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«No podéis servir a Dios y al Dinero»

Domingo de la Semana 8ª del Tiempo Ordinario. Ciclo A
Lectura del Santo Evangelio según San Mateo 6, 24- 34

En su excepcional libro «Jesucristo», el entonces Papa Benedicto XVI, nos da una bella clave para poder aproximarnos a la Palabra de Dios: «Los santos son los verdaderos intérpretes de la Sagrada Escritura». Y justamente comentando el pasaje del Evangelio de San Mateo (San Mateo 6, 24- 34) que corresponde a este Domingo nos hablará de San Francisco de Asís. Dice Benedicto XVI «Francisco de Asís entendió la promesa de esta bienaventuranza en su máxima radicalidad; hasta el punto de despojarse de sus vestiduras y hacerse proporcionar otra por el obispo como representante de Dios, que viste los lirios del campo con más esplendor que Salomón y todas sus galas (Ver Mt 6, 28s). Esta humildad extrema era para Francisco sobre todo libertad para servir, libertad para la misión, confianza extrema en Dios, que se ocupa no sólo de las flores del campo, sino sobre todo de sus hijos».

Éste es sin duda el mismo mensaje que el profeta Isaías (Isaías 49, 14-15) y San Pablo (Primera carta de San Pablo a los Corintios 4, 1-5) nos quieren transmitir: confianza en Dios hasta el extremo, donde ni siquiera el fuero más íntimo me reprocha nada, cuando sé que el amor de Dios por mí es más grande que el amor de una madre.

«¿Acaso olvida una madre a su niño de pecho?»

El carácter mesiánico de todo el capítulo 49 del libro de Isaías es claro y evidente. No será más Ciro , el rey de Persia, el libertador de Israel sino el Mesías – el Siervo de Dios, el Santo – el cual vendrá para dar salud a su pueblo. En los primeros versículos de este capítulo se describe la vocación del «Siervo de Dios», luego su misión entre el pueblo judío y los paganos. El Siervo de Dios está llamado a reunir los pueblos de Israel, a «restaurar las tribus de Jacob y convertir a los sobrevivientes de Israel» (Is 49,6). Esto podría explicar por qué ninguno de los israelitas piadosos del tiempo de Jesús entendían el misterio de su rechazo y de su muerte.

San Pablo revelará que el misterio de esta salvación no quedó revocado con la venida de Jesús (Rm 11,1) sino que ha sido postergado para los últimos tiempos (Rm 11, 25 ss). Yahveh recordará que Él es quien formado y hecho con su pueblo; y que finalmente los sacará de las tinieblas y dirá: «venid a la luz» (Is 49, 9). Los israelitas que vuelven de su cautiverio babilónico serán comparados a un rebaño cuyo pastor es Dios. Nada les faltará en el camino. El significado mesiánico de estas imágenes es evidente.

Finalmente, en una de las bellas manifestaciones del amor de Dios por nosotros dirá: «¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ésas llegasen a olvidar, yo no te olvido». Santa Teresa nos dice que «confiemos en la bondad de Dios que es mayor que todos los males que podamos hacer» ya que «he aquí que te tengo grabado en las palmas de mis manos» (Is 49, 16). Cada uno de nosotros, nos recuerda el profeta, tenemos un valor infinito y único ante Dios.

«Nadie puede servir a dos señores»

Para poder entender mejor el significado de una de las frases más conocidas de Jesús que ciertamente encierra una profunda enseñanza espiritual, debemos de ver detenidamente que entiende Jesús por uno y por lo otro; es decir por los «dos señores» a los que refiere y que ciertamente son antagónicos uno del otro. El primero es claramente Dios y el segundo es «mamón» , nombre que es personificación de las riquezas. De esto resulta claramente que quien ama las riquezas, poniendo en ellas su corazón (ver Mt 6,21), llega sencillamente a odiar a Dios. Terrible verdad, que no será menos real por el hecho de que no tengamos conciencia de ello.

Y aunque parezca esto tan monstruoso, es bien fácil de comprender si pensamos que en tal caso la imagen de Dios se nos representará día tras día como la del peor enemigo de esta presunta “felicidad” en que tenemos puesto el corazón; por lo cual no es nada sorprendente que lleguemos a odiarlo en el fondo del corazón, aunque por fuera tratemos de cumplir algunas obras vacías de amor, por miedo a la justicia de Dios.

Pero ¿por qué es tan radical la frase de Jesús ante las riquezas? Porque recordemos que el apego a los bienes materiales refleja una falta de confianza en Dios que ha prometido velar por nosotros, y por otro lado, una excesiva preocupación por nosotros mismos, buscando la seguridad exclusivamente en lo material y en lo pasajero. Este desorden lleva con frecuencia a la falta de generosidad y a la avaricia. Finalmente nos puede llevar a la idolatría y entonces nos volvemos contra Dios.

En cambio, en el segundo caso nos muestra que nos adherimos a Dios, esto es si ponemos nuestro corazón en Él, mirándolo como el Sumo Bien, como Aquel que realmente va a poder saciar el hambre de infinito que encontramos en nuestro corazón; entonces veremos que el mundo y sus riquezas son basura comparados con lo que Dios nos tiene reservado . Santo Tomás sintetiza esta doctrina diciendo que el primer fruto del Evangelio es el crecimiento en la fe; o sea el conocimiento de los atractivos de Dios; y el segundo, consecuencia del anterior, será el desprecio del mundo, tal como nos lo presenta Jesús en este pasaje.

¿Cuánto voy a vivir?

La segunda parte del Evangelio es un bello canto de amor y de confianza a Dios. Respondamos con sinceridad: «¿Quién de vosotros puede, por más que se preocupe, añadir un solo codo a la medida de su vida?» ¿Quién tiene asegurada su vida? ¿Quién puede añadir un segundo a su vida? ¿Quién puede decir con seguridad cuánto va a vivir? Nadie…nadie. Ni con todo el dinero del mundo podemos comprar una milésima de segundo a nuestra vida. El libro del Eclesiastés repite una y otra vez: «Todos caminan hacia la misma meta: todos han salido del polvo y todos vuelven al polvo» (Ecle 3,20).

¡Qué tercos, que estultos somos los seres humanos para olvidarnos esta realidad tan evidente y estar entretenidos en mil y un ocupaciones “demasiado importantes” para pensar en la muerte! La meditación de nuestro fin en este mundo que pasa nos debe de hacer reaccionar ante la tibieza, ante la desgana en las cosas de Dios, ante el apego inútil a una vida cómoda, materialista y superflua. Cualquier día puede ser el último día de nuestra vida. Esta consideración puede ayudarnos mucho a considerar serenamente que en cualquier día puede llegar nuestro fin y que, en cualquier caso, ese momento «no puede estar lejos» (San Jerónimo).

Debemos pues agradecer a nuestro Señor Jesucristo que con su sacrificio reconciliador nos ha librado del poder de la muerte (ver Rm 7, 24) y nos ha dado así una esperanza que nunca falla. Nos dice bellamente San Agustín: «Si tienes miedo a la muerte, ama la vida. Tu vida es Dios, tu vida es Cristo, tu vida es el Espíritu Santo. Le desagradas obrando mal. No habita Él en templo ruinoso, no entra en templo sucio».

Una palabra del Santo Padre:

«En el centro de la liturgia de este domingo encontramos una de las verdades más consoladoras: la divina Providencia. El profeta Isaías la presenta con la imagen del amor materno lleno de ternura, y dice así: «¿Puede una madre olvidar al niño que amamanta, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvidara, yo no te olvidaré» (49, 15). ¡Qué hermoso es esto! Dios no se olvida de nosotros, de cada uno de nosotros. De cada uno de nosotros con nombre y apellido. Nos ama y no se olvida. Qué buen pensamiento… Esta invitación a la confianza en Dios encuentra un paralelo en la página del Evangelio de Mateo: «Mirad los pájaros del cielo —dice Jesús—: no siembran ni siegan, ni almacenan y, sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta… Fijaos cómo crecen los lirios del campo: no trabajan ni hilan. Y os digo que ni Salomón, en todo su fasto, estaba vestido como uno de ellos» (Mt 6, 26.28-29).

Pero pensando en tantas personas que viven en condiciones precarias, o totalmente en la miseria que ofende su dignidad, estas palabras de Jesús podrían parecer abstractas, si no ilusorias. Pero en realidad son más que nunca actuales. Nos recuerdan que no se puede servir a dos señores: Dios y la riqueza. Si cada uno busca acumular para sí, no habrá jamás justicia. Debemos escuchar bien esto. Si cada uno busca acumular para sí, no habrá jamás justicia. Si, en cambio, confiando en la providencia de Dios, buscamos juntos su Reino, entonces a nadie faltará lo necesario para vivir dignamente.

Un corazón ocupado por el afán de poseer es un corazón lleno de este anhelo de poseer, pero vacío de Dios. Por ello Jesús advirtió en más de una ocasión a los ricos, porque es grande su riesgo de poner su propia seguridad en los bienes de este mundo, y la seguridad, la seguridad definitiva, está en Dios. En un corazón poseído por las riquezas, no hay mucho sitio para la fe: todo está ocupado por las riquezas, no hay sitio para la fe. Si, en cambio, se deja a Dios el sitio que le corresponde, es decir, el primero, entonces su amor conduce a compartir también las riquezas, a ponerlas al servicio de proyectos de solidaridad y de desarrollo, como demuestran tantos ejemplos, incluso recientes, en la historia de la Iglesia. Y así la Providencia de Dios pasa a través de nuestro servicio a los demás, nuestro compartir con los demás. Si cada uno de nosotros no acumula riquezas sólo para sí, sino que las pone al servicio de los demás, en este caso la Providencia de Dios se hace visible en este gesto de solidaridad. Si, en cambio, alguien acumula sólo para sí, ¿qué sucederá cuando sea llamado por Dios? No podrá llevar las riquezas consigo, porque —lo sabéis— el sudario no tiene bolsillos. Es mejor compartir, porque al cielo llevamos sólo lo que hemos compartido con los demás».

Papa Francisco. Ángelus 2 de marzo de 2014.

Vivamos nuestro domingo a lo largo de la semana.

1. Recordemos lo que nos dice San Pablo: «Dios no perdonó a su Hijo y lo entregó por nosotros. ¿Cómo no habría de darnos con Él todos los bienes?» (Rm 8,32). ¿Cómo vivo mi confianza en Dios? ¿Vivo preocupado solamente por lo material, las apariencias?

2. Nos dice el profeta Isaías: «¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ésas llegasen a olvidar, yo no te olvido». Elevemos en silencio una oración de agradecimiento por el inmenso amor que Dios nos tiene a la luz de la lectura de este bello texto.

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 625- 627, 635, 994- 996, 1006- 1014.

Written by Rafael De la Piedra