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«Amarás a tu prójimo como a ti mismo» Madre-Teresa Full view

«Amarás a tu prójimo como a ti mismo»

Domingo de la Semana 30 del Tiempo Ordinario. Ciclo A – 29 de octubre de 2017

Lectura del Santo Evangelio según San Mateo 22,34-40

El Evangelio de este Domingo (San Mateo 22,34-40) nos presenta la enseñanza más importante que Jesús nos ha dejado: «el mandamiento del amor». Lo que va a realizar ante la clara malicia de la pregunta, es algo realmente revolucionario: unir el amor a Dios con el amor al prójimo diciendo que ambos son semejantes. En la lectura del Éxodo (Éxodo 22,20-26) vemos las prescripciones que debían observar los judíos en relación con los extranjeros, con las viudas, los huérfanos y todos aquellos que se veían en la necesidad de pedir prestado o dejar objetos en prenda para poder obtener lo necesario para la vida. El Señor velará siempre por estas personas ya que Él es «compasivo» y cuida de sus creaturas más necesitadas

Por otra parte, en la carta a los Tesalonicenses (Primera carta del apóstol San Pablo a los Tesalonicenses 1,5c-10), Pablo alaba la fe y el apostolado de aquella naciente comunidad y comprueba que el crecimiento espiritual se debe, en primer lugar, a la apertura al Espíritu Santo. Los tesalonicenses han recibido la Palabra y se han convertido a Dios; viviendo ahora la sana tensión por la venida definitiva del Reconciliador. 

«Sí él me invoca, yo lo escucharé porque soy compasivo»

La lectura del libro del Éxodo hace parte de una colección de leyes y de normas que buscan explicar y aplicar de manera práctica los principios religiosos y morales del Decálogo. Este pasaje nos enseña que no le basta a Dios que se le respete y obedezca; desea que nadie de los que han hecho la Alianza se quede al margen de su amor y por ello impone que la obediencia a sus preceptos pase por el respeto al prójimo y, de manera particular, a los menos favorecidos. Hacer con Dios una alianza implica el ser justo con aquellos por los cuales Él se desvive: los desamparados. Es impresionante el lenguaje de la Ley acerca de las viudas, huérfanos y pobres; pero lo es más todavía el de los profetas: «aprended a hacer el bien, buscad lo justo, dad sus derechos al oprimido, haced justicia al huérfano, abogad por la viuda» (Is 1,17; ver Jr 5,28; Ez 22,7.).

Leemos en el Compendio de Doctrina Social de la Iglesia: «Del Decálogo deriva un compromiso que implica no sólo lo que se refiere a la fidelidad al único Dios verdadero, sino también las relaciones sociales dentro del pueblo de la Alianza. Estas últimas están reguladas especialmente por lo que ha sido llamado “el derecho del pobre”… El don de la liberación y de la tierra prometida, la Alianza del Sinaí y el Decálogo, están, por tanto, íntimamente unidos por una praxis que debe regular el desarrollo de la sociedad israelita en la justicia y en la solidaridad» .

 «Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la ley?»

El Evangelio de este Domingo nos presenta el último de cuatro episodios en que se trata de sorprender a Jesús en error. En el primero de estos episodios, después que Jesús purificó el templo expulsando a los mercaderes, se le acercan los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo para preguntarle sobre su autoridad (Mt 21,23). En el segundo (lo hemos visto el Domingo pasado), Jesús escapa de la trampa que le han tendido los fariseos y los herodianos con su pregunta acerca de la licitud de pagar el tributo al César (Mt 22,15-22). En el episodio siguiente son los saduceos los que le presentan un caso difícil, para ridiculizar la fe en la resurrección de los muertos (Mt 22,23-33). La fe en la resurrección era uno de los puntos en que discrepaban fariseos y saduceos: «Los saduceos dicen que no hay resurrección, ni ángel, ni espíritu, mientras que los fariseos profesan todo eso» (Hch 23,8).

Pero en la introducción del episodio hay algo que a primera vista como que no corresponde: «Los fariseos, al enterarse de que Jesús había tapado la boca a los saduceos, se reunieron en grupo y uno de ellos le preguntó para tentarlo…» Si Jesús había tapado la boca a los saduceos y lo había hecho profesando la fe en la resurrección, se podría pensar que los fariseos estarían contentos y darían la razón a Jesús viendo que coincidía con ellos en un punto de doctrina. Pero no; cuando se trata de oponerse a Jesús, ellos olvidan sus discrepancias con los saduceos y están unidos buscando su ruina. Por eso, viendo que a los saduceos no les resultó perder a Jesús, lejos de defenderlo por la doctrina que había sustentado, ellos hacen un nuevo intento. Le ponen una pregunta capciosa para ver si cae y les da motivo para desprestigiarlo.

Aquí se ubica el episodio de este Domingo que es el cuarto de este tipo que con toda malicia y con ánimo de ponerle a prueba, le pregunta «Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la ley?» . La intención es tentarlo, es decir, ponerle una pregunta que induzca a Jesús a dar una res¬puesta errónea que les permita acusarlo o desprestigiarlo. Cuando se trató del tributo al César, Jesús ya había desenmascarado a los fariseos diciéndoles: «Hipócritas, ¿por qué me tentáis?» (Mt 22,18). Aquí nuevamente vuelven a tentarlo. Pero Jesús no reacciona de esa manera, porque la pregunta, a pesar de su intención torcida, le permite dar una enseñanza fundamental.

 ¿Qué respuesta esperaban?

Antes de examinar la respuesta de Jesús trataremos de descubrir en qué consiste lo capcioso de la pregunta. La pregunta parece más bien apta para que Jesús se luzca con su respuesta. En efecto, todo judío sabía de memoria el «Shemá Israel» y hasta el día de hoy se encuentra en el «Siddur» (el libro de oraciones) como parte de la oración nocturna diaria: «Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Dios. Bendito sea el nombre glorioso de su Reino por los siglos. Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza». Está tomado del libro del Deuteronomio donde se agrega: «Permanezcan en tu corazón estas palabras que yo te dicto hoy. Se las repetirás a tus hijos… las atarás en tu mano como una señal y serán como una insignia ante tus ojos…» (Dt 6,7-8). Es obvio que todo judío, interrogado sobre el mandamiento mayor de la ley, habría citado el «Shemá». Si la pregunta fue hecha «para tentarlo» es porque los fariseos esperaban que Jesús respondiera otra cosa. Entonces habrían tenido de qué acusarlo.

Entonces, ¿qué respuesta esperaban? Jesús había estado enseñando con mucha energía el mandamiento del amor al prójimo. En el sermón de la montaña había radicalizado los mandamientos que se refieren al prójimo: «Se os ha dicho: ‘No matarás’… Pues yo os digo: ‘Todo aquel que se encolerice contra su hermano será reo’… Se os ha dicho: ‘No cometerás adulterio’. Pues yo os digo: ‘Todo el que mire una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón’… etc.»(Mt 5,21ss). Más adelante, al joven rico que le pregunta qué mandamientos tiene que cumplir para alcanzar la vida eterna, Jesús le responde: «No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 19,18-19). Y más explícitamente había enseñado: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros… Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros» (Jn 13,34; 15,12).

Es probable que los fariseos esperaran que Jesús les diera esa respuesta o alguna parecida. Pero no habían entendido su enseñan¬za. Jesús da la respuesta correcta: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el mayor y el primer mandamiento». Pero en seguida agrega: «El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» . Ambos mandamientos no se pueden separar, no se puede cumplir uno solo de ellos. El mandamiento del amor es uno solo, es indivisible, el mismo se dirige a Dios y al prójimo; no se trata de dos amores, sino de uno solo; cuando perece uno, perece también el otro. Esto es lo que Jesús quiere enseñar con su respuesta. Por eso concluye: «De estos dos mandamientos penden toda la ley y los profetas», no de uno sino de los dos.

El mandamiento del amor

El fundamento del amor al prójimo es el amor a Dios; pero la prueba del amor a Dios es el amor al prójimo. San Juan es tajante en este criterio: «Si alguno dice: ‘Amo a Dios’ y no ama a su hermano es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y hemos recibido de Él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano» (1Jn4,20-21). Por tanto, el mandamiento: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón…» se cumple solamente «amando al prójimo como a ti mismo». Jesús los unió más estrechamente aún, si es posible, cuando dijo, a propósito del juicio final: «Todo lo que hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí lo hicisteis» (Mt 25,40).

No tenemos otro modo de expresar nuestro amor a Él que amándolo en sus hermanos más pequeños: los hambrientos, los sedientos, los forasteros, los desnudos, los enfermos, los encarcelados. San Juan de la Cruz comenta este episodio diciendo: «En la tarde de tu vida serás examinado sobre el amor», sin especificar, pues se trata de una sola virtud. Donde falta el amor a Dios lo único que nos queda entre manos es el egoísmo.

Una palabra del Santo Padre:

«La liturgia nos invita a abrir nuestra mente y nuestro corazón al don del Espíritu Santo, que Jesús prometió en más de una ocasión a sus discípulos, el primer y principal don que Él nos alcanzó con su Resurrección. Este don, Jesús mismo lo pidió al Padre, como lo testifica el Evangelio de hoy, ambientado en la Última Cena. Jesús dice a sus discípulos: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre» (Jn 14, 15-16).

Estas palabras nos recuerdan ante todo que el amor por una persona, y también por el Señor, se demuestra no con las palabras, sino con los hechos; y también «cumplir los mandamientos» se debe entender en sentido existencial, de modo que toda la vida se vea implicada. En efecto, ser cristianos no significa principalmente pertenecer a una cierta cultura o adherir a una cierta doctrina, sino más bien vincular la propia vida, en cada uno de sus aspectos, a la persona de Jesús y, a través de Él, al Padre. Para esto Jesús promete la efusión del Espíritu Santo a sus discípulos. Precisamente gracias al Espíritu Santo, Amor que une al Padre y al Hijo y de ellos procede, todos podemos vivir la vida misma de Jesús.

El Espíritu, en efecto, nos enseña todo, o sea la única cosa indispensable: amar como ama Dios. Al prometer el Espíritu Santo, Jesús lo define «otro Paráclito» (v. 16), que significa Consolador, Abogado, Intercesor, es decir Quien nos asiste, nos defiende, está a nuestro lado en el camino de la vida y en la lucha por el bien y contra el mal.

Jesús dice «otro Paráclito» porque el primero es Él, Él mismo, que se hizo carne precisamente para asumir en sí mismo nuestra condición humana y liberarla de la esclavitud del pecado.

Además, el Espíritu Santo ejerce una función de enseñanza y de memoria. Enseñanza y memoria. Nos lo dijo Jesús: «El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (v. 26). El Espíritu Santo no trae una enseñanza distinta, sino que hace viva, hace operante la enseñanza de Jesús, para que el tiempo que pasa no la borre o no la debilite. El Espíritu Santo injerta esta enseñanza dentro de nuestro corazón, nos ayuda a interiorizarlo, haciendo que se convierte en parte de nosotros, carne de nuestra carne. Al mismo tiempo, prepara nuestro corazón para que sea verdaderamente capaz de recibir las palabras y los ejemplos del Señor. Todas las veces que se acoge con alegría la palabra de Jesús en nuestro corazón, esto es obra del Espíritu Santo».

Papa Francisco. Regina Coeli. 15 de mayo 2016.

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. «Lo que hicisteis con uno de mis pequeñuelos, lo hicisteis conmigo» (Mt 25,40). Haz un examen de conciencia a partir de pasaje del Evangelio de San Mateo. ¿Cómo vivo de manera concreta el amor al prójimo?

2. Recemos en familia el Salmo responsorial 17(16): «El clamor del inocente».

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 2086.2093- 2094.2196.

Written by Rafael de la Piedra