¿Qué ha dicho realmente el sínodo sobre los divorciados que se han vuelto a casar?
No escapará a nadie que la cuestión de los «divorciados que se han vuelto a casar» (que sería necesario más bien llamar «separados–comprometidos») ha sido la más ásperamente discutida durante todo este sínodo sobre la familia, tanto por los padres sinodales como por los fieles e inclusive por el gran público, conquistando también regularmente las primeras páginas de los diarios, algo no visto desde hace tanto tiempo. En síntesis, pocas temáticas han suscitado tanto interés.
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Pero no contrapongamos demasiado rápidamente el «sínodo de los medios de comunicación» al real y admitamos honestamente que este conflicto de interpretación encuentra su fuente, al menos en parte, en la misma formulación del texto, que sobre este punto preciso carece de la claridad y de la precisión que se habría podido esperar luego de dos años de trabajos. Como hemos anticipado en julio en www.chiesa, se puede temer que varios padres sinodales se han considerado satisfechos por este punto de acuerdo por motivos en el fondo muy distintos, y hasta opuestos, porque el texto permite hacer distintas lecturas y de cubrir una división que a pesar de todo permanece y corre el riesgo desde aquí en adelante de crecer, si no se arroja plena luz sobre el tema.
1. Un consenso difícil
Todos recuerdan que en la «Relatio synodi» del 18 de octubre del 2014, el parágrafo 52 sobre el acceso de los divorciados (que se han vuelto a casar) a los sacramentos de la penitencia y de la eucaristía y el parágrafo 53 sobre la comunión espiritual habían sido ampliamente rechazados, al no haber reunido la mayoría de los dos tercios, es decir, 122 votos de los 183 padres sinodales (n. 52: 104 a favor y 74 en contra; n. 53: 112 a favor y 64 en contra). A estos dos parágrafos es necesario agregar el de la pastoral de las personas con orientación homosexual (n. 55: 118 a favor y 62 en contra). Sin embargo, estos parágrafos formalmente rechazados fueron mantenidos en el texto oficial que hizo de documento de trabajo que debía ser leído en el proceso sinodal, seguramente para favorecer una franca discusión que no ocultase ninguna dificultad.
En el «Instrumentum laboris» del 23 de junio de 2015, bajo el título «la vía penitencial», el parágrafo 122 retomó el anterior parágrafo 52, agregándole un parágrafo 123 que comenzaba con la sorprendente afirmación que «hay un acuerdo común sobre la hipótesis de un itinerario de reconciliación o vía penitencial». Se preguntó entonces cuál era este misterioso acuerdo. Tanto más que la mayoría de los padres sinodales reunidos en el 2015 parece más bien haber expresado grandes reservas al respecto, con el resultado que finalmente ni siquiera se adoptó la hipótesis, al menos con esta formulación.
En la «Relatio synodi» del 24 de octubre de 2015, los parágrafos 84 a 86 de ninguna manera exponen una propuesta pastoral nueva bajo el título: «Discernimiento e integración». Al haber crecido a 265 el número de los padres sinodales presentes, la mayoría de los dos tercios fue de 177 y se la alcanzó con dificultad en el caso de estos tres parágrafos, en un caso incluso por un solo voto (n. 84: 187 a favor y 72 en contra; n. 85: 178 a favor y 80 en contra; n. 86: 190 a favor y 64 en contra).
La «Relatio synodi» del 2015 proporciona tres referencias magisteriales, las tres insertadas en el parágrafo 85 y ya presentes en la «Relatio synodi» del 2014 y en el «Instrumentum laboris»: «Familiaris consortio» n. 84; Catecismo de la Iglesia Católica n. 1735; Declaración del Pontificio Consejo para los Textos Legislativos del 24 de junio del 2000. Por el contrario, el documento del 14 de setiembre de 1994, de la Congregación para la Doctrina de la Fe, al que se mencionaba en el n. 123 del «Instrumentum laboris», no fue reiterado.
2. La cita de «Familiaris consortio»
Examinemos primero la cita de «Familiaris consortio» n. 84:
«Los pastores, por amor a la verdad, están obligados a discernir bien las situaciones. En efecto, hay diferencia entre los que sinceramente se han esforzado por salvar el primer matrimonio y han sido abandonados del todo injustamente, y los que por culpa grave han destruido un matrimonio canónicamente válido. Finalmente están los que han contraído una segunda unión en vista a la educación de los hijos, y a veces están subjetivamente seguros en conciencia de que el precedente matrimonio, irreparablemente destruido, no había sido nunca válido».
Este texto es presentado aquí como «un criterio general, que sigue siendo la base para la evaluación de estas situaciones», tanto para el sacerdote cuya tarea es «acompañar a las personas interesadas sobre la vía del discernimiento», tanto para el fiel creyente, en el propio «examen de conciencia, a través de momentos de reflexión y de arrepentimiento».
Si se habla de arrepentimiento, esto implica la necesidad de reconocer las propias culpas y el propio pecado, con la finalidad de obtener el perdón. No es justo, entonces, afirmar que en este documento toda noción de pecado se deja de lado. Pero queda el hecho que esa noción ya no es formulada en el título de la proposición, que ahora no habla más en forma directa de penitencia, sino de discernimiento; y se puede lamentar esta ausencia en el plano doctrinal, aunque seguramente es más simpática en el plano pastoral.
Además, es posible que haya una tendencia para comprender el arrepentimiento más por culpa del pasado (la Iglesia que hace penitencia por los pecados de sus miembros), mientras que la penitencia se refiere muchas más veces a situaciones pasadas pero también presentes (e incluso el pecado de otras personas), para obtener la conversión del pecador y la reparación del mal provocado por su culpa. La elección de la palabra «arrepentimiento» corre el riesgo de llevar a considerar las segundas nupcias luego de un divorcio sólo como una culpa del pasado más que como una «situación objetivamente desordenada» siempre actual, o incluso a examinar sólo las culpas del pasado que habría llevado a esta situación considerada no querida por sí misma y, en consecuencia, no culpable. En lo que respecta a este proceso, tanto en su comprensión como en su práctica, es necesario entonces ser capaces de un verdadero «discernimiento semántico».
Por otra parte, «Familiaris consortio» n. 84, aunque recordando la necesidad de distinguir estas situaciones diferentes, extraía una idéntica conclusión en todos los casos: la imposibilidad de recibir la comunión, a menos que se «regularice» la propia situación, en un modo o en otro:
«La Iglesia, no obstante, fundándose en la Sagrada Escritura reafirma su práxis de no admitir a la comunión eucarística a los divorciados que se casan otra vez. Son ellos los que no pueden ser admitidos, dado que su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía. Hay además otro motivo pastoral: si se admitieran estas personas a la Eucaristía, los fieles serían inducidos a error y confusión acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio».
«La reconciliación en el sacramento de la penitencia – que les abriría el camino al sacramento eucarístico – puede darse únicamente a los que, arrepentidos de haber violado el signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo, están sinceramente dispuestos a una forma de vida que no contradiga la indisolubilidad del matrimonio. Esto lleva consigo concretamente que cuando el hombre y la mujer, por motivos serios, – como, por ejemplo, la educación de los hijos – no pueden cumplir la obligación de la separación, ‘asumen el compromiso de vivir en plena continencia, o sea de abstenerse de los actos propios de los esposos'».
¿Qué se puede deducir de la ausente reiteración explícita en el documento de esta conclusión también muy fuerte de la «Familiaris consortio»?
En una «hermenéutica de la continuidad» se considerará que el silencio equivale a un consenso, que la cita de un texto remite al texto en su conjunto, el cual proporciona a la cita su verdadero contexto. Por lo tanto, tal proceso de discernimiento puede llevar a la Eucaristía sólo en cuanto el fiel ha llegado verdaderamente a salir de esta situación objetivamente desordenada mediante un esfuerzo sostenido por un firme propósito, ha podido pedir el perdón de sus culpas y finalmente llega a recibir la absolución. Hasta este momento el fiel no puede recibir la comunión.
En una «hermenéutica de la ruptura» se considerará que el silencio equivale a un disenso. Si la conclusión de la «Familiaris consortio» no es retomada expresamente, esto significa que se ha tornado obsoleta, al igual que el contexto familiar, al haber sido totalmente modificado desde entonces, al término de un cambio que el documento define no sólo cultural sino también «antropológico». La que era la disciplina de la Iglesia en los tiempos de Juan Pablo II no debería serlo más en la nueva Iglesia que se invoca. Se concluirá probablemente que este proceso de discernimiento puede llevar a la Eucaristía, también sin un cambio de vida, siempre que la persona se haya arrepentido de las culpas pasadas y haya juzgado que «en conciencia» puede recibir la comunión.
3. El Catecismo de la Iglesia Católica
El mismo parágrafo 85 de la «Relatio synodi» del 2015 cita más adelante el n. 1735 del Catecismo de la Iglesia Católica:
«Además, no se puede negar que en algunas circunstancias ‘la imputabilidad y la responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas e incluso suprimidas’ (CCC, 1735) a causa de diferentes condicionamientos».
La cita es incompleta. Es oportuno volver al texto íntegro:
«1735. La imputabilidad y la responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas e incluso suprimidas a causa de la ignorancia, la inadvertencia, la violencia, el temor, los hábitos, los afectos desordenados y otros factores psíquicos o sociales».
¿Este parágrafo es realmente aplicable a la situación de los divorciados que se han vuelto a casar? Es necesario advertir ante todo que las mismas condiciones se encuentran en parte en lo que se refiere al matrimonio, y son condiciones que lo hacen inválido:
«1628. El consentimiento debe ser un acto de la voluntad de cada uno de los contrayentes, libre de violencia o de temor grave externo (cf CIC can. 1103). Ningún poder humano puede reemplazar este consentimiento (CIC can. 1057 § 1). Si esta libertad falta, el matrimonio es inválido».
¿Se puede imaginar, entonces, que alguna de esas circunstancias pueda hacer que no sean imputables en el plano moral las nuevas nupcias luego de un divorcio? Si éste fuese el caso, estas nuevas nupcias serían por lo tanto inválidas. Ciertamente ya lo son, porque al ser el matrimonio indisoluble, no son posibles las segundas nupcias mientras el primer cónyuge está vivo todavía. Pero sería nulo no sólo como matrimonio: lo sería también como acto humano, sería un «acto fallido». Por lo tanto, no se podría hablar más de divorciados vueltos a casar, pues no habría ningún compromiso nuevo y auténtico, y tampoco habría ningún tipo de vínculo entre las dos personas. En estas condiciones, no es seguro que se quiera hacer valer siempre la posibilidad de una eliminación total de la imputabilidad. Y entonces esos condicionamientos psíquicos deberían en primer lugar llevar a poner en duda la existencia del mismo vínculo sacramental. La situación sería entonces del todo diferente.
Por el contrario, cuando las personas son capaces de intercambiar un «sí» para toda la vida con la plena conciencia de lo que están haciendo, no pueden no darse cuenta que con su nuevo compromiso con otra persona están pegando un golpe contra este «sí». Por lo tanto, no se comprende cómo la responsabilidad de ese acto de nuevo compromiso pueda ser puesto en discusión. Ciertamente, pueden existir muchos tipos de motivos que incitan a obrar así, como lo dice más adelante el parágrafo 85: «En determinadas circunstancias las personas encuentran grandes dificultades que las llevan a obrar en modo diferente». Esto no quita que o bien saben que dañan su vínculo matrimonial con su nuevo compromiso, y se trata entonces de un acto libre y responsable, o bien no lo saben para nada, y se puede por eso dudar de la misma existencia de su vínculo matrimonial.
4. La Declaración del Pontificio Consejo para los Textos Legislativos
El artículo 85 de la «Relatio synodi» del 2015 prosigue así:
«En consecuencia, el juicio sobre una situación objetiva no debe llevar a un juicio sobre la ‘imputabilidad subjetiva’ (Pontificio Consejo para los Textos Legislativos, Declaración del 24 de junio del 2000, 2a)».
El texto en cuestión es el siguiente, vuelto a colocar en su contexto: «2. Toda interpretación del can. 915 que se oponga a su contenido sustancial, declarado ininterrumpidamente por el Magisterio y la disciplina de la Iglesia a lo largo de los siglos, es claramente errónea. No se puede confundir el respeto de las palabras de la ley (cfr. can. 17) con el uso impropio de las mismas palabras como instrumento para relativizar o desvirtuar los preceptos».
«La fórmula ‘y los que obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave’ es clara, y se debe entender de modo que no se deforme su sentido haciendo la norma inaplicable. Las tres condiciones que deben darse son:
a) el pecado grave, entendido objetivamente, porque el ministro de la Comunión no podría juzgar de la imputabilidad subjetiva;
b) la obstinada perseverancia, que significa la existencia de una situación objetiva de pecado que dura en el tiempo y a la cual la voluntad del fiel no pone fin, sin que se necesiten otros requisitos (actitud desafiante, advertencia previa, etc.) para que se verifique la situación en su fundamental gravedad eclesial;
c) el carácter manifiesto de la situación de pecado grave habitual.
«Sin embargo, no se encuentran en situación de pecado grave habitual los fieles divorciados que se han vuelto a casar que, no pudiendo por serias razones – como, por ejemplo, la educación de los hijos – ‘satisfacer la obligación de la separación, asumen el empeño de vivir en perfecta continencia, es decir, de abstenerse de los actos propios de los cónyuges’ (Familiaris consortio, n. 84), y que sobre la base de ese propósito han recibido el sacramento de la Penitencia. Debido a que el hecho de que tales fieles no viven more uxorio es de por sí oculto, mientras que su condición de divorciados que se han vuelto a casar es de por sí manifiesta, sólo podrán acceder a la Comunión eucarística remoto scandalo».
Esta Declaración del Pontificio Consejo para los Textos Legislativos establece entonces que las segundas nupcias luego de un divorcio son una situación de «pecado grave habitual», tomada en consideración por el canon 915 en lo que se refiere a «los que obstinadamente perseveran en un pecado grave manifiesto». El pasaje citado por la «Relatio synodi» especifica que esa calificación se entiende objetivamente y no subjetivamente, «porque el ministro de la comunión no podría juzgar de la imputabilidad subjetiva». En otras palabras, la situación es evaluada en el fuero externo, porque no se puede acceder al fuero interno.
Ahora bien, en el contexto de la «Relatio synodi», este pasaje parece tomar otro sentido: no se puede juzgar sobre la «culpabilidad subjetiva», y en consecuencia sería necesario abstenerse de calificar moralmente esta situación. Es cierto que el texto no llega a esta conclusión expresamente, pero el que no hace el esfuerzo de volver al texto de la Declaración puede entenderlo de este modo. Y de todos modos el texto no dice en ninguna parte que se trate de un pecado ni que Cristo califique como adulterio las nuevas nupcias, mientras el primer cónyuge está vivo todavía (cfr. Mc 10, 11–12). Puede ser difícil escuchar estas duras palabras, pero se encuentran precisamente en boca de Cristo, quien mide el alcance total.
También en este caso, una «hermenéutica de la continuidad» llevará a interpretar este texto, precisando lo que no dice y manteniendo la calificación de «pecado grave y manifiesto»; mientras que una «hermenéutica de la ruptura» tomará ejemplo de este silencio para atenerse a la abstención de juzgar en términos de culpabilidad subjetiva, lo que llevará a eliminar cualquier calificación de esta situación en términos de pecado, que sea grave y manifiesto o no.
En el primer caso, entonces, se mantendrá firme, a la luz de la encíclica «Veritatis splendor», que las segundas nupcias luego de un divorcio son un acto malo que en cualquier circunstancia no se puede querer jamás, en el marco de una moral de la objetividad y de la finalidad. En el segundo caso, se obtendrá la invitación a convertir la propia visión pastoral y a tener mayormente en cuenta las circunstancias, y en consecuencia a modificar el equilibrio doctrinal de la «Veritatis splendor», apelando a una moral de la subjetividad y de la conciencia. El Papa ha garantizado que no se ha tocado jamás la doctrina, lo que inclina hacia el primer sentido. En realidad, las referencias al magisterio son suficientes para reforzar a los partidarios de la hermenéutica de la continuidad en su lectura. Pero hay también suficientes silencios y señales positivas para que los partidarios de la hermenéutica de la ruptura se sientan justificados en su nuevo enfoque. Ante la ausencia de ulteriores precisiones, parece que se permiten las dos interpretaciones.
Concluyendo el análisis de estas tres citas, esas lagunas en la formulación probablemente explique por qué este parágrafo 85 ha sido el que recogió el número más grande de en contra, y que haya sido aprobado con un único voto de más que requería la mayoría. Pero es posible que ulteriores precisiones en un sentido o en otro le habrían hecho perder algún voto más, uno solo de los cuales habría sido suficiente para que ese parágrafo terminara rechazado.
5. Acompañamiento e integración
En lo que se refiere al parágrafo 84, éste presenta la «lógica de la integración» de los divorciados que se han vuelto a casar como «la clave de su acompañamiento pastoral», que apunta a manifestar no sólo que no están excomulgados, sino que pueden vivir y crecer en la Iglesia, superando las «diferentes formas de exclusión actualmente practicadas en el ámbito litúrgico, pastoral, educativo e institucional». Por último, el parágrafo 86 coloca el «juicio correcto sobre lo que obstaculiza la posibilidad de una más plena participación en la vida de la Iglesia» sobre el terreno del discernimiento con el sacerdote en el fuero interno; «este discernimiento no podrá prescindir jamás de las exigencias de verdad y de caridad del Evangelio propuestos por la Iglesia».
Interpretados en el marco de una «hermenéutica de la continuidad», estos dos parágrafos aparecen perfectamente ortodoxos y acordes al magisterio reciente. La cita de la «Familiaris consortio» n. 84 y de la Declaración del Pontificio Consejo para los Textos Legislativos permite comprender este crecimiento como una conversión progresiva en la verdad evangélica, de la que cada uno buscará traducir progresivamente todas las exigencias en la propia vida. Una pastoral del acompañamiento deberá mirar siempre a la reconciliación plena del fiel y a su readmisión final en la Eucaristía, según las condiciones indicadas por «Familiaris consortio» n. 84 para poner fin a esa «contradicción objetiva con la comunión de amor entre Cristo y la Iglesia» que representa el nuevo compromiso con una persona distinta del cónyuge legítimo, y que el Código de Derecho Canónico define en el fuero externo como «pecado grave y manifiesto».
Aquí hay un verdadero camino de santidad, delineado con bellas palabras al final del parágrafo 86, que habla de las «necesarias condiciones de humildad, confidencialidad, amor a la Iglesia y a su enseñanza, en la búsqueda sincera de la voluntad de Dios y en el deseo de alcanzar una respuesta más perfecta a ella». El reconocimiento de la integración en la Iglesia se haría entonces en referencia al «orden de los penitentes», como se habría dicho en tiempos antiguos, con límites en el ejercicio de las distintas funciones eclesiales que deberían interpretarse teniendo en cuenta la objetividad de la situación desordenada y podrían ser eliminadas de acuerdo con la regularización de esa situación.
En el contexto de una «hermenéutica de la ruptura», por el contrario, al ser silenciadas en este texto estas condiciones y conclusiones del magisterio anterior, se tenderá a privilegiar la relativa novedad constituida por la valoración del fuero interno, a expensas del fuero externo. Se llegará así a una moral de la subjetividad, más que de la objetividad, con la dificultad de admitir junto a «Veritatis splendor» la posibilidad de «actos intrínsecamente malos»; al ponerse el acento sobre todo en la conciencia y en la percepción interna de los diferentes actos, decisiones y circunstancias. En estas condiciones, poco importa que el Código de Derecho Canónico califique esta situación como «pecado grave y manifiesto», si no es percibido internamente como tal. Más aún, sería mejor hacer silencio sobre ello, en vez de invadir el espacio interno de la libertad y el santuario inviolable de la conciencia.
En consecuencia, será necesario esperar que la persona esté en condiciones de definir por sí misma estas acciones, sin intervenir jamás en el proceso por miedo de lastimarla o de forzar su libre progresión. Aquí se trata más bien de una «libertad de indiferencia» que de una «libertad de cualidad». El acompañamiento se haría partiendo de la persona y de lo que en ella podría ser valorizado para hacerla crecer, más que partiendo de una ley impuesta desde el exterior y a la que esta persona debería adecuarse. La integración en la Iglesia dependería de la subjetividad de la persona y de su percepción interna de la propia situación. En estas condiciones, si esta persona decide «en conciencia» que no ha cometido un pecado y que puede recibir la comunión, ¿quiénes somos nosotros para juzgarla? El progreso espiritual podría manifestarse además, paradójicamente, con un movimiento de retirada, ya que el sujeto percibe el propio pecado o el desorden objetivo: tomando la decisión de no recibir más la comunión porque solamente entonces entiende el motivo; renunciando a ciertas tareas en la Iglesia porque solamente entonces comprende el posible testimonio negativo público, respecto al «ejemplo que ofrecería a los jóvenes que se están preparando al matrimonio».
Estas dos lógicas son presentadas aquí en oposición, pero no se excluye que se puedan encontrar en una y en otra aspectos positivos y límites; de allí el interés de ponerlas en perspectiva; el error mismo que puede servir para manifestar más la verdad. El límite de la lógica pura de la objetividad se encuentra en la consideración que se necesita tiempo y varias etapas para llegar a la verdad, para que esta verdad sea reconocida no sólo como verdadera en si sino también como verdadera para sí, deseable y buena, y finalmente posible de vivir y fructífera. El límite de la lógica pura de la conciencia se encuentra en la afirmación de la posibilidad de una conciencia errónea y en la necesidad evangélica de liberarla de este error, para que llegue a ser lo que es, verdaderamente libre, en acto y no sólo potencialmente: «Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn 8, 32).
Advertimos por último una cierta inquietud respecto a la terminología del parágrafo 84, que contrapone «exclusión» a «integración». Tal terminología no es habitual en teología. Es típica, por el contrario, de la ideología igualitarista que anima en particular los movimientos LGBT y el liberacionismo en general, sobre un viejo trasfondo de dialéctica marxista, con una nueva tendencia nihilista. Ya no hay más lucha de clases, sino abolición de todas las clases, diferencias, categorías, estatutos… y en consecuencia la desaparición de la verdadera justicia que da a cada uno según su parte («suum cuique tribuere»), la que no es necesariamente la misma para todos, porque las situaciones no son necesariamente las mismas. Si se comienza a admitir este tipo de contraposición mundana en un documento eclesiástico, se abre una puerta a otras categorías de población (personas con tendencias homosexuales, mujeres en comparación con el clero masculino, etc.) que se quejan de su «exclusión» con el objetivo de reivindicar su plena «integración» en la Iglesia. Sería entonces oportuno expresar en una forma diferente la búsqueda de comunión respecto a las personas que no están actualmente en plena comunión con la Iglesia, a causa de una situación objetivamente desordenada que hace imposible su admisión a la Eucaristía, y reafirmar más bien la caridad que nos impulsa a hacer todo lo posible para llevarlas en verdad a la plena comunión eclesial, en conformidad con las exigencias evangélicas.
6. Comunión y descentralización
La «Relatio synodi» en cuanto tal no tiene ningún valor magisterial, es solamente un documento entregado al Papa para que él tome una decisión. En consecuencia, se puede esperar que en una exhortación apostólica post–sinodale el Papa determine con claridad la línea a mantener. O bien que un documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe proporcione las precisiones necesarias, por ejemplo bajo la forma de un recordatorio de la interpretación correcta de los documentos magisteriales, según una hermenéutica de la continuidad.
A falta de esto, ¿qué podría suceder? Todos podrán volver a sus casas satisfechos, seguros de haber obtenido lo que querían y de haber evitado lo peor, invocado por el campo contrario. Ahora bien, un acuerdo obtenido sobre un fondo de ambigüedad no produce una unidad, más bien encubre una división. Las prácticas pastorales ya existentes podrán seguir existiendo y desarrollándose, unas sobre un fondo de hermenéutica de la continuidad y otras sobre un fondo de hermenéutica de la ruptura. El reenvío a la decisión pastoral de cada sacerdote y fiel «en conciencia» permitirá establecer, con un documento de apoyo, una gran variedad de soluciones pastorales, unas plenamente acordes a la ortodoxia y a la ortopraxis, otras más discutibles.
En definitiva, si en un país los sacerdotes animados por las «directrices» del propio obispo terminan estableciendo prácticas pastorales idénticas, pero divergentes con las de otros países, esto podría conducir a un cisma de hecho, legitimado por ambas partes a partir de una doble lectura posible de este documento. Se llega así a lo que ya habíamos presentado en julio como una situación que hay que temer, si el sínodo no llegara a definir una línea clara. Aquí estamos.
En la fiesta de los santos apóstoles Simón y Judas. 28 de octubre de 2015
Fr. Thomas Michelet, OP
Traducción en español de José Arturo Quarracino, Temperley, Buenos Aires, Argentina. Publicado originalmente en Chiesa, blog de Sandro Magister