EL MISTERIO DE LA MUERTE
Por Ricardo Narvaez Tossi
Meditar en la muerte ya no es muy común o bienvenida en nuestros tiempos. La muerte es un misterio insondable, duro y difícil de enfrentar. Actualmente, al ir abandonando lentamente pero de forma inexorable la mirada cristiana frente a la muerte, se rehúye en la práctica pensar en la posibilidad de morir. Hablar de la muerte, o plantearla como tema de conversación resulta hasta desagradable.
No se quiere hablar de este tema. Se celebra la vida como si fuese inmortal, se celebra la juventud y se busca alargarla lo mas posible. Mil dietas, cirugías estéticas, tratamientos, etc., llevan a que personas que pasan los 30, los 40 o incluso los 50 años, vivan, se vistan y hablen como adolecentes.
Los velorios son evitados, son de muy corta duración y no sabemos que decir a los deudos. Incluso se cuentan chistes, se evita el luto y se buscan formas sicológicas para neutralizar el dolor que genera la muerte de los otros. Es un tema que resulta cada vez mas incomodo y al que darle la espalda rápidamente, seguir en la vorágine del activismo y de la vida.
Cuando la cultura se descristianiza, cuando se nos invita e incluso se impone abandonar las prácticas y la moral cristiana, porque supuestamente atenta contra la libertad, contra la felicidad y contra el individualismo, habría que preguntarse que nos ofrece este tipo de cultura frente a este misterio de la muerte.
Pensar en la muerte nos enfrenta a la fragilidad de la vida, lo efímero de lo cotidiano. Nos coloca ante la posibilidad de aportar autenticidad a la vida social y el sentido de nuestra existencia. Puede ser útil hacer un ejercicio de imaginación: ¿Quiénes nos acompañarían en los momentos de una enfermedad terminal?, ¿para que sirve lo acumulado durante la vida?, ¿qué podríamos temer enfrentar ante nuestra conciencia y ante Dios si fuésemos a morir muy pronto?
Pensar en estas preguntas nos pueden llevar a una vida más auténtica, hacia formas de vida mas valiosas, a relaciones con los demás no sustentadas en huecas y superficiales formas de amistad e incluso de amor. Nos debe llevar a aceptar que no podemos posponer indefinidamente nuestros compromisos ante nosotros mismos y ante Dios. Pensar en la muerte es un camino de liberarnos de vivir tras lo superfluo, de vivir en auténtica paz al confiar en la misericordia de Dios y de llenarnos de gozo sabiendo que Jesús ha ganado para nosotros el reino eterno.
Ante la muerte, todos somos iguales, como nos recuerdan esas coplas hermosas de Jorge Manrique:
Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
que es el morir;
allí van los señoríos
derechos a se acabar
y consumir;
allí los ríos caudales,
allí los otros medianos
y más chicos,
y llegados, son iguales
los que viven por sus manos
y los ricos.