotros tiene su historia; cada uno tiene también sus equivocaciones, sus pecados, sus momentos felices y sus momentos tristes. En este día, nos vendrá bien pensar en nuestra historia, y mirar a Jesús, y desde el corazón repetirle a menudo, pero con el corazón, en silencio, cada uno de nosotros: “Acuérdate de mí, Señor, ahora que estás en tu Reino. Jesús, acuérdate de mí, porque yo quiero ser bueno, quiero ser buena, pero me falta la fuerza, no puedo: soy pecador, soy pecadora. Pero, acuérdate de mí, Jesús. Tú puedes acordarte de mí porque tú estás en el centro, tú estás precisamente en tu Reino.” ¡Qué bien! Hagámoslo hoy todos, cada uno en su corazón, muchas veces. “Acuérdate de mí, Señor, tú que estás en el centro, tú que estás en tu Reino.”

La promesa de Jesús al buen ladrón nos da una gran esperanza: nos dice que la gracia de Dios es siempre más abundante que la plegaria que la ha pedido. El Señor siempre da más, es tan generoso, da siempre más de lo que se le pide: le pides que se acuerde de ti y te lleva a su Reino. Jesús es el centro de nuestros deseos de gozo y salvación. Vayamos todos juntos por este camino».

Papa Francisco. Homilía en la Solemnidad de Cristo Rey. 24 de noviembre del 2013

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. «Es necesario que Él reine» (1Cor 15, 25), escribió San Pablo refiriéndose a Cristo. ¿Qué tanta importancia le doy a mi relación con Jesús? ¿Qué espacio ocupa en mi vida, en mi familia?

2. «No ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mt 20, 28). ¿Yo entiendo que debo de ejercer la autoridad como un puesto de servicio?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 446- 483.

Written by Rafael De la Piedra