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« Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos» AAASantos Full view

« Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos»

Solemnidad de Todos los Santos
Lectura del santo Evangelio según San Mateo 5, 1-12a

En la lectura del Evangelio en la fiesta de todos los santos (1 de noviembre) se proclaman las Bienaventuranzas (San Mateo 5, 1-12a), que son el prólogo del discurso evangélico que Jesús pronunció en el Monte. Las bienaventuranzas constituyen un programa de santidad que se hizo «vida» en todos los santos. Los elegidos por el Señor, es decir los que han lavado sus vestiduras con la sangre del Cordero (Apocalipsis 7,2-4.9-14) vivirán en comunión con Dios Amor en la eternidad (primera carta de San Juan 3,1-3). La salvación es un «don de Dios» que nos es dado por Jesucristo al cual nosotros podemos acceder colaborando activamente con esa gracia.

El sermón de la montaña

En el Sermón de la montaña Mateo presenta a Jesús promulgando la ley evangélica, su propia ley. Para un judío debía resultar claro que la intención de Mateo era evocar a Moisés, el gran legislador antiguo, que entregó al pueblo de Israel la ley recibida en el monte Sinaí. Lo evoca, pero lo supera infi¬nitamente. Esto es lo que quieren decir los pasajes: “Habéis oído que se dijo a los antepasados… Mas yo os digo…” (Mt 5,21.27.-31.33. 38.43). Ese “yo” personal de Cristo es el “YO” divino, el único que puede promulgar una superación de la ley antigua dada por el mismo Dios.

En el Evangelio de Mateo las bienaventuranzas son nueve. Ocho de ellas están formuladas en tercera persona: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos…”; la novena está formulada en segunda persona y dirigida a los oyentes: “Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan…”. Esta última tiene un desarrollo mayor y rompe el esquema fijo de las demás.

Las primeras ocho constituyen, por tanto, un grupo aparte, a las cuales se agregó una novena. Esto se ve confirmado por el hecho de que las primeras ocho bienaventuranzas quedan incluidas (según el frecuente recurso literario semítico de la inclusión) por la misma promesa: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos… Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos”. A su vez estas ocho pueden ser divididas en dos tablas, a semejanza de los diez mandamientos dados a Moisés. La primera tabla contiene las primeras cuatro y expresa la relación del hombre con Dios, y la segunda tabla contiene las otras cuatro y expresa la relación con el prójimo.

La primera tabla

La primera tabla proclama bienaventurados a los pobres de espíritu, los mansos, los que lloran, los que tienen hambre y sed de justicia, es decir, a las personas humildes que no ponen su confianza en las riquezas ni en los poderosos de este mundo sino sólo en Dios. En efecto, es Dios quien promete la recompensa que beatifica: “de ellos es el Reino de los cielos… ellos poseerán en herencia la tierra… ellos serán consolados… ellos serán saciados”. El tema de esta primera tabla está indicado en la primera bienaventuranza, la que declara dichosos a los “pobres de espíritu”. No se trata, en primer lugar, de la pobreza sociológica, sino de la pobreza interior; se trata de la mansedumbre y humildad del corazón. Jesús se nos ofrece como modelo de esta pobreza cuando dice: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11,29). Las otras tres bienaventuranzas de este grupo son modificaciones de este mismo tema: los mansos, los afligidos, los que tienen hambre y sed de justicia, son los que ponen a Dios por encima de todo y lo esperan todo de él.

La segunda tabla

La segunda tabla proclama la otra condición indispensable para poseer el Reino de los cielos: «la bondad y el amor al prójimo». Por eso proclama bienaventurados a los misericordiosos, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz, los perseguidos por causa de la justicia. En la quinta bienaventuranza se percibe un cambio de tema: “Bienaventurados los misericordiosos”. Ya no se expresa una situación en la cual se deba confiar sólo en Dios, sino una actitud del corazón del hombre en relación a su prójimo; explica qué sentimientos deben animar a los cristianos en sus relaciones fraternas. Aquí Jesús comienza a ilustrar las relaciones que deben existir entre sus discípulos. También en esta tabla el tema está indicado por la primera bienaventuranza: la misericordia. Las otras son variaciones sobre este mismo tema.

¿En qué consiste ser santo?

En la solemnidad que celebramos es bueno preguntarnos: ¿En qué consiste la santidad de una persona? ¿Por qué los santos han atraído tan poderosamente a los hombres de sus generaciones y han dejado una huella tan profunda en sus épocas y en sus ambientes? ¿Qué hay en ellos que despierta ese sentimiento de admiración y asombro en los hombres? Para dar respuesta a todas estas preguntas, hay que tener en cuenta que la fuente de toda santidad es Dios. No hay santidad posible sin El. Por eso la Iglesia cada vez que celebra la Eucaristía canta: “Santo, santo, santo es el Señor Dios del universo”, y agrega: “Santo eres en verdad, Señor, fuente de toda santidad”.

La santidad as algo que pertenece a Dios y que suscita en los hombres una mezcla de temor y de fascinación. Ante la santidad el hombre experimenta fuertemente sus límites, su ser creatura, su pecado, y por esto siente temor; pero, al mismo tiempo, experimenta fascinación, es decir, no puede dejar de sentirse poderosamente atraído y de gozar intensamente. En la bienaventuranza del cielo, purificado ya del pecado, el hombre gozará eternamente de la santidad de Dios. “Seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es” (1Jn 3,2). Estamos creados para esto y no sería un ser humano el que no lo deseara.

La fe, la esperanza y el amor, sobre todo, el amor, son la manifestación de la vida divina en el hombre. El amor, que consiste en negarse a sí mismo para procurar el bien de los demás, es algo que supera las fuerzas humanas naturales. Cuando vemos que en alguien actúa el amor, entonces, tenemos una manifestación de Dios, pues “el amor es de Dios… Dios es amor” (1Jn 4,7.8). La actuación natural del hombre puede suscitar entusiasmo, como es el caso, por ejemplo, de sus logros en el arte, la ciencia, la técnica, el deporte, etc. Pero la práctica heroica del amor, que es lo que define a los santos, supera todas las empresas naturales y nos pone en la evidencia de Dios. ¡No existe un espectáculo más hermoso!

Una palabra del Santo Padre:

« Me podréis decir: pero la Iglesia está formada por pecadores, lo vemos cada día. Y esto es verdad: somos una Iglesia de pecadores; y nosotros pecadores estamos llamados a dejarnos transformar, renovar, santificar por Dios. Ha habido en la historia la tentación de algunos que afirmaban: la Iglesia es sólo la Iglesia de los puros, de los que son totalmente coherentes, y a los demás hay que alejarles. ¡Esto no es verdad! ¡Esto es una herejía! La Iglesia, que es santa, no rechaza a los pecadores; no nos rechaza a todos nosotros; no rechaza porque llama a todos, les acoge, está abierta también a los más lejanos, llama a todos a dejarse envolver por la misericordia, por la ternura y por el perdón del Padre, que ofrece a todos la posibilidad de encontrarle, de caminar hacia la santidad. «Padre, yo soy un pecador, tengo grandes pecados, ¿cómo puedo sentirme parte de la Iglesia?». Querido hermano, querida hermana, es precisamente esto lo que desea el Señor; que tú le digas: «Señor, estoy aquí, con mis pecados». ¿Alguno de vosotros está aquí sin sus propios pecados? ¿Alguno de vosotros? Ninguno, ninguno de nosotros. Todos llevamos con nosotros nuestros pecados. Pero el Señor quiere oír que le decimos: «Perdóname, ayúdame a caminar, transforma mi corazón».

Y el Señor puede transformar el corazón. En la Iglesia, el Dios que encontramos no es un juez despiadado, sino que es como el Padre de la parábola evangélica. Puedes ser como el hijo que ha dejado la casa, que ha tocado el fondo de la lejanía de Dios. Cuando tienes la fuerza de decir: quiero volver a casa, hallarás la puerta abierta, Dios te sale al encuentro porque te espera siempre, Dios te espera siempre, Dios te abraza, te besa y hace fiesta. Así es el Señor, así es la ternura de nuestro Padre celestial. El Señor nos quiere parte de una Iglesia que sabe abrir los brazos para acoger a todos, que no es la casa de pocos, sino la casa de todos, donde todos pueden ser renovados, transformados, santificados por su amor, los más fuertes y los más débiles, los pecadores, los indiferentes, quienes se sienten desalentados y perdidos. La Iglesia ofrece a todos la posibilidad de recorrer el camino de la santidad, que es el camino del cristiano: nos hace encontrar a Jesucristo en los sacramentos, especialmente en la Confesión y en la Eucaristía; nos comunica la Palabra de Dios, nos hace vivir en la caridad, en el amor de Dios hacia todos. Preguntémonos entonces: ¿nos dejamos santificar? ¿Somos una Iglesia que llama y acoge con los brazos abiertos a los pecadores, que da valentía, esperanza, o somos una Iglesia cerrada en sí misma? ¿Somos una Iglesia en la que se vive el amor de Dios, en la que se presta atención al otro, en la que se reza los unos por los otros?

Una última pregunta: ¿qué puedo hacer yo que me siento débil, frágil, pecador? Dios te dice: no tengas miedo de la santidad, no tengas miedo de apuntar alto, de dejarte amar y purificar por Dios, no tengas miedo de dejarte guiar por el Espíritu Santo. Dejémonos contagiar por la santidad de Dios. Cada cristiano está llamado a la santidad (cf. Const. dogm. Lumen gentium, 39-42); y la santidad no consiste ante todo en hacer cosas extraordinarias, sino en dejar actuar a Dios. Es el encuentro de nuestra debilidad con la fuerza de su gracia, es tener confianza en su acción lo que nos permite vivir en la caridad, hacer todo con alegría y humildad, para la gloria de Dios y en el servicio al prójimo. Hay una frase célebre del escritor francés Léon Bloy; en los últimos momentos de su vida decía: «Existe una sola tristeza en la vida, la de no ser santos». No perdamos la esperanza en la santidad, recorramos todos este camino. ¿Queremos ser santos? El Señor nos espera a todos con los brazos abiertos; nos espera para acompañarnos en este camino de la santidad. Vivamos con alegría nuestra fe, dejémonos amar por el Señor… pidamos este don a Dios en la oración, para nosotros y para los demás.».

 Francisco. Audiencia General, 2 de octubre del 2015

 Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.

1. «Todos estamos llamados a la santidad; para todos hay las gracias necesarias y suficientes; nadie está excluido», nos decía Juan Pablo II. Una tentación que podemos tener es creer que este llamado (que proviene de nuestro bautismo) no es para mí.

2. Pidamos a Dios el «hambre» por querer vivir de verdad las bienaventuranzas. Leamos a lo largo de la semana este hermoso pasaje evangélico.

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 2012-2016.

Written by Razones para creer