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«¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!»

Asunción de Santa María

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 1, 39-56

El 15 de agosto la Iglesia celebra la solemnidad de la Asunción de la Virgen María a los cielos. Se trata del triunfo de la Madre por mérito del Hijo Amado. Su cele­bración no hace sino realzar la grandeza de su Hijo Jesús que ha reconciliado todas las realidades que se encontraban separadas de Dios venciendo, con su Resurrección, el último enemigo que oprimía al hombre: la muerte (1Corintios 15, 20-27a).

La fiesta de hoy nos recuerda lo grandioso de nuestra vocación: todos hemos sido creados para participar de la gloria eterna como ya participa de manera plena y anticipada, nuestra Madre María (Apocalipsis 11, 19a; 12, 1-6a. 10ab). María es la mujer que ha sido escogida por Dios para la sublime misión de ser Madre de Jesús y nuestra, y no duda en aceptar su llamado de llevar adelante el amoroso plan reconciliador del Padre. Por ello es exaltada por su prima Isabel y por eso rebosa de alegría su corazón. 

«Una mujer vestida de sol y con la luna bajo sus pies»

El libro del Apocalipsis o libro de las «revelaciones», se escribió para los cristianos que estaban siendo perseguidos por su fe bajo el reinado del Emperador Domiciano alrededor de los años 90 a 95. San Juan escribe desde la isla de Patmos una serie de visiones en un lenguaje extremamente vivo y lleno de imágenes que nos recuerda un poco el estilo que encontramos en el libro del profeta Daniel. El gran mensaje del libro es que Dios es el soberano que lo domina todo y que Jesús es el Señor de la historia. Al fin de los tiempos, Dios por medio de Jesucristo, derrotará a todos los enemigos y el pueblo fiel será recompensado en «un nuevo cielo y una nueva tierra».

El libro comienza con una visión de Cristo y una serie de cartas que contienen mensajes particulares para las siete iglesias de Asia menor. A partir del capítulo cuarto, cambia el escenario que se traslada a los cielos. Comienza la gran visión. San Juan comienza a ver las cosas que «han de suceder después de esto» (ver Ap 4,1). Ve un rollo con siete sellos; una visión de los siete ángeles con siete trompetas; una mujer, el dragón y las dos bestias; las siete copas de la ira de Dios; la destrucción de «Babilonia»; la fiesta de bodas del cordero; y la derrota final del maligno, seguido por el juicio. El libro termina con la grandiosa imagen de los nuevos cielos y la nueva tierra, de la nueva Jerusalén donde Dios mora con su pueblo para siempre.

En la Primera Lectura vemos como el cielo es una suerte de gigantesca pantalla donde se proyecta una escena que será el resumen de lo que va a suceder en la tierra. En él se encuentra el «prototipo» del templo de Jerusalén. Se abre el Santuario celeste (sancta) y, sin velo, se ve el arca de la alianza en el sancta sanctorum celeste. La antigua alianza ha dado paso a la nueva, en la que Dios habitará con su Nuevo Pueblo, que es la Iglesia. Luego San Juan nos dice que «fue visto un gran portento», lo que indica que lo que sigue es algo realmente extraordinario. Cuando Isaías le pide al rey Acaz que elija un signo que certifique la fidelidad de Dios, Acaz se niega y es el mismo Isaías, de parte de Dios, quien le da un signo: la Virgen – Madre del Emmanuel – Dios con nosotros.- (ver Is 7,10-16) que protegerá y bendecirá a Judá.

El «portento» que ve el apóstol Juan consiste en la aparición de una mujer en trance de parto que tiene dominio sobre los astros mayores y que lleva una corona de doce estrellas simbolizando así las doce tribus de Israel. Esta mujer que da a luz un varón y triunfa sobre el Dragón (personificación del mal) es signo de María, la Madre del Señor; que da a luz al Mesías por el que llegó la victoria, el poder y el reinado de nuestro Dios. Es interesante ver cómo el hermoso retrato que la misma Madre de Dios, Nuestra Señora de Guadalupe, nos dejó en la tilma de San Juan Diego en la aparición del Tepeyac (1531) responde a la descripción que leemos en libro del Apocalipsis.

Opuesto a la Mujer, aparece la figura del gran dragón rojo, que en el Antiguo Testamento simboliza el imperio agresor (ver Jr 51,34; Is 51,9-10; Ez 29). Aparece ejerciendo su poder nefasto contra los elegidos, «los astros del cielo» (ver Dn 8,10). Es curioso notar como las siete cabezas no calzan con los diez cuernos, representando así su imperfección y limitación. El vencedor de la lucha es el Hijo varón que, de un golpe, pasa del nacimiento al trono de Dios (ascensión) (Ap 12,5). El dragón intentó devorarlo en la pasión – muerte, pero Dios lo «arrebató», como a Henoc o a Elías (ver Gn 5,24; 2Re 2). La Madre va al lugar preparado por Dios en el desierto, tal como guió a Elías o al mismo Jesús.

La adelantada de todos en el cielo

Al igual que en la Primera Lectura, en la carta a los corintios se acentúa el tono de esperanza y de victoria frente a la muerte, gracias a Cristo Resucitado. San Pablo va a explicar la conexión íntima que existe entre la resurrección de Cristo y la nuestra. Se trata de reconocer la misteriosa solidaridad que existe entre nosotros y Jesucristo: principio y clave de la obra de la reconciliación. San Pablo presentará a Cristo como el nuevo y verdadero Adán, presentando a Cristo como la cabeza de la humanidad reconciliada[1]. En ese sentido podemos afirmar que María es una adelantada ya que «después de Cristo, Verbo encarnado, María es la primera criatura humana que realiza el ideal escatológico, anticipando la plenitud de la felicidad, prometida a los elegidos mediante la resurrección de los cuerpos»[2].

La alegría en el Señor

El Evangelio relata la Visitación de Santa María a su prima Santa Isabel. La Virgen acababa de recibir el anuncio del arcángel Gabriel y había concebido en el seno por obra del Espíritu Santo. Apenas se encuentran estas dos benditas mujeres, comienza la estrecha relación entre sus hijos. Juan el Bautista salta de alegría e Isabel exclama: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno». Un ser humano de no más de seis meses de concebido en el vientre de su madre es el mensajero escogido por Dios para anunciar la bendición más grandiosa que ha recibido la humanidad reconociendo a Jesús que apenas es un pequeño embrión. El texto nos dice que Isabel queda llena del Espíritu Santo antes de proferir este saludo en voz alta, por lo tanto, se trata de una proclamación profética. ¿Bendita entre cuáles mujeres?

El Antiguo Testamento está jalonado por la presencia de muchas mujeres de las cuales dependió la salvación del pueblo. Hay una verdadera cadena comenzando por Eva y seguida por Sara, Rebeca, Raquel, Débora, Rut, Judit, Ester… Pero la más grande de todas ellas, la que corona la cadena no solamente de ellas sino de todas las mujeres de la historia de la humanidad de todos los tiempos, es María ya que ella es la Madre del mismo Dios.  ¿Quién es este «fruto de tu vientre»? Isabel lo aclara inmediatamente cuando dice: «¿y de dónde a mí que venga a verme la madre de mi Señor?». Quiere decir la Madre del Cristo, del «Ungido», del esperado por los hombres. Cristo no es el hijo de David, sino es mayor que David (ver Mc 12,36). La Virgen María  es Madre del Señor Jesús: Dios y Hombre verdadero.

La fiesta de la Asunción

El dogma de la Asunción de la Virgen María  fue definido por el Papa Pío XII el 1 de noviembre de 1950 mediante la Constitución Apostólica Munificentissimus Deus. Conviene conocer las palabras del Santo Padre: «Proclamamos, declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial». El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice que la Asunción de Nuestra Madre constituye una singular participación en la resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los demás cristianos[3].

Sobre la muerte de María el Papa Pío XII no se pronuncia, simplemente no juzga oportuno declararla solemnemente. Juan Pablo II nos aclara el punto diciendo que: «dado que Cristo murió, sería difícil sostener lo contrario por lo que se refiere a su Madre[4]». La Madre no es superior al Hijo que acepta dócilmente la muerte y le da un nuevo significado, transformándola en instrumento de salvación. Pero, ¿de qué murió María? Nada sabemos con certeza. Ahora, sin duda, su muerte fue, desde todo punto de vista, ejemplar. «Cualquiera que haya sido el hecho orgánico y biológico que, desde el punto de vista físico, le haya producido la muerte, puede decirse que el tránsito de esta vida a la otra fue para María una maduración de la gracia en la gloria, de modo que nunca  mejor que en ese caso la muerte pudo concebirse como una “dormición”»[5]

Una palabra del Santo Padre:

«La liturgia celebra hoy la solemnidad de la Asunción de la Virgen al cielo en alma y cuerpo. Así la contempla la Iglesia, llamada en este día a exultar con intenso gozo reconociendo en la Mujer vestida de sol, resplandeciente de luz, un signo de segura y consoladora esperanza. ¡Qué plenitud de felicidad y de gloria se anuncia a los creyentes en este misterio de la Asunción de la Virgen! María santísima nos muestra el destino final de quienes «oyen la palabra de Dios y la cumplen» (Lc 11, 28). Nos estimula a no enfrascarnos en los afanes de la hora presente, sino a elevar nuestra mirada a las alturas, para que se dilate en los ilimitados y sosegantes horizontes donde se encuentra Cristo, sentado a la derecha del Padre, y donde está también María, la humilde esclava de Nazaret, ya en la gloria celestial. El hombre moderno, inquieto y atónito frente al perenne interrogante sobre el enigma de la muerte, tiene necesidad sobre todo de esta gozosa esperanza, de este anuncio siempre nuevo.

En María y en el misterio de su Asunción, cada persona está llamada a redescubrir el atrevido y connatural fin de la existencia, según el proyecto establecido por el Creador: hacerse conforme a Cristo, Verbo encarnado, auténtica imagen del Padre celestial, para avanzar con él por el camino de la fe y resucitar con él a la plenitud de la vida bienaventurada. En esta perspectiva, la solemnidad de la Asunción constituye un estímulo providencial a meditar en la altísima dignidad de todo ser humano, también en su dimensión corporal. Se trata de una reflexión que se inserta muy bien en la preparación para la Jornada mundial de la juventud, ya inminente. Sobre todo a los jóvenes, esperanza de un mundo nuevo en el alba del tercer milenio cristiano, quisiera dirigir la exhortación del Apóstol «a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios», sin acomodaros al mundo presente (cf. Rm 12, 1‑2). Jesús, Maestro de inmortalidad, nos llama a seguirlo con pureza de vida y amor auténtico.

San Juan Pablo II. Ángelus en la Solemnidad de la Asunción de la Virgen, 1997

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1-La Asunción de María debe de llenar de esperanza y alegría mi vida ya que me enseña cuál es mi verdadero fin. ¿Cómo puedo vivir esta realidad?

 2-Vivamos de manera concreta y sencilla al amor a nuestra Madre del Cielo rezando el rosario en familia.

 3-Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales 966 – 975.

 [1] Este paralelo lo desarrollará también San Pablo en la carta a los romanos 5,12-21.

[2] Ver Juan Pablo II. Audiencia 2 de julio de 1997.

[3] Ver Catecismo de la Iglesia Católica,  966.

[4] Juan Pablo II. Audiencia del 25 de junio de 1997.

[5] Juan Pablo II. Audiencia del 25 de junio de 1997.

 

Written by Rafael De la Piedra